Transcurría la década de los 60 y a lo lejos, en pleno barrio popular de cualquier lugar de Latinoamérica, la radio. Un sonido llamativo corría por los aires, algo similar al son cubano o a la música tradicional puertorriqueña, pero no lo era; posiblemente un jazz, pero tampoco. ¿Qué sonaba? Era la mezcla de todos y a la vez de ninguno. ¿Quién la interpretaba? Difícil reconocerlo: ¿un puertorriqueño, venezolano, colombiano, cubano, panameño tal vez? Indescifrable, solo se sabía que los cantantes eran latinos, el sabor estaba implícito en cada nota, en cada letra.
En época donde las migraciones eran constantes, los de cultura negra y origen afroantillano viajaban de un lugar a otro llevando consigo ritmos tradicionales (la bomba y la plena de Puerto Rico, el merengue dominicano, la cumbia y el currulao colombianos, el tamborito panameño o el calypso de las Antillas menores), y con ellos nació la salsa, un nuevo género musical estallando en letras que le cantaban a lo popular, al desarraigo y a lo marginal.
Los barrios latinos de Nueva York, entre ellos el Spanish Harlem y el South Bronx, fueron por mucho tiempo el singular laboratorio donde, derivado de ritmos antillanos, guajiros y campesinos, se creó este folklore como una experiencia de entretenimiento dirigida a muchos migrantes latinos que frecuentaban los salones de baile. “Al llegar a Nueva York y enfrentar el desarraigo y los problemas ligados a la vida urbana, los inmigrantes latinos reconocieron en estos ritmos su esperanza”, expresa el investigador y sociólogo javeriano Nelson Gómez, quien ha dedicado 10 años de su vida a seguirle la pista a la salsa, su historia y lo que este ritmo, como huella que no se borra, ha dejado en las sociedades que la escuchan y la bailan, convirtiéndose en parte de su identidad cultural.
El sorprendente conjunto de elementos musicales tomados del mambo, la descarga, el bolero, el jazz y el bogalú, ha agrupado este “sonido bestial”, como lo reconoce Gómez, sumado a las vivencias de la calle y de lo cotidiano que en sus letras se relata. Por otra parte, la asociación entre personajes como el empresario estadounidense Jerry Massuci y el líder de la música cubana dominicana, Johny Pacheco, resultó en 1964 en un sello discográfico que reunió a los mejores músicos de salsa del momento, quienes de forma revolucionaria y con el nombre de Fania All Star impulsaron el nuevo ritmo en América Latina.
Qué rico, qué rico bogalú bogalú, bogalú, qué rico bogalú (bis)
Oye, ven, vamos a bailar, no hay nada más rico que cumbanchar
No hay nada más rico que vacilar
Tus pies no deben parar, no dejes de gozar…
La exuberancia de esta expresión musical, con su valioso patrimonio de ritmos, entró a los barrios populares de Latinoamérica por diferentes canales (los conciertos, los salones de baile y por el mercado de discos de casi todas las ciudades), pero Gómez menciona que uno de los medios de difusión más importantes fue la radio.
Lo bailan en Venezuela, lo bailan en Panamá.
Este ritmo es africano y donde quiera vá acabar.
A Colombia el género llegó en los setenta y se difundió con rapidez. El investigador comenta que desde su llegada y masiva difusión, la salsa nunca fue vista como extraña o ajena, sino que siempre se asumió como propia. Su ritmo era toda una sorpresa y producía un inevitable aumento en la temperatura emocional, especialmente en los jóvenes.
“Ellos empezaron a escuchar música en la radio de los años 70 y, cuando se dieron cuenta de que la salsa hacia parte de un gran repertorio, reconocieron en ella una música de muy buena calidad y un nuevo gen que haría parte de la tradición”, dice el investigador.
No había titiritero que manejara pies y manos; al escucharla, el cuerpo solo quería moverse. Esto se tradujo en la creación de agrupaciones salseras orquestales y de baile, distintivamente en Cali, pero, sin duda, la salsa forjó un significado social y cultural que se incorporó a través de lo que Gómez define como “la educación sentimental”. Es decir, fue con las experiencias festivas, los carnavales, festivales, eventos salseros, el comercio de la salsa, la tertulia salsera, el coleccionismo de acetatos principalmente, el baile y los músicos de salsa que se construyó sociedad, familiaridad, relaciones en las calles y se dibujaron territorios de goce en torno a la salsa.
