Tarea de todos
Nos creímos el cuento que internet y que los nuevos medios eran un mundo sin límites. Pero la realidad, tozuda como es, nos ha venido aterrizando poco a poco. Cuando creíamos que por fin había parecido un soporte abierto, como un barril sin fondo, para decir cuánto queríamos, en extensión y en alcance, emergieron la brevedad y la susceptibilidad como condiciones para entrar en la onda de la conversación digital. Si algo ha quedado claro en las más recientes polémicas mediáticas, con políticos, caricaturistas y periodistas a bordo, es el recobrado poder de las palabras y el efecto inusitado que pueden causar en usuarios variopintos en un ecosistema, como la red de redes, básicamente emocional, catárquico y caótico. Es cierto que hemos ido aprendiendo lentamente, así sea a punta de ensayo y error como en las comunidades primitivas que también se peleaban la palabra, porque en los comienzos también eran horizontales, pero los peligros digitales crecen a velocidades exponenciales. Es verdad que internet es como la vida porque forma parte de la vida misma. Por eso, hay que comenzar por dejar atrás esa visión binaria, bipolar y mutuamente excluyente entre lo que pasa en eso que llamamos realidad frente a los que sucede en la mal denominada virtualidad. No somos distintos y no quedamos exentos de ninguna responsabilidad cuando chateamos o escribimos en redes sociales como lo debe saber ahora el senador Álvaro Uribe Vélez a raíz de su malhadado trino contra Daniel Samper Ospina. Esa acción desmedida que tenía como fin acallar una voz crítica y, de paso arrinconar a quienes investigan, pero sobre todo se atreven a preguntar, ha dejado otras consecuencias por las sensibilidades que toca. En primer lugar, corrobora que, como sociedad, seguimos partidos por lo menos en tres partes: los que se retan desde polos opuestos, cada vez con menos ideología – aplastada por las bajas pasiones- y los que miran con indiferencia, asco o indignación. Segundo, que, con esa sectarización, con base en creencias y emociones, estamos minando el debate público, la posibilidad de diálogo y de reconciliación. Tercero, que las audiencias no han sido formadas para tener y hacer uso de la palabra y que quienes están llamados a guiarlos no dan buen ejemplo por egoísmo, ignorancia, megalomanía o todo ello junto. Cuarto, que esos discursos son como floreros de Llorente que abren la puerta a medidas totalitarias y antidemocráticas como los proyectos de ley que ya se plantean para regular las redes sociales. Quinto, que, en esa función de tubo de escape de las redes sociales, siempre será menos malo el insulto y la grosería que la eliminación física del otro. Sexto, que no hay necesidad de nuevas leyes y nuevos castigos para los abusos a través de medios digitales toda vez que, como hemos dicho, son parte de nuestra vida ordinaria y de su legislación. Y séptimo, que, en todos los casos, la formación, la alfabetización especial y la autorregulación son la única vía y tarea de todos para hacer de la red el complemento vital que estuvo desde sus inicios como una promesa.