¿Qué es lo que hace a un científico digno del Premio Nobel? Luis Alejandro Barrera lleva varios años intuyéndolo. Doctor en bioquímica, actual coordinador de la Clínica de Errores Innatos del Metabolismo (CEIM) del Hospital Universitario San Ignacio, y considerado como el impulsor de la investigación y la legislación en Colombia en favor de los pacientes de las llamadas ‘enfermedades raras’, ha llegado a una conclusión: un Nobel no es un investigador común.
“Son pertinaces: plantean hipótesis, formulan teorías, se lanzan obsesivamente a confirmarlas nada los hace echar para atrás. Cuando encuentran una dificultad, la superan buscando nuevas rutas y métodos que otras disciplinas han desarrollado, y sobre todo tienen la firme convicción de que pueden triunfar donde otros no han tenido éxito. Esas son características esenciales”, responde después de revisar en la pantalla de su computador, en su oficina, las vidas de los científicos que de una u otra manera, con su investigación, su trabajo, sus obsesiones han contribuido a mejorar la vida de los pacientes que sufren los errores innatos del metabolismo, enfermedades de cuyo estudio se han derivado grandes aportes a la ciencia y a la medicina.
Aquellas historias y personajes se encuentran en varios archivos de Word, uno de los proyectos a los que este científico le ha dedicado los más recientes años de su vida. Allí, le ha rastreado los pasos a, por ejemplo, Sir Archibald Edward Garrod, el médico británico que en los últimos días del siglo XIX se lanzó a investigar por qué los pañales de algunos bebés se ennegrecían al contacto con la luz. Aunque no ganó el premio Nobel, su trabajo en la alcaptonuria (la enfermedad de la orina negra) abrió un nuevo campo de la ciencia: los errores innatos del metabolismo, enfermedades que se originan en un error genético que muchos padres trasmiten a sus hijos.
Garrod predijo a comienzos del siglo XX que el defecto se debía a un gen defectuoso que producía una enzima inactiva; en 1958 descubrieron que el problema de la alcaptonuria (una de las tres enfermedades genéticas estudiadas originalmente por él) se daba por deficiencia de la enzima homogenístico oxidasa, que hacía que se acumulara ácido homogenístico responsable de la coloración negra de la orina en los pacientes alcaptonuricos. Mucho más tarde, en 1996, se descubrieron las mutaciones del gen HGD, confirmando así, un siglo después, las predicciones del científico británico.
Con ese ejemplo, Barrera explica otra particularidad de este tipo de investigadores: “Son universales y están prestos a aprender de otras ciencias, es decir, utilizan los avances y nuevos desarrollos en otros campos como la física, la química, la bioinformática o en la biología para avanzar en sus investigaciones.
En las más de 300 páginas que ha sumado hasta el momento, y que sigue corrigiendo y poniendo a punto, Barrera ha dado con la vida y las historias de algunos de ellos. Muchos de esos encuentros los ha revivido en su memoria. Como el de Earl Sutherland, Nobel de Medicina en 1971 por su descubrimiento de los mecanismos de acción de las hormonas, tema que lo cautivó cuando cursó en los años 70 su maestría en Ciencias en EE.UU. A mediados de esa década, Barrera se trasladó a Miami para estudiar su doctorado solo unos meses después del fallecimiento de Sutherland, pero con su coinvestigador pudo continuar el tema que lo ocupaba en su mismo laboratorio y también tuvo el privilegio de tener acceso a lo que eran sus bitácoras diarias de investigación.
En su manuscrito, Barrera también ha dado con historias que reflejan desigualdades sociales, como la de los esposos Carl Ferdinad y Gerty Cori, científicos checos que llegaron a EE.UU. en los años 20 para continuar con sus investigaciones en medicina. “En algún centro de investigación les permitieron trabajar juntos, pero ella ganaba 10 veces menos que él y hacía lo mismo”, recuerda Barrera sobre la pareja que ganó el Nobel de Medicina en 1947 por el descubrimiento de la conversión catalítica del glucógeno; a pesar de este detalle, resalta que sus logros se obtuvieron en parte por su complementariedad en todos los espacios de sus vidas: “Oyendo al hijo, uno entiende que eran el complemento perfecto: a ella le gustaba la antropología y las biografías, a él la poesía y el arte. Uno empezaba un frase y el otro la completaba”.
