Nunca, en sus 29 años de vida, Magdalena ha conocido algo diferente al maltrato, el abandono y la violencia. Abusada de manera repetida desde la infancia, privada de afecto, amenazada de muerte por un paramilitar —padre de su segundo hijo—, la prostitución ha sido su medio de subsistencia. Permanece recluida en un centro de protección apoyado por Bienestar Social del Distrito, adonde acudió dos veces para defender su vida en peligro.
Estrella, de ocho años, pasa los días, aburrida, en la misma institución. Añora el tiempo en que se divertía con su tío, quien organizaba lo que ella llama “fiestas locas”, en medio de una atmósfera de supuesta alegría, con regalos y gratificaciones, como medio para el abuso sexual.
Se trata de historias diferentes en las que, sin embargo, se encuentra un denominador común, a partir de varios tipos de maltrato sufrido: el adelgazamiento o estrechamiento de la psiquis. Es decir, sencillamente, que la violencia —que proviene del mundo externo, pero también de la fuerza-pulsión o impulso psíquico de un sujeto que la misma violencia despierta en él— ha aniquilado “el aparato para pensar-sentir” de estas personas; el bagaje que nos hace verdaderamente humanas tiende a desaparecer en ellas.
Así lo plantea el proyecto de investigación “Dimensiones del funcionamiento mental de la mujer y del menor maltratado”, adelantado durante tres años por las profesoras de la Maestría de Psicología Clínica de la Universidad Javeriana, Nubia Torres y Cecilia Muñoz Vila. Ellas, junto con un grupo de alumnos, intervinieron terapéuticamente a cerca de sesenta personas, entre mujeres y niños, quienes se encontraban bajo medidas de protección, e investigaron su condición psíquica.
¿Cómo sobrevivimos los seres humanos a una atmósfera de terror, como la que ha marcado la vida de estas personas?, se preguntaron. Y lo que encontraron fue el estrechamiento del psiquismo, la reducción de funciones de percepción, atención, memoria, juicio, reflexión, comprensión e imaginación; “la incapacidad de construir en su pensamiento representaciones de seres o hechos distintos de aquellos experimentados de manera concreta; la memoria, el deseo y la previsión están disminuidos”, explican las investigadoras.
En las terapias, las psicólogas hallaron en estos individuos nada más que una sucesión de eventos externos, de realidades que ellos eran incapaces de elaborar o de entender. En sus narraciones, no hay búsqueda de sentidos ni de significado. Son vidas centradas en lo sensorial. El aparato psíquico se estrecha y surge la dificultad para salir de su situación de horror. No hay herramientas para ello.
Por eso, las personas en estas condiciones se ven sometidas a una repetición sin fin de sucesos que corresponden a un patrón que comienza con la tiranía —y muchas veces el abuso incestuoso— del padre, y el frecuente abandono y maltrato de la madre. Sin sentir protección familiar, viven con la ilusión de una “nueva vida” al lado de un hombre que les ofrezca amor y dedicación. Esta ilusión en corto tiempo se transforma de nuevo en la misma tiranía y abuso; el ciclo se reinicia con la misma u otra pareja, con promesas de un cambio, para caer de nuevo en el maltrato.
En medio de ese escenario, la mujer pierde la capacidad de defenderse y, paulatinamente, renuncia a la expresión de sus deseos y al ejercicio de sus propias capacidades: deja de existir psíquicamente.
Los relatos de Magdalena son como las tomas de una película sin director: el yo simplemente se desgarra, desaparece y se aleja de las sensaciones intolerables, como una estrategia de defensa. A Estrella, el abuso sexual la lleva a comprender la vida únicamente como un ámbito de alegría sensorial y excitación desenfrenadas, sin reconocer las diferencias de edad, género o parentesco, que se convierten en límites, y permiten organizar el deseo y establecer los principios de organización psíquica, social y cultural, que a su vez aseguran la permanencia de los vínculos humanos.
