La techné de nuestra época: entre miedos, euforias y posibilidades

Hackear el caballo de Troya: la colonialidad del software, el Antropoceno y sus alternativas

Juan Carlos Valencia1

Cada día que pasa, los habitantes de ciudades como Bogotá, Cali, Medellín o Barranquilla invertimos más horas de nuestras vidas en el uso de tecnologías de todo tipo, que van desde sistemas hidráulicos que nos permiten ducharnos, hasta ascensores, tarjetas electrónicas de bancos, mensajes en redes sociales, audiovisuales producidos digitalmente, textos en procesadores de palabras y muchas otras tecnologías. Nuestras vidas están atravesadas por o dependen, de una manera fundamental, de la tecnología. Pero incluso las tecnologías ya se relacionan entre sí, se comunican entre sí, sin la mediación de seres humanos. La mayor parte del tráfico de datos en internet se realiza entre aparatos y programas, y ya no entre personas.

Esta importancia enorme de la tecnología en la vida actual genera un amplio espectro de opiniones y reflexiones, que van desde la euforia, el regocijo ante la creatividad que ejemplifica y las posibilidades que abre, hasta el pesimismo radical, el miedo ante la pérdida de autonomía y el descentramiento de los saberes propio de una era poshumana.

Buena parte de los debates habituales se preguntan si debemos ampliar el alcance de los usos de la tecnología y superar las llamadas brechas digitales, para llevarla a poblaciones marginadas y, supuestamente, intensificar sus posibilidades de desarrollo, consumo y empoderamiento; o si, por el contrario, estamos renunciando a nuestra ya limitada capacidad de agencia y entregándonos a fuerzas invisibles que se benefician de nuestra productividad y creatividad, y nos imponen formas de vida precodificadas, propias de las llamadas sociedades del control.

La discusión que quiero proponer en esta presentación versa sobre las cosmovivencias detrás del código. Es decir, sobre las formas de vida y de relación, los sistemas de prácticas y las cosmologías que se plasman en el software que hace operar muchas de las tecnologías que usamos. Quiero que conversemos sobre cómo ciertas lógicas civilizatorias se materializan en código, distinguen datos que tienen sentido de otros que supuestamente no lo tienen, y marcan las apropiaciones que hacemos de ellas desde ontologías múltiples.

Mi hipótesis es que detrás del código y el hardware que usamos masivamente hay una lógica civilizatoria singular, la misma que ha empujado a todas las civilizaciones del planeta a la llamada era del Antropoceno, y profundiza la artificial y letal separación entre seres humanos y naturaleza. Si esta hipótesis es válida, las luchas que más importan en este momento son la pluriversación del código y una transformación de la lógica de la tecnología, que la acerque a lo que algunas feministas (Lagarde, 2003) describen como la ética del cuidado.

Tecnologías, colonialidad y cosmovivencias

Martín-Barbero (2005) insiste en que las tecnologías no son neutras: sus orígenes, características de diseño, evoluciones y apropiaciones habituales surgen de “la condensación e interacción de intereses económicos y políticos con mediaciones sociales y conflictos simbólicos” (p. 44). Las tecnologías son lugares de sedimentación de cosmovivencias. Este concepto de cosmovivencias, planteado por Eliana Champutiz (2013, p. 131), nos remite a formas de conocimiento encarnado que generan acciones, promueven formas de relacionarse con los demás, con uno mismo y con la naturaleza. La creación de tecnología y el desarrollo de procesos particulares y creativos de apropiación no se dan a partir de iniciativas o prácticas individuales, sino desde cosmovivencias concretas.

Estas cosmovivencias no son islas. No es posible ya hablar de civilizaciones desconectadas o puras; el nuestro es un mundo de hibridaciones y procesos complejos de interculturalidad. Pero eso no quiere decir que no podamos hablar de un plano molar, de una lógica hegemónica que organiza el sistema-mundo moderno y se materializa de manera diversa en cada contexto, y que no por ello es menos influyente y totalitaria. Esa lógica —que las epistemologías del sur describen como colonialidad— es un patrón de saberes, jerarquías, idealizaciones y tecnologías de subjetivación que se empezó a formar con el inicio de la modernidad y la creación del sistema-mundo, a partir de 1492.

