1 de abril del 2015 | Edición N°: Año 54 N° 1306
Por: Jorge González Jácome | Director Departamento Filosofía e Historia del Derecho Facultad de Ciencias Jurídicas



Como se muestra en un reciente estudio sobre la historia de la Corte Suprema, la inconformidad con la justicia del país no es novedosa. Entre 1886 y 1990 hubo varias reformas a la estructura de las altas cortes que pretendieron dar mayor independencia a estos tribunales y mayor transparencia a la elección de sus miembros así como a su gestión. El país ha vivido, prácticamente, en una eterna discusión sobre la justicia desde hace al menos un siglo.

Esta discusión tiene muchas facetas. Una de ellas, por ejemplo, se refiere a la eficiencia de los procesos y la manera como se equilibra esto con el debido proceso de las partes. Otra, y es la que me interesa acá, se concentra en estructuras y balances institucionales. Así, por ejemplo, bajo esta faceta, un tipo de preguntas gira en torno a la elección de los magistrados  de  las  altas  cortes  –¿lo  hace el   presidente,   el   propio   tribunal,   el Congreso?–  y  cómo  esto  garantiza  un funcionamiento  más  independiente  de las Cortes respecto a poderes políticos, económicos o gremiales.

En razón al actual escándalo que rodea a la Corte Constitucional esta faceta parece haber ganado prioridad en la agenda política del momento. La receta que nos ofrecen para no repetir la actual crisis radica en dar menos espacios de discrecionalidad a los jueces, cerrarles procedimientos no supervisados y controlarlos de una manera más decidida.

Estas  soluciones  son  problemáticas  porque  algunas  de  las teorías jurídicas más convincentes de las últimas décadas indican  que  la  discrecionalidad  no  puede  ser  eliminada  totalmente. Queda siempre un espacio donde el juez va a tener una dosis de libertad por varias razones: se podrá argüir que hay un vacío o laguna, que es un caso nuevo diferente de los anteriores, que la norma que regula el caso es menos restrictiva que lo que se creía inicialmente y no cobija al caso presente, etc. Las normas dejan espacios abiertos: el derecho no es “La Única Solución”.

Somos unos fetichistas de la norma jurídica: creemos que el derecho siempre nos va solucionar el problema. Unas palabras abstractas  consagradas  en  unos  documentos  denominados “constituciones” o “leyes” sólo son insumos que guían. Pero detrás de toda norma y su aplicación hay seres humanos, con pasiones,  convicciones,  creencias,  ideologías  y  éticas  divergentes. Y quizá en esto último está la respuesta: si no pasamos por una discusión pública con dimensiones morales sobre lo justo y lo injusto el círculo del debate sobre reforma a la justicia siempre va a tener la misma forma, repitiéndose quizá eternamente bajo el gobierno de tecnócratas de la justicia.

La reforma a la justicia no se soluciona  de  un  plumazo  que  venga  del  Ejecutivo  o  del  Legislativo,  ni  nombrando comisiones  de  “sabios”  que  deciden  el mejor  balance  institucional  luego  de leer  libros  o  dar  cuenta  de  una  experiencia comparada. Debemos tener una discusión democrática y amplia sobre la justicia: sobre las expectativas ciudadanas y sobre las razones por las cuales ha resultado tan complejo satisfacerlas en este ámbito. Y por ello debemos, en momentos de transición, ser transparentes y determinar la forma como la justicia se politizó alrededor del conflicto armado que involucra a paramilitares, al estado y a las guerrillas. La justicia también requiere una “transición” honesta y no reformas de arriba hacia abajo que aparecen como impuestas: mucho menos cuando estamos construyendo “la paz”.