“La salsa cautivó los oídos, colonizó los gustos y dominó los cuerpos”, así lo hacen saber los profesores Nelson Antonio Gómez y Jefferson Jaramillo en su investigación Salsa y cultura popular, que se publicó en el libro De norte a sur: Música popular y ciudades en América Latina (2015). Asimismo, la salsa dio licencia de poner la tristeza en canciones de ritmo alegre que han pasado de generación en generación; de indignarse, de emocionarse, de contar lo popular, de reír y de llorar.
Después del gran auge de este género en los 70 y su fuerte contenido de denuncia social, con el que se identificó la cultura popular, en los 80 y 90 empezaron a circular canciones amorosas y sexuales, dando origen a la salsa romántica. Ya entrado el siglo XXI, como bien cultural, la salsa se mantiene fija en nuestra identidad: ha hecho parte de los procesos de crecimiento, madurez y sociabilidad de nuestro país y lo continúa haciendo.
Para nuestros días, versos como “pronto llegará / el día de mi suerte”, “me importa tu ausencia / te sigo esperando”, “qué bueno es vivir así / comiendo sin trabajar”, “ella era una chica plástica / de esas que veo por ahí” o “la vida te da sorpresas / sorpresas te da la vida (…) quien a hierro mata / a hierro termina”, siguen resonando en la memoria pero también los apropian las nuevas generaciones; han descrito, con singularidad, un abanico popular de realidades y han liberado sensaciones, sentimientos y distintos estados de ánimo.
Tan revolucionaria fue la exposición salsera que pasó de cautivar los espacios populares a fascinar a la clase media y llegar a las élites de las ciudades, quienes la incorporaron a sus actividades sociales, reuniones y festividades de acuerdo con su propia idiosincrasia. Este ritmo ya no sonaba solo en las esquinas del barrio y dejó de ser exclusivo de los jóvenes: sonaba en las cocacolas bailables, las viejotecas, aquellas que nacieron a finales de los 90; también en la casa, en las reuniones sociales privadas; unió a los inmigrantes, a la gente de calle y a los de conservatorio, y si algo queda claro es que “la salsa se ha caracterizado y se caracteriza por desenvolverse en los circuitos comerciales de la fiesta”, como asegura Gómez.
“Más que como un género musical, la salsa se debe abordar como una experiencia sociocultural similar a la literatura: una manifestación artística que establece una narrativa sobre la identidad cultural de cada territorio, que comprende la transformación de las ciudades y sus poblaciones”, resalta.
La salsa ha sabido adaptarse a las diversas formas de comercialización para permanecer vigente, y espacios como los festivales públicos (Salsa al Parque en Bogotá, el Mundial de Salsa o la feria en Cali) o las fiestas y carnavales populares de distintas ciudades han contribuido a que el género se mantenga, se convierta en patrimonio y convierta a países como Colombia en referentes del género; de hecho, según el investigador, suele afirmarse que este país es uno de los pocos donde la salsa mantiene su prestigio por los festivales que tienen lugar en las principales ciudades y la adopción del ritmo como propio.
Sin embargo, así como la salsa ha sabido trascender fronteras, no ha sido ajena a fenómenos sociológicos como el florecimiento de nuevos ritmos que han hecho de su época dorada un recuerdo. “Hoy la salsa no es la de las grandes mayorías, ahora es el reggaetón como en su momento lo fue el rock, pero es parte de la vida comercial y se mantiene presente”, dice Gómez; tampoco ha sido ajena a la muerte de la ‘vida de barrio tradicional’ como escuela: las fiestas de barrio o de esquina como espacios de aprendizaje de los pasos de baile han dado lugar a las academias de danza, y, por su parte, las emisoras comerciales dedicadas a la salsa han desaparecido. Los programas especializados han sido relegados a las emisoras universitarias, culturales y públicas.
A pesar de los cambios que ha atravesado la narrativa del género, hay que decir que, aunque pasen los años, cambien las letras y la modernidad camine acelerada, la salsa está puesta como un libro para leernos a nosotros mismos, para leer las transformaciones de nuestras ciudades y nuestros pueblos, sacando a la luz las emociones de las épocas. Bailar las canciones puede ser una buena forma de leerla y escuchar salsa como escuchar un audiolibro de nuestra historia.