Es una lógica europea / capitalista / militarista / cristiana / patriarcal / blanca / heterosexual, que se convirtió en un patrón de poder hegemónico (Grosfoguel, 2008, p. 5). Opera desde afuera y desde adentro de Latinoamérica. Es una matriz de poder que intenta subyugar, transformar, crear sujetos y maneras particulares de comprender y vivir; como si fueran naturales, las únicas posibles (Castro-Gómez, 2005, p. 59). En esa matriz, la acumulación de capital se ha combinado con los discursos racistas, sexistas y patriarcales europeos. Crea a los “otros”, los torna en objetos, nos expulsa a todos de la naturaleza y la convierte en un “recurso”, universaliza sus criterios, y descarta, deslegitima o vampiriza los otros saberes, las otras cosmovivencias, que, aunque impuras e híbridas, han seguido transformándose desde 1492 y mantienen su potencia y gradientes de alteridad.

El código de muchas de las tecnologías que usamos es, entonces, moderno/colonial. Cuando queremos llevar esas tecnologías al otro lado de las brechas digitales con fines desarrollistas —pensando que así se vencerá el atraso, se sacudirá a las sociedades tradicionales de su letargo inmemorial, se construirá motivación y deseo por lo moderno, aumentará la productividad y se conducirá a esa otra humanidad, la no occidental, por el camino del progreso—, estamos de hecho profundizando la colonialidad del código. Propiciar la adopción generalizada de estas tecnologías garantiza “la hegemonía comunicacional del mercado en la sociedad, o mejor, la conversión de la comunicación en el más eficaz motor del desenganche e inserción de las culturas —étnicas, nacionales o locales— en el espacio tiempo del mercado” (Martín-Barbero, 2005, p. 27). Las intervenciones desarrollistas en el “Tercer Mundo” naturalizan un discurso desde el cual se supone que es necesario llevar la ciencia y la tecnología modernas a todos los públicos, sin distinciones; es decir:

llevar conocimientos a una sociedad ‘inexperta’, bajo el supuesto de que la vida de los ciudadanos es ‘empobrecida’ por la falta de los conocimientos científicos y tecnológicos. Así mismo, existe una noción implícita de que la ciencia y la tecnología por sí solas son benéficas y están exentas de intereses políticos y económicos. (Franco y Pérez, 2010, p. 13)

El código en la tecnología que usamos viene a ser un caballo de Troya. Detrás de esa forma concreta, situada, de la tecnología yace todo “el discurso hegemónico de un modelo civilizatorio, esto es, una extraordinaria síntesis de los supuestos y valores básicos de la sociedad liberal moderna” (Lander, 2005, p. 11). Las tecnologías digitales, unas entre muchas, pero quizá las más centrales en esta era de capitalismo cognitivo, están aparejadas entonces con un sensorium en particular. Los datos capturados, procesados y construidos por algunas tecnologías no son neutrales, están cargados de ideología y “situados en contextos socio-históricos y creados para alcanzar ciertos fines” (Kitchin y Lauriault, 2014).

Un par de ejemplos pueden permitirnos comprender mejor estas ideas. Benjamin Grosser (2014) empezó a preguntarse hace un par de años por qué Facebook cuantifica tantas de nuestras acciones habituales y nos muestra parte de esas cifras en su interfaz de usuario. Cuántos “likes” recibe algo que posteamos, cuántos amigos tenemos, cuántos nuevos mensajes y notificaciones recibimos. Sus investigaciones y reflexiones lo impulsaron a crear un código que se sobrepone al de Facebook, que elimina la visualización de esas métricas y las reemplaza por mensajes sencillos que indican vagamente que recibimos mensajes; es decir, a alguien le gustó lo que posteamos y hay alguna notificación o correo nuevo.

La explicación de Grosser a la abundancia de métricas en el código de Facebook y nuestra fascinación por ellas es que los diseñadores de esa red social, imbuidos por la lógica del capitalismo y el consumo, están contribuyendo a crear una cultura de la auditoría y la mercantilización en torno a nuestra necesidad de reconocimiento. Las métricas de Facebook nos permiten comprobar que tenemos más: más amigos, más “likes”, más mensajes. Y, a la vez, nos empujan a producir más contenido, a realizar más trabajo intelectual que aumente las cifras y eleve nuestro capital digital y el reconocimiento que recibimos.

Paul Virilio (1995) nos da otro ejemplo de cómo el código surge y promueve una cosmovivencia peculiar, cuando descubre el gran énfasis de los nuevos sistemas tecnológicos de comunicación en el tiempo real, en detrimento del espacio real o, incluso, la vida real.

