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El mundo universitario, en su universalidad y en la razón que impulsa sus saberes, no debería estar permeado por estereotipos, imaginarios o estigmatizaciones.

Estereotipos: Los otros, nosotros mismos

Freddy A. Guerrero

Departamento de Ciencias Sociales, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales

Pontificia Universidad Javeriana, Cali

Corría el año 2012, siete años después del inicio de la desmovilización de los grupos paramilitares en el país. Sin embargo, algunos de sus exmiembros, que en principio no eran identificados como criminales de guerra o de lesa humanidad, pero que habían participado en acciones delictivas, se encontraban en lo que se denominaba coloquialmente un limbo jurídico: a pesar de haber respondido a los procesos de reintegración, su situación jurídica aún no estaba definida o resuelta. Para solucionar esto, se estableció, entre otros requisitos, el contribuir a la verdad sobre su responsabilidad en las acciones propias o en las del grupo al que habían pertenecido, a fin de recibir los beneficios jurídicos de las leyes de justicia transicional que los cobijaba. 

En aquel año, mi trabajo consistía en recoger algunas de las contribuciones a la verdad a través de extensas entrevistas y encuestas que podrían tomar un día o incluso varias jornadas, dependiendo del entrevistado o entrevistada. Había trabajado en el pasado con víctimas del conflicto y sus experiencias me hicieron más sensible y partidario de su dolor, así como de la impotencia y la recriminación constante hacia los victimarios. Mi perspectiva sobre la monstruosidad de ese aparato de muerte llamado paramilitarismo se extendía fácilmente a quienes hubieran pertenecido a cualquiera de sus bloques. Había romantizado a las víctimas y deshumanizado a los victimarios, construyendo estereotipos que presentaban una realidad sin matices. 

Recuerdo tres experiencias que han ido mermando esos estereotipos, concebidos como generalizaciones que le dan una identidad fija a un sujeto y contribuyen a su estigmatización y exclusión. 

Mi primera experiencia ocurrió durante una extensa discusión con un funcionario que acompañaba institucionalmente a exmiembros de un grupo armado en los Llanos Orientales. En mi equipo nos referíamos a ellos como "exparamilitares", quizás con la implícita intención de mantener presente su adscripción pasada. Mientras tanto, el funcionario defendía llamarles "personas en proceso de reintegración". La discusión nunca fue zanjada. 

Mi segunda experiencia ocurrió en una institución educativa en el Eje Cafetero, donde mi equipo y yo íbamos a realizar un taller para explicar la ley que resolvía el limbo jurídico mencionado anteriormente, y cómo la contribución a la verdad era central en este proceso que continuaríamos posteriormente con entrevistas. Al entrar al salón, nos encontramos con un ambiente cálido y bochornoso, lo que quizás tenía un doble sentido, ya que muchos de los rostros me resultaban familiares. Reconocí a la mitad de los “exparamilitares”, quienes años atrás había conocido y algunos acompañados como víctimas tanto de la guerrilla como del paramilitarismo en el sur de Córdoba. Algunos me saludaron, no sin sorpresa, mientras que otros y otras trataron de evitar mi mirada y agachar la cabeza. Durante el receso, algunos justificaban rápidamente su rol en el grupo mientras nos reconocíamos. Debo decir que había personas realmente buenas que me conmovían en esa doble condición de víctimas y victimarios. 

Esa noche, mientras reflexionaba sobre la experiencia, recordé un libro que habíamos utilizado en nuestra preparación para el trabajo: "El efecto Lucifer", del psicoanalista Philip Zimbardo, coordinador de un experimento psicosocial de simulación en uno de los sótanos de la Universidad de Stanford, en el que gente normal asumía los roles de guardias y prisioneros, con las mismas consecuencias nefastas que en una cárcel real. Uno de los argumentos del libro se refiere a la posibilidad de convertirnos en los peores carniceros, incluso con la mejor formación o disposición ética, si se dan las condiciones adecuadas. También se habla de la posibilidad de ser héroes, a pesar de las condiciones, si contamos con la voluntad necesaria para resistirlas. 

