“Las cosas no son del dueño, sino de quien las necesita”; “El que tiene padrino se bautiza”; “El que parte y reparte se lleva la mejor parte”. Estos refranes, arraigados en la cultura popular, son expresiones que dan cuenta de la representación social de la legalidad/ilegalidad que tienen los colombianos, para quienes el cumplimiento de la ley es un asunto relativo. La ley se observa o se deja de observar de acuerdo con numerosas circunstancias. Así lo establece esta investigación del Grupo de Política y Gestión para el Desarrollo, de la Pontificia Universidad Javeriana, titulada “Cultura de la legalidad en servidores públicos y ciudadanos”.
¿Cómo se define una idea en principio tan ambigua como la ‘cultura de la legalidad’? Para el grupo es un concepto complejo que excede los límites de las leyes escritas y que incluye actitudes y comportamientos, la aceptación voluntaria de reglas de juego (escritas o no) para la convivencia y la manera como se vive la ley en una sociedad. El reconocimiento del otro y la valoración de lo público son elementos trascendentales.
Los investigadores trabajaron un entramado de variables para elaborar un “Índice de la cultura de la legalidad” multidimensional (I-LEG) –una de las contribuciones de este estudio– compuesto por ocho indicadores (véase recuadro).
Con base en dichos indicadores, diseñaron una encuesta que aplicaron a 1.705 servidores públicos de diferentes regiones y territorios, en su doble condición de funcionarios estatales y de ciudadanos, pues como lo explica Julia Isabel Eslava, PhD en estudios políticos e investigadora principal del estudio, “la condición de ciudadano no se pierde al asumir un cargo público; además, el enfoque hacia los servidores públicos resulta novedoso ya que muy pocas veces se los considera actores relevantes en un análisis de esta naturaleza”.
Los municipios seleccionados pertenecen a los departamentos de Atlántico, Bolívar, Caquetá, Casanare y Santander; también se incluyó a Bogotá. Todos ellos expresan la diversidad sociocultural del país junto con particularidades en relación con las capacidades institucionales, el desarrollo endógeno de los territorios y el comportamiento del sector público.
“Dime de dónde vienes y te diré qué tan legal eres”. Así se podría enunciar una de las grandes conclusiones de la investigación: la región geográfica determina en gran medida el I-LEG. Por un lado, Bolívar y Casanare registran un I-LEG de 57,6 sobre 100 (en las capitales, los índices son de 59,7 sobre 100, para Cartagena y de 60,8 sobre 100, para Yopal). En el otro extremo –aunque aún con falencias importantes–, se ubica Santander con 66,5 sobre 100, lo que representa un mayor I-LEG comparado con otros departamentos.
Barranquilla es un caso interesante, con un índice de 61,9 de cultura de la legalidad. Allí los investigadores constataron un esfuerzo sostenido de transformación cultural a partir de 2008, que ha trascendido las administraciones con la difusión de una cultura de la transparencia en las esferas oficiales, de mejor relación con el ciudadano y de respeto a lo público.
Un panorama crítico
Para los investigadores, “si bien los territorios estudiados no son estadísticamente representativos para el país, podrían estar sugiriendo una dinámica generalizada”. La vida cotidiana en las comunidades con bajos índices de legalidad está llena de ejemplos que dan cuenta de la situación: se estigmatiza a quien respeta las normas y se lo tacha de ingenuo. El pecado de un servidor público radica en no ‘sacar tajada’. “El astuto que toma el ‘atajo’ recibe una aceptación en medio de un paradigma de la inmediatez que se impone como el camino para alcanzar el éxito”, agrega Eslava.
Se evidencia una escasa o nula actuación de los ciudadanos frente a comportamientos que afectan bienes colectivos o la seguridad de otras personas, y un sentido individualista que domina la relación de los ciudadanos con las normas y leyes.