Tecnologías moderno-coloniales y el Antropoceno

Los entusiastas de estas formas tecnológicas específicas se preguntarán si se trata solo de asuntos menores, de detalles en unas tecnologías que en general son benéficas para toda la humanidad. La respuesta a esta pregunta tiene que ver con el estado actual de lo que algunos llaman nuestra casa común. Las desigualdades se profundizan, el racismo y la discriminación de género se transforman y resurgen en lugares y con características inesperadas. Pero quizá lo más preocupante, lo más siniestro, es cómo la aspiración a una forma de vida, que Ulrich Brand y Markus Wissen (2013) viene llamando el modo de vida imperial, una forma de vida basada en el consumo sin límites, la comodidad a ultranza, las garantías materiales de todo tipo, el despilfarro y el espectáculo eufórico, está profundizando lo que se conoce como la era del Antropoceno.

Los seres humanos nos hemos convertido en una fuerza geológica con un impacto contundente e irreversible sobre el planeta. Hace solo unos meses, el nivel de CO2 en la atmósfera llegó a 400 partes por millón, un 25 % más que hace tres siglos. La temperatura promedio del planeta aumentó más de un grado, lo cual ha catalizado el cambio climático. Las tormentas devastadoras se alternan con sequías terribles; el nivel de los mares sigue creciendo y ya está afectando a ciudades como Miami y a islas del océano Pacífico; los picos nevados andinos siguen derritiéndose, ya se detectan migraciones de fauna hacia lugares más elevados; la acidificación de los océanos amenaza formas de vida más allá del alcance humano habitual; la extinción de especies es una noticia constante; y se teme que los impactos en la productividad agrícola empiecen a ser devastadores en las próximas décadas. Bruno Latour (2014) explica que en solo unas pocas décadas se ha modificado la estabilidad que existió en el planeta desde antes de la consolidación de la especie humana, hace millones de años. Nuestras decisiones están teniendo costos atroces y la factura nos está llegando a todos.

Sin embargo, a veces la literatura científica sobre el Antropoceno parece atribuir la responsabilidad por esta debacle planetaria a todos los seres humanos, cuando es claro que algunas civilizaciones y sus tecnologías asociadas han tenido que ver con ella más directamente. La Revolución Industrial despegó con fuerza en la Europa anglosajona del siglo XVIII, y se considera que la era del Antropoceno se inició con ella. Así, desde 1945, una economía basada en el consumo frenético, según Zygmunt Bauman (2005), el premio y fin último del trabajo para millones de personas, produjo lo que Steffen, Crutzen y Stroemer (2007) describen como la gran aceleración del Antropoceno. Las cifras lo ilustran con lamentable claridad. Se pasó de 60 millones de automóviles en la década de los cuarenta, a más de 900 millones en la década de los noventa. Los turistas internacionales pasaron de 45 millones a 960 millones en ese mismo intervalo de tiempo. Los tratados de libre comercio se multiplican, y barcos, aviones, trenes y camiones recorren miles de kilómetros para transportar mercancías y generar una huella de carbono que los economistas nunca tienen en cuenta. Esos mismos economistas siguen insistiendo en que el producto interno bruto (PIB) debe crecer cada año, que la producción tiene que aumentar, que se deben satisfacer necesidades básicas supuestamente universales, que hay que llevar el desarrollo y la infraestructura moderna hasta los últimos rincones del planeta.

La literatura tiende a pasar por alto no solo la causalidad civilizatoria del Antropoceno, sino, también, su causalidad en términos de clase. Como explica Malm (2016), a comienzos del siglo XXI, el 45 % más pobre de la humanidad generó el 7 % de las emisiones de CO2, mientras que el 7 % de los más ricos generó el 50 %. La idea de fondo de estos dogmas y del modo de vida imperial, como explica Josef Estermann (2014), es que la expansión humana en todas sus formas no tiene límites. Subyace una perspectiva androcéntrica de que los seres humanos estamos por encima de todas las otras formas de vida y materia del universo. Y una ausencia de cuidado de nuestra casa común.

Slavoj Zizek teme que, a pesar de que hay una conciencia cada vez más difundida de que el sistema capitalista está generando la destrucción del planeta, aun así, todos quieren seguir viviendo en él y esperan disfrutar de sus cada vez más desiguales beneficios. Un periodista radial colombiano, Néstor Morales, preguntaba a su audiencia hace algunos meses: “Entonces, ¿qué hacemos, nos quedamos verdes y pobres?”. Zizek (2011) explica que quienes viven en la utopía no son quienes sueñan con otras formas de vida, sino quienes todavía le apuestan a ese estilo de vida imperial: “Los verdaderos soñadores son aquellos que piensan que las cosas seguirán siendo como son indefinidamente. No somos soñadores. Somos los que estamos despertando de un sueño convertido en pesadilla” (Zizek, 2011). Paula Restrepo, profesora de la Universidad de Antioquia (2016), lo dice de manera contundente: el modo de vida imperial ya no es una opción, es una quimera; la realidad de la devastación ecológica está a la vuelta de la esquina, y si no empezamos desde ahora a construir alternativas, el planeta mismo nos va a obligar a hacerlo, tal vez cuando ya sea demasiado tarde.