La tercera experiencia ocurrió en otro entorno educativo, utilizado para llevar a cabo las entrevistas a personas en proceso de reintegración, esta vez en Popayán. Habíamos acordado una cita y yo ya estaba sentado en uno de los salones cuando la persona que iba a entrevistar, de unos 30 años y de estatura media, llegó a la hora acordada. Se acercó lentamente con un traje limpio y organizado para la entrevista, cojeaba debido a una lesión en una de sus piernas, su cabeza mostraba una cicatriz cerca de la sien. Durante la entrevista me contó que se trataba de un disparo alcanzo a penetrar su ojo, lo que lo hacía lagrimear constantemente y tener que limpiar lagrimas y lagañas cada 5 minutos con un pañuelo que llevaba consigo. En mi mente, su apariencia reflejaba las marcas de la guerra en la que había participado, el estereotipo se hacía palpable, el estigma hacía parte de la estigmatización. 

Durante su adolescencia, formó parte de pandillas en una de las comunas de Medellín y posteriormente se convirtió en sicario en el mismo escenario. Participó en la guerra entre el Bloque Metro y el Cacique Nutibará en 2001, y también estuvo involucrado en otra terrible vendetta entre grupos paramilitares en la zona del Caquetá, liderando por su arrojo y violencia algunas unidades militares. También recordaba mi entrevistado el maltrato familiar que sufrió durante su infancia en la comuna 13. A pesar de que le gustaría volver a Medellín, su hija, quien en ese momento tenía 5 años, solo podía escucharla en breves llamadas semanales. Según afirmaba, regresar a su ciudad natal sería firmar su propia sentencia de muerte. Mientras tanto, al mirar la foto de su hija, limpiaba sus lágrimas mezcladas de guerra, remordimiento y nostalgia, culpándose constantemente por su pasado y sus consecuencias. 

Por otras historias que relataba sabia que los beneficios jurídicos no aplicarían para él. Al día siguiente a algunas calles de allí, cerca de una capilla payanesa se encontraba mi entrevistado, con ropa maltrecha, recogiendo cartones, seguramente para obtener lo del diario vivir y con un drama humano del que no sabría el final. 

Preferí no hablar conceptualmente de los estereotipos, solo conducir estos recuerdos en la valoración de los propios sobre unos sujetos específicos, aquellas imágenes generalizables sobre los otros y sus diferencias, que de forma implícita niegan a la persona y su condición humana. Estereotipamos, estigmatizamos, excluimos igual a desmovilizados de las guerrillas, a los migrantes venezolanos, a los pobres por su pobreza y a los ricos por su riqueza, al igual que a cualquier otro por sus diferencias y tal vez en ellos solo encontremos a un próximo que por fortuna o condiciones pudimos ser nosotros mismos. 

El mundo universitario, en su universalidad y en la razón que impulsa sus saberes, no debería estar permeado por estereotipos, imaginarios o estigmatizaciones. Sin embargo, durante el paro cívico de 2021, las tensiones y reclamaciones que proliferaron en las redes sociales demostraron que estas categorizaciones estereotipadas aún persisten en el ámbito universitario. Las polarizaciones nacionales se reprodujeron en los microcosmos universitarios y el diálogo y argumentación, esencial para las interrelaciones académicas, se relegaron a eventos formalizados, mientras que las emociones se enardecían de ambos lados. 

Por lo tanto, es importante reflexionar profundamente sobre los estereotipos que, explícita e implícitamente, reproducimos en nuestra cotidianidad universitaria y que también se exacerban en momentos de crisis. Algunos de ellos se desarrollan de manera inconsciente, naturalizados por nuestra condición de clase, económica, origen social, género, autoridad, entre otros, en una suerte de inercia ego y etnocéntrica. Esta inercia impide la comprensión de la otredad, que, aunque cercana y llena de matices, todavía demanda el encuentro con nuestras diferencias. Este encuentro espontaneo o promovido institucionalmente, no debería buscar la homogeneidad o el falso consenso, sino ver en esas diferencias nuestra universalidad, desatando los nudos de categorizaciones estereotipadas y observando en el rostro del otro y sus diferencias, un espejo en el cual encontrar de forma racional y sensible los bellos y fructíferos matices de nuestra humanidad.