No fue fácil para este par de científicas, que han dedicado su vida al estudio de lo consciente y de lo inconsciente como facetas de la mente, asimilar esta realidad de la primacía de lo no psíquico que, seguramente, las llevará a proponer replanteamientos teóricos para su disciplina.
El gran desafío de las ciencias sociales
Las investigadoras reconocen la dimensión del desafío generado por su trabajo y subrayan que la mitigación del problema se daría como resultado de políticas integrales de prevención, iniciadas de inmediato, con horizonte de largo plazo.
“La prevención no es decirles a las personas: ‘quiéranse, no se golpeen’. Se trata de pensar por qué, a pesar de querer a nuestros hijos, a nuestra pareja, no podemos actuar en consecuencia; cómo eso que hacemos tiene una historia larga de experiencias similares en contextos que no ofrecen experiencias contrastantes. Entender que no es problema de buenos y malos, sino de personas que han encontrado la violencia o la sumisión como formas de sobrevivencia. Si no me puedo ver a mí mismo como sujeto digno de cuidado genuino, no voy a poder ver al otro de la misma manera”, puntualiza la profesora Torres.
Se necesitan intervenciones interdisciplinarias que favorezcan los procesos educativos, sociales, de salud y de cultura, que permitan a las nuevas generaciones salir de esa condición particular de supervivencia salvaje.
Para comenzar, es absolutamente indispensable incluir la dimensión psíquica en la atención a la población. Si bien es cierto que las instituciones cumplen con garantizar su supervivencia, no se está atendiendo la necesidad urgente de reconstruir su tejido psíquico.
Muchos de estos propósitos se conseguirían, por ejemplo, si a estas mujeres se les ofreciera un trabajo que les permitiera ir recuperando su lugar en la sociedad, una experiencia acompañada por otros, un ejercicio de crecimiento personal, con espacio para la dimensión psíquica.
En las abuelas hay esperanza
Desde otra perspectiva, las abuelas, que en su momento vivieron experiencias de maltrato, pueden convertirse en una oportunidad de cuidado para sus nietos, atrapados en la telaraña de la pérdida de capacidad psíquica. Este descubrimiento de Nubia Torres dio pie al proyecto titulado “Abuelas y prácticas colaborativas”. La investigadora ha encontrado que, con alguna frecuencia, las abuelas y madres de las mujeres maltratadas ayudan a sus hijas y nietos a encontrar una salida al círculo del horror en el que viven y sostiene: “Es como si, después de los años, ellas pudieran entender lo vivido, incluso, el maltrato infligido a sus propias hijas. Puede haber una reacción a ese modelo de repetición de la historia, porque ahora ellas tienen una relación distinta con sus nietos, y por fin han podido reconstruir una relación con sus hijas. ‘Aprendí a ser mamá, ahora que soy abuela’, dicen, y ello es signo de que su psiquis se vuelve a expandir un poco, en parte porque las urgencias vitales han cedido”.
Mantener los vínculos con la familia
La experiencia en instituciones de protección para los niños maltratados ha llevado a las investigadoras a identificar un problema grave en el difícil camino de la recuperación de los menores y a preguntarse: ¿qué será más grave para un niño: tener una familia que lo maltrata, o perderla del todo y sentir que no hay nadie que tenga interés en él?
El asunto está en que separar definitivamente a los niños de sus familias los priva de los aspectos positivos que estas les puedan dar, escasos pero existentes. Y ello no es posible cuando se plantea una ruptura total de los individuos protegidos con su núcleo de origen. La propuesta tiene que ver, entonces, con destinar parte del presupuesto asignado a los centros de protección, que es inmenso, al trabajo integral con las familias. El grupo ha descubierto que “los padres no son monstruos. Tienen problemas económicos, relacionales, históricos, pero algún gesto amoroso han tenido con ese niño y, si eso pudiera ser recuperado, la esperanza estaría sembrada”.
En definitiva, todo lo que se haga para crear condiciones más benévolas y armónicas en la célula de la sociedad colombiana es poco, con mayor razón, en un país que busca desesperadamente la paz. Para ello, la universidad debe volcarse decididamente sobre la realidad.
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