Ninguna civilización del planeta puede escapar a alguna cuota de responsabilidad en esta debacle de nuestra casa común. Incluso las más sabias, las más conectadas con la naturaleza, han cometido errores y han contribuido, aunque en menor medida, a la devastación del planeta. Por otro lado, hay indígenas y campesinos que han transitado hacia el entorno urbano moderno en búsqueda de comodidades, a la vez que desde los entornos urbanos, incluso desde los occidentales, la deserción viene aumentando. De poco nos sirve en este momento desgastarnos en denuncias históricas y en recriminaciones. Sin importar si solo algunas civilizaciones fueron las principales causantes del Antropoceno o si lo fueron todas, los efectos nos impactan a todos por igual (Latour, 2014, p. 17). Pero también es claro que si no hacemos algo, si no nos comprometemos con lógicas distintas en la tecnología, y con usos y apropiaciones que partan de otras cosmovivencias, la vida de todos, humanos y no humanos, se verá seriamente afectada.

Hackear la tecnología o reinventarla desde el pluriverso

Quiero discutir ahora dos caminos posibles frente a esta situación: el primero, la subversión de la lógica moderno/colonial del código de la tecnología hegemónica en el momento de la apropiación (Valencia, Restrepo y Cardona, s. f.). El segundo, la producción de tecnologías con otras lógicas, que algunos describen como buen vivir e, incluso, buen conocer.

Raymond Williams (1997, p. 153), al estudiar la adopción específica en un contexto de tecnologías que podían tener ciertos usos proyectados, consideraba que las diversas decisiones a favor de una u otra forma de apropiación, con todos sus efectos culturales específicos, se toman de acuerdo con disposiciones políticas y culturales ya existentes en las comunidades, dado que la tecnología es apropiada de manera que sea compatible con el contexto. La apropiación puede ser, entonces: “un proceso social intencionado, donde de manera reflexiva, actores diversos se articulan para intercambiar, combinar, negociar y/o poner en diálogo conocimientos; motivado por sus necesidades e intereses de usar, aplicar y enriquecer dichos saberes en sus contextos y realidades concretas” (Franco y Pérez, 2010, p. 14).

Los usos de la tecnología son múltiples, culturalmente determinados y a veces hasta inimaginables para sus creadores. Como argumenta Morley (2008): “lo último que deberíamos hacer es cometer el error de imaginar que los medios y las tecnologías de comunicación son deseados, consumidos y utilizados solo para sus fines funcionales” (p. 255).

Un ejemplo puede ayudar a entender mejor lo que digo. Clemencia Rodríguez y Jeanine El’Gazi (2007) explican la forma como algunas comunidades indígenas interactuaron con una oficina del gobierno colombiano: la Unidad de Radio, del Ministerio de Comunicaciones, la cual les ofreció apoyo en la creación de emisoras propias, a partir del espíritu multiculturalista de la nueva Constitución que se aprobó en Colombia en 1991:

las comunidades indígenas profundizaron en el potencial de la radio en cada situación concreta de acuerdo con las características culturales de cada comunidad, su ubicación geográfica, sus relaciones sociales internas y con otras comunidades aledañas, así como con las necesidades de movilización de cada pueblo indígena. (p. 460)

Para algunas comunidades, asumir el montaje y operación de una emisora de radio significaba trastocar sus rutinas y órdenes sociales, así como su relación con el medio ambiente. Los kogi, que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta, en el norte de Colombia, consideraron que:

introducir una emisora de radio en la comunidad Kogi sería como apuñalar a la madre tierra con un arma directamente vinculada con procesos de globalización y occidentalización. Los Kogi perciben una emisora de radio como un conducto indeseable hacia cuestionables procesos de globalización occidentalizante. Para los Kogi, una antena de radio es un arma corto punzante que agresivamente une su territorio y cultura con el capitalismo global. Por lo tanto, los Kogi declinaron tener su propia radio. (p. 461)

Para otras comunidades indígenas —por ejemplo, algunas que habitan en la Amazonía—, la tecnología radial ofrecida no era útil para sus propósitos y solicitaron apoyo para la introducción de otro tipo de tecnologías que juzgaban más necesarias, como una red de telefonía celular, que no estaba disponible en su territorio. Otras comunidades consideraron que la propuesta estatal de instalar emisoras para que los indígenas se comunicaran entre ellos no tenía en cuenta que lo que querían era comunicarse con habitantes no indígenas de los territorios.