Por esa razón, según los investigadores, los índices relativos a la sanción social son los más críticos, si se tiene en cuenta que esta cumple un papel educativo fundamental, pues lleva a la gente a identificar los límites de sus actuaciones. La legalidad no se aprende leyendo la Constitución ni escuchando charlas o sermones: se vive en lo cotidiano, en la relación con los demás.
Los resultados demuestran que ciertos comportamientos ilegales se han naturalizado tanto que no resultan graves para el común de la gente: robar, sobornar o conducir en estado de embriaguez se despojan de su carácter criminal. No hay una elaboración de las consecuencias que traen esos actos para la sociedad. El cumplimiento de la ley obedece más al temor de ser descubierto que a una verdadera convicción sobre el impacto del comportamiento: “Lo malo no es violar la ley sino dejarse pillar”, es la expresión popular que la investigadora Eslava trae a colación.
Para la generalidad de los encuestados los mandatos de ley son relativos; no observarlos se justifica con diferentes argumentos, desde el riesgo de la propia vida hasta la injusticia de las normas o el convencimiento de que están hechas para favorecer a unos pocos. El 45,8 % de los encuestados cree que el entorno legal y la autoridad no son eficaces. Asimismo, solo el 59 % considera que las autoridades investigan los actos ilegales.
Con frecuencia costumbres, creencias y códigos de comportamiento que hacen parte de la cultura de un territorio se oponen al derecho. Es el caso de quien proviene de una región y llega a la capital, arrienda un apartamento donde aloja coterráneos y parientes, a pesar de que el contrato suscrito lo prohíbe; aquí la solidaridad regional remplaza la ley.
Se evidencia también la fragilidad de las instituciones de la justicia. La percepción general, como dice el refrán, es que “La ley es para los de ruana”, esto es, que se aplica de manera discrecional, dependiendo del personaje. Así quien tiene dinero, tiene cómo negociar la violación a la ley.
¿Por qué somos así?
Las explicaciones de esta realidad comienzan con la violencia presente en el país durante años, generadora de debilidad del Estado y de las instituciones, y que, además, origina ese temor a actuar tan arraigado en la vida cotidiana de nuestras regiones.
También hay una relación directa entre el I-LEG y otras variables, como los niveles de desarrollo particular de cada región y la fortaleza de sus instituciones. Ambas variables resultan notablemente bajas en el caso del departamento de Bolívar y mejoran para regiones como Santander.
Otra de las causas es la escasa confianza en las políticas de cambio cultural y de mejoramiento de la cultura ciudadana, relacionadas con programas de educación y comunicación que se echan de menos en las áreas en las que el índice es más bajo. Por lo general, se abandonan programas en ese sentido porque no generan votos o réditos políticos, por lo menos a corto plazo.
Es mucho lo que se puede hacer
Es necesario saber que situaciones similares han sido vividas por diferentes países, algunos de los cuales hallaron fórmulas que permitieron reducir la cultura de la ilegalidad a ‘sus justas proporciones’. La investigación examinó 43 iniciativas o experiencias de difusión de la cultura de la legalidad que resultan aleccionadoras, especialmente las de Sicilia (Italia) –donde se ha logrado neutralizar a las mafias– y Hong Kong. Cada caso tiene su dinámica, pero en todos hay ejes fundamentales, por ejemplo un replanteamiento del Estado y su relación enfermiza con el ciudadano, quien no puede ver en las instituciones públicas algo diferente a corrupción, indolencia e impunidad: “lo que proyectan los gobernantes hoy es que yo puedo hacer con las normas lo que se me dé la gana”, señala la investigadora Eslava.
El nuevo modelo debe reflejar un Estado confiable, defensor de lo público, agente de equidad, justicia y protección. Esto, complementado con una política consciente y consistente de transformación cultural, a largo plazo, con compromiso de todos los sectores, generaría el caldo de cultivo perfecto para la paz.
Para saber más:
- » Eslava Rincón, J. I. & Torres Quintero, A. (2013). Tejiendo el hilo de Ariadna. Laberintos de la legalidad y la integridad. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, Ecoe.