Esa desventaja también la sintió en carne propia Rosalyn Yalow, Nobel de Medicina en 1977 por el desarrollo del inmunoensayo para la cuantificación de las hormonas péptidas. Un logro que casi no se da por ser una científica trabajando en los años 50, cuando la investigación científica era dominada casi exclusivamente por hombres:. Para poder aproximarse a la escuela de posgrado ’por la puerta de atrás’, como ella misma decía, aceptó ser secretaria de un notable bioquímico para lo cual tuvo que aprender taquigrafía. Posteriormente la invitaron en la Universidad de Illinois para dictar cursos de pregrado donde era la única mujer entre 400 compañeros varones. Yalow afirmaba: ’Cualquier cosa que haga la mujer debe hacerlo dos veces mejor que un hombre para que sea considerada la mitad de buena’”.
Rosalyn Yalow (izq.) y Gerty Cori (der.) ganaron el Premio Nobel sobreponiéndose a un campo dominado casi que exclusivamente por hombres.
¿Cómo surgen los científicos que ganan el Nobel? Una mirada rápida a la vasta historia del premio en las categorías de Medicina y Química (se entrega desde 1901) señala que lo han recibido, hasta la edición de 2017, unas 418 personas de 29 universidades, de las cuales 21 son de Estados Unidos sin que todos los investigadores hayan nacido en ese país; de hecho, hubo una época en que la mayoría eran inmigrantes que huían de la persecución nazi.
Estos datos no son ajenos en las extensas sesiones de escritura de Barrera; de hecho, ha creado su propia explicación del fenómeno: “Una proporción muy grande de investigadores los concentran universidades como Harvard, Cambridge, Chicago, Columbia, Oxford, MIT, Caltech, Humboldt, Paris, porque allí se privilegia la investigación de frontera y, para ello, concentran recursos físicos y humanos de las más alta calidad y pagan bien. Por otra parte, una buena universidad atrae ya ganadores de premios Nobel o candidatos en potencia, porque los escalafones y el prestigio moderno se basan también en cuántos Nobel tiene una universidad”.
Por otra parte, el apoyo de los padres y maestros en los primeros años suele ser fundamental en la carrera de un investigador: “La mayoría de los grandes científicos recuerdan a uno de sus maestros en los primeros años de escuela o en la adolescencia que los marcó con su entusiasmo y amor por la ciencia”, asegura Barrera. Excepcionalmente, el ejemplo viene de casa como lo demuestra la historia de la francesa Irène Joliot-Curie, que ganó el Nobel de Química en 1935 por el descubrimiento de la radiactividad artificial; ella aprendió la pasión por la investigación de sus padres, los científicos —y también nobeles— Pierre y Marie Curie.
Para Barrera, quien se concentra en la etapa final de edición de su libro y en escoger de entre la lista de diez títulos el indicado, son la disciplina, la inspiración y algo de suerte los factores que pueden convertir a un niño curioso en un científico de renombre. Suele explicarlo a través de una cita de Pasteur que frecuentemente recordaba Sir Hans Adolf Krebs —por supuesto, Nobel de Medicina en 1953 por describir el ciclo que lleva su nombre—: “La suerte es necesaria pero solo favorece a la mente preparada”.
“A todos nos llegan momentos de inspiración, unos los utilizan y otros no… A uno la vida le ofrece una cantidad de buenas oportunidades, pero si las deja pasar…”, concluye Barrera con una carcajada, no sin antes volver la mirada a la pantalla de su computador para sumergirse de nuevo en la historia que está a punto de terminar.