Las múltiples respuestas de las comunidades indígenas en este caso específico nos llevan a cuestionar la supuesta inevitabilidad de unas formas específicas de tecnologización, que a veces damos por sentadas o por deseables desde los entornos urbanos latinoamericanos. También, nos ayudan a cuestionar la desproporcionada centralidad de la tecnología moderna (Martín-Barbero, 2005, p. 30) para todas las culturas y contextos.

Es claro que las comunidades para las que, por razones de contexto y coyuntura, cobran sentido ciertas formas de apropiación de la tecnología moderna, se exponen a la presión que se ejerce desde el poder para adoptar también formas de apropiación que fomentan la dependencia, incrementan la desigualdad, atomizan sus sociedades y deterioran sus dispositivos propios de comunicación, cohesión social y política (Martín-Barbero, 2005, p. 30). Existe el riesgo de que para las comunidades ‘étnicas’, “la mediación tecnológica de la comunicación deje de ser meramente instrumental para espesarse, densificarse y convertirse en estructural” (Martín-Barbero, 2005, p. 28).

En el caso específico del audiovisual creado por comunidades étnicas, el uso de la tecnología moderna en las formas prescritas por el poder, irónicamente puede inducir transformaciones de las tradiciones culturales y epistémicas que las comunidades étnicas están tratando de defender (Schiwy, 2009, p. 9). Algunas comunidades, colectivos o realizadores individuales han optado por trabajar con las lógicas y aspiraciones de las industrias culturales modernas. Pero otras comunidades han construido formas distintas de relación con la tecnología moderna, que no se ha dado por una evolución “natural” e inevitable, ni por su adscripción y aceptación del ideario desarrollista, ni por el contagio irresistible de una modernidad avasalladora.

Ciertas comunidades étnicas que defienden su alteridad y su cohesión mantienen formas de decisión comunitarias, guiadas por autoridades que comprenden el poder de los sistemas de legitimación de las intervenciones modernizadoras, y que desde sus cosmovivencias vislumbran el impacto disociador y destructivo de apropiaciones acríticas de las tecnologías moderno/coloniales.

Las posibilidades de apropiación tecnológica chocan con las intencionalidades y lógicas proyectadas por los diseñadores de la tecnología. Pablo Mora (2015) cuenta una anécdota que sucedió en un trabajo con el colectivo indígena Zhigoneshi:

Un Kogi que era extraordinario, un hombre joven que tenía su propia cámara se grababa a sí mismo, tocaba la música […] y cuando llegaba a la sala de edición, después de dos horas de trabajo, él allí sólo, veía uno ese teclado chorreado de hojas de coca y él bravísimo, golpeando el teclado decía: no puede ser, ‘¿por qué Final Cut (que era lo que usábamos), no piensa como Kogi?’ Lo que pone un horizonte interesante en la tecnología, de cómo se apropia. Tanto que hemos pensado que se podría uno idear con un programador o ingeniero, aplicaciones diseñadas para el pensamiento y las lógicas internas de estas comunidades.

Ejemplos como este nos indican que no podemos limitarnos a confiar en la creatividad de las tácticas, en la capacidad de la diferencia, en la posibilidad de subvertir el código en el momento de la apropiación y el uso. Además de hackear el caballo de Troya de la tecnología hegemónica, tenemos que entrar al corazón del código y hacerlo pluriversal. Pero, ¿cómo programar desde la diferencia? ¿Realmente existe? ¿Hay opciones al código moderno-colonial?

A veces pareciera que no las hay. Según David Graeber (2013), en estos tiempos de neoliberalismo, especulación financiera y espectacularización mediática no se ven otras opciones. Los políticos, los CEO (directores ejecutivos), los burócratas del comercio internacional han hecho un trabajo lamentable tratando de crear una economía capitalista mundial, pero han logrado convencer a las mayorías de que el capitalismo es el único sistema económico viable y el modo de vida imperial, el único deseable. Para lograrlo, se ha constituido lo que David Graeber (2013) describe como un gran aparato de desesperanza. Un aparato que nos llevaría a bajar los brazos y resignarnos a un modo de vida que supuestamente sería el único posible, pero sobre el que se cierne la sospecha de que no tiene realmente futuro.

