No es fácil ser una mujer privada de la libertad en Colombia. Más allá del dolor personal por verse separadas de la sociedad y de sus propias familias, adentro viven su propio calvario: con noticias a cuentagotas sobre sus hijos, lidiando con carencias graves de productos para el aseo personal, con la incertidumbre de qué pasará en el mundo exterior cuando recobren la libertad, aprendiendo oficios como costura y confección que tal vez no les dé para mantener a los suyos, soportando una sobrepoblación de mujeres con sus mismas preocupaciones, sus mismas angustias, sus mismos temores.
Para determinar la realidad de esta población, un equipo de investigadores de las facultades de Ciencias Jurídicas y Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana, apoyados por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), de México, recorrieron siete cárceles colombianas y entrevistaron a 1.123 internas para entender sus necesidades, su realidad.
Los resultados no solo dibujan un perfil de las mujeres detrás de las rejas, también dejan en evidencia una situación que puede convertirse en un círculo vicioso.
Según cifras del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC), 8.203 mujeres se encontraban privadas de la libertad en las cárceles de Colombia en enero de 2019.
Las reformas penales de los últimos 28 años han dictado penas más severas contra delitos menores, lo cual ha aumentado la población carcelaria del país.
Por ejemplo, en 1991 había 1.500 reclusas en Colombia. Este número creció un 429% al cabo de esos 28 años, cuando se registraron 7.944 internas en 2018.
La Corte Constitucional ha criticado la falta de un enfoque de género en el sistema carcelario colombiano, pues ha evidenciado que las mujeres privadas de la libertad sufren el abandono del Estado y la vulneración de sus derechos.
Con sus encuestas, los investigadores construyeron un perfil de las reclusas: mujeres cabeza de hogar, que se criaron bajo difíciles condiciones económicas, víctimas de violencia y con una baja escolaridad.
En la cárcel, ellas reciben capacitaciones en tareas manuales, como costura, artesanías, confección; para los investigadores, estos oficios están alejados de las exigencias del actual mercado laboral, que pide habilidades en sistemas o idiomas.
Esto afectaría seriamente sus posibilidades de encontrar una actividad bien remunerada cuando recobren la libertad, lo cual volvería a llevarlas al círculo vicioso de oportunidades limitadas en el cual el crimen, más que una opción, se convirtió en una necesidad para mantener a sus familias.
Los académicos esperan que esta investigación pueda convertirse en un insumo fundamental para construir una nueva política pública en torno al sistema carcelario, y así mejoren las perspectivas de las mujeres privadas de la libertad.
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