Lamentablemente, ese aparato es muchas veces reforzado por sectores críticos de la academia, obsesionados con el análisis del poder, que terminan reificándolo e invisibilizando sus contradicciones y grietas, e ignoran las opciones que se están construyendo (Sousa y Rodríguez, 2011). Ese aparato de desesperanza despliega una implacable campaña contra la imaginación humana, el deseo, la creatividad individual y todas las cosas que se supone fueron liberadas en los años sesenta. Se intenta que toda esa energía creativa disidente solo sea canalizada en el ámbito del consumo y en el uso sancionado de la tecnología.

Pero la colonialidad no ha sido totalizante (Castro-Gómez, 2009), no ha logrado absorber o eliminar la diferencia en el sistema-mundo. Los designios del poder colonial y de la colonialidad nunca han dejado de estar enfrentados. Parafraseando a Morley (2008, p. 277), la creencia de que solo existe una forma de civilización, la moderna, la del ‘capitalismo democrático’, y de que esa es la correcta, es pura metafísica. No todos estamos sumidos en el cinismo, la pasividad y la desesperanza.

El llamado buen vivir, por ejemplo, surgió en comunidades indígenas de la región andina suramericana. Hay usos genéricos, restringidos y sustantivos de ese concepto, pero creo que la idea de Gudynas de no perder el concepto de buen vivir, de usarlo de manera sustantiva como camino en el Antropoceno y como propuesta múltiple, constelación de alternativas y de prácticas, es potente.

El buen vivir, como explican Barranquero y Sáez (2015, p. 60), y Sierra y Maldonado (2016), no separa teoría de práctica, como tradicionalmente hace la racionalidad moderna, sino que es en sí mismo un conjunto localizado de prácticas de vida en comunidad y en armonía con la naturaleza, que expresa saberes, conocimientos encarnados. Como insisten los indígenas nasa del sur de Colombia: “la palabra sin acción es vacía, la acción sin palabra es ciega, la palabra y la acción por fuera del espíritu de la comunidad es la muerte”. Las alternativas a la modernidad se vienen construyendo en múltiples ubicaciones del sistema-mundo, que incluyen a América Latina, pero la trascienden: Irán, India, China, los aborígenes australianos, diversos pueblos africanos.

Una epistemología del buen vivir debe encontrar referentes, apoyos, aperturas y cuestionamientos en tradiciones o formas de vida compatibles, como el llamado Faqr o Qana’at, en Irán (Robert y Rahnema, 2001). Varios pueblos africanos hablan del ubuntu. Hay paralelos entre formas del budismo zen y de buen vivir, y la literatura académica reciente también está comparándolo con lo que pensadores europeos llaman decrecimiento y desmaterialización (Ziai, 2014). Actores sociales con estas apuestas no buscan reivindicaciones modernas (Zibechi y Hardt, 2013) ni desarrollo (Esteva, 1992; Bruno y Guerrini, 2011). Lo que buscan no es inclusión en un orden fracasado. No quieren más o mejor estado; por el contrario, le apuestan a la autonomía (Esteva, 2012) y a la comunalidad (Guerrero, 2013).

Computación poscolonial y otras formas de buen conocer

Para enfrentar el Antropoceno convergen ciertos elementos y se impulsan tecnologías que parten de cosmovivencias distintas a la hegemónica. Algunos le apuestan a crear lo que se está describiendo en la literatura como computación poscolonial (Irani, Vertesi, Dourish, Philip y Grinter, 2010), una forma de crear código que es consciente de su contexto cultural y de las dinámicas de poder que existen en él, no como problemas por resolver, sino como realidades que deben informar las lógicas programadas en la tecnología. Proponen pasar de un diseño realizado por un círculo de expertos localizados en un régimen de cosmovivencias particular, a un diseño centrado en comunidades y definido por ellas.

Desde otro contexto, en la región andina, otros autores y activistas hablan de buen conocer (Vila-Viñas y Barandiarán, 2015), y lo explican como “un proceso interesante de creación colaborativa de ‘inteligencia colectiva significativa’, en una simbiosis entre saberes, conocimientos y desafíos de vanguardia y de ‘aterrizajes’ contextualizados a las realidades cotidianas locales” (p. 8). Estos esfuerzos se conectan con los de “hacktivistas” de diferentes lugares, que luchan por diseñar aplicaciones basadas en otras cosmovivencias que promueven el cuidado, el respeto a la vida y la materia, defienden los datos abiertos y los comunes digitales (Mejias, 2013).

Es cierto que para diseñar aplicaciones con códigos surgidos de otras cosmovivencias es necesario adentrarse en el mundo complejo y cambiante de la programación, pero las barreras son hoy en día menos formidables que en el pasado, las formas de trabajo se dan más en equipo y las herramientas están más disponibles y libres. Por ello, colectivos urbanos latinoamericanos, más allá de la institucionalidad, vienen creando comunidades de resistencia y acción para demandar datos abiertos y transparencia de la administración pública; pero, también, para profundizar procesos de apropiación tecnológica, creación de tecnologías ciudadanas y constitución de redes que materializan nuevas formas de comunalidad y se convierten en espacios de intelecto colectivo.

Una investigación llamada “Ciudad de datos”, desarrollada en Colombia por profesores y estudiantes de la Pontificia Universidad Javeriana, entre 2015 y 2017, exploró entre otros temas las formas como actores colectivos en Bogotá y Medellín se vienen organizando para desarrollar formas de buen conocer. Una de las experiencias estudiadas fue la de un colectivo independiente que fomenta la agricultura urbana, la Red de Huerteros de Medellín (RHM).

Esta red nació de las inquietudes de un grupo de amigos y vecinos de un sector de Medellín, y ha ido creciendo paulatinamente, hasta incluir diversas partes de la ciudad y del mundo. Además de sus apuestas por la soberanía alimentaria, el rediseño de las ciudades, los alimentos orgánicos y la reducción de la huella de carbono, la RHM está también convirtiendo los huertos en espacios multifuncionales de articulación social, construcción de comunalidad y diálogos de saberes (https://redhuerteros.org). Algunos integrantes de la red se han dedicado a crear aplicaciones diseñadas con software libre para almacenar información sobre sus actividades, técnicas de cultivo agroecológico y bases de datos de las huertas que están estableciendo en espacios públicos y privados, por medio de herramientas de cartografía social como Open Street Map (https://www.openstreetmap.org). La plataforma Túpale, totalmente abierta y gratuita, se ha convertido en la base informática del trabajo de la red. En palabras de Yenny Valencia2 (2016), que ha venido trabajando de cerca con la plataforma:

Túpale nos da la posibilidad de que la gente misma lo haga y que además la gente que ve que le puede servir para otra cosa, pueda meter su conocimiento y desarrollarla más. En este momento la estamos apoyando dos personas, pero cualquier empresa o persona que tenga conocimiento lo puede seguir haciendo. No depende de personas que estén todo el tiempo moviendo el sitio. Lo que nos permite también Túpale es decirle a la gente: venga nútrala y vuélvala a subir a la plataforma. (Los diseñadores) casi no metemos información, actualizamos el sitio, que se vea bonito, lo movemos en redes sociales, que la gente lo conozca, pero realmente todo lo que está ahí es porque la gente, desde los adultos mayores hasta los niños lo llenan. El directorio de huertas es una cosa enorme, pero nosotros nunca hemos tenido que hacer muchos talleres para decir “venga, meta su huerta”, pues simplemente se soluciona de tal manera que es tan fácil de consultar que la gente va metiendo ahí la información y lo ve tan transparente y se da cuenta de todo lo que se puede hacer que no les da miedo como agregarla ahí.

Otro colectivo que encontramos en la investigación “Ciudad de datos” opera desde un espacio artístico llamado Platohedro, en Medellín (https://www.platohedro.org/). Allí, artistas que hacen residencias, vecinos del barrio y diseñadores de tecnologías alternativas han venido promoviendo lo que describen como La Jaquer EsCool, un espacio abierto a todas las personas que deseen compartir sus experiencias y prácticas sobre procesos de cuerpos y máquinas, de cacharreo en materia electrónica, hackeo a los miedos y exploración del arte y la biotecnología. Según su página web:

Durante el 2016 se realizaron 100 encuentros[,] entre talleres, laboratorios y conversatorios, en donde se abordaron temas como: Escritura, Electrónica básica: Electropsias, micrófonos binaurales, body noise y sintetizadores vestibles, Plataforma Github y navegador TOR, Radio, Libros Pop-up, Botánica: Herbario, Lab de aromas, ginecología y cosmética natural, Experimentación textil, Encuadernación, Conceptos básicos de la Música chiptune/8bit, Ciclehack, Seguridad Digital, Introducción del dibujo algorítmico, Stop Motion, Pedagogías alternativas y Ritmos no Humanos Experimentación con bacterias y transducción de sus microvoltajes en sonido. (Platohedro, 2017)

Alexander Correa (2016), director de Platohedro3, explicó:

los mismos chicos y Lina acompañaron el proceso y le dan la vuelta a lo que yo pensaba, muy metido en máquinas, cuartos oscuros y programando formas del cuerpo. Ha habido de todo y ahora Alejandra está trabajando más con el asunto de construirse su propia ropa, y en asuntos de alimentos, Coni estuvo trabajando todo lo de cacharreo con aparatos pero también hicieron toallas higiénicas, vibradores, shampoo, bálsamos.

Otras iniciativas de colectivos urbanos en Medellín tienen que ver con la recolección de datos de sensores medioambientales, diseñados con tecnologías baratas e instalados en diversas zonas de la ciudad para alimentar aplicaciones gratuitas que les sirven a los ciudadanos para monitorear su entorno y, por ejemplo, cultivar plantas de una manera más eficiente.

Reflexiones finales

Colectivos en el sur global desarrollan otras tecnologías que producen comida limpia de transgénicos y químicos malsanos (Rivera, 2015; Olarte, 2015), con ingredientes locales, producidos de acuerdo con los ritmos de la naturaleza. Le apuestan a formas autónomas de educación que no exporten jóvenes hacia trayectorias de supuesto ascenso social, sino que los conecten con su territorio y su gente (Esteva, 2012). Se reconocen parte de la naturaleza, buscan ser expertos de su territorio, pero no para explotarlo de forma destructiva, sino para convivir en él, al cuidarlo y cuidarse (Escobar, 2016). Saben que el crecimiento desmedido de las ciudades crea una carga desmesurada sobre el campo (Porto-Goncalves, 2014) y que hay que contener o transformar esa expansión, al llenarla de huertas urbanas, bicicletas, sistemas alternativos de energía y reciclaje.

Buscan vivir de maneras sanas, para no depender de una medicina ajena, que fomenta la dependencia, tiene efectos secundarios y sostiene vidas más allá de lo digno (Esteva, 2012). Son movimientos que no buscan imponerle nada a nadie, ni dictar cómo o a quién se ama (Arboleda, 2011). Son sociedades en movimiento, sin liderazgos permanentes o verticales; formas de democracia radical, localizada y reflexiva, que, a pesar de los inevitables desacuerdos y conflictos, reconocen en su diversidad una de sus fortalezas (Zibechi y Hardt, 2013). Son actores colectivos que aceptan con sabiduría vivir en condiciones sostenibles, que desde ciertas miradas se podrían entender como pobreza o austeridad, pero que rechazan la miseria, la pérdida de su potencia de actuar y sobrevivir en condiciones dignas (Robert y Rahnema, 2001). Según Arturo Escobar (2016), estos movimientos están a la vanguardia del pensamiento y la acción contemporánea.

Referencias

Arboleda, P. (2011). ¿Ser o estar Queer en Latinoamérica? El devenir emancipador. Íconos, Revista de Ciencias Sociales, 15(1), 111-122.

Barranquero, A., y Sáez, C. (2015). Comunicación y buen vivir. La crítica descolonial y ecológica a la comunicación para el desarrollo y el cambio social. Palabra Clave, 18(1), 41-82.

Bauman, Z. (2005). Trabajo, consumismo y nuevos pobres. Barcelona: Gedisa.

Brand, U., y Wissen, M. (2013). Crisis and continuity of capitalist society-nature relationships: The imperial mode of living and the limits to environmental governance. Review of International Political Economy, 20(4), 687-711.

Bruno, D., y Guerrini, L. (2011). Cultura y posdesarrollo: enfoques, recorridos y desafíos de la comunicación para otros mundos posibles. Signo y Pensamiento, 30(58), 157-168.

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1 Doctor en Comunicación, Estudios Culturales y Música, magíster en Comunicación y Especialista en Estudios Culturales. Ingeniero electrónico. Investiga sobre los medios y su relación con procesos de subjetivación y colonialidad y la entrada de internet en Colombia, entre otros. valencia.juan@javeriana.edu.co

2 Entrevista realizada conjuntamente con Paula Restrepo, coinvestigadora del proyecto y profesora de planta de la Universidad de Antioquia, Medellín.

3 Entrevista realizada conjuntamente con Paula Restrepo, coinvestigadora del proyecto y profesora de planta de la Universidad de Antioquia, Medellín.


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