abril 2012 | Edición N°: año 51, No. 1276
Por: Redacción Hoy en la Javeriana | Pontificia Universidad Javeriana



La relación profesor-alumno, que es el núcleo de la Comunidad Educativa Javeriana y está a la base de la función docente en todo centro de Educación Superior, es objeto de serios análisis en la actualidad. Las circunstancias en que se da esta relación hoy en día han cambiado significativamente en las últimas décadas. Atrás van quedando las épocas de unos estudiantes sumisos y respetuosos, -muy bien educados, dirían algunos-, con capacidad real de atención durante todo el tiempo de una clase apoyada en la voz del profesor, a veces también en libros, láminas y diagramas que se desplegaban sobre la pared, y por supuesto, en la tiza y el tablero.
A ese tipo de estudiantes les resultaba atractiva una clase magistral, de esas que aún se dan en las aulas universitarias, con sus defensores y detractores, en las cuales el profesor hace gala, tanto de sus conocimientos como de su capacidad de expresión. En este contexto, al alumno le corresponde escuchar el discurso de su profesor, disfrutar su sabia exposición, también tomar notas que después le permitan repasar el respectivo contenido, y si el tiempo lo permite, formular preguntas y conocer sus res- puestas. En la Javeriana muchos casos ha habido de profesores extraordinarios que con este método se ganaron el respeto y el afecto de sus alumnos. ¡Cómo no recordar la maestría, por ejemplo, de un hombre como Jaime Hoyos, S.J.!
Diversos factores han cuestionado este esquema que por siglos probó su bondad. Se puede decir que el estudiante de hoy en día, en general, es hijo de la tecnología, creció en un mundo al instante e inalámbrico, atrapado en pantallas, “a tiro de click”, controlado digital o táctilmente, que ofrece infinitas posibilidades, entre ellas, mil maneras de pasar el tiempo. En este medio se ha impuesto la imagen y el homo videns, y a su lado ha surgido el imperio del show o el entretenimiento, cimiento sólido de “la civilización del espectáculo”. No puede sorprendernos entonces que al joven estudiante de nuestro tiempo, fácilmente le resulte aburrida una clase, así sea una buena, rica en contenido, dictada por un hombre sabio, incluso de humor fino.
También la tecnología ha llevado a los jóvenes de hoy, desde la misma cuna, por el mundo fascinante de la interactividad y la multitarea, -término propio de la informática que hace referencia a la capacidad de adelantar eficazmente y en forma simultánea diversas operaciones-, que elimina al espectador pasivo, capaz de contemplar y admirar, y lo sustituye por un sujeto activo que debe tocar algo recurrentemente, interrumpir o ser interrumpido, para poder sentirse vivo y respetado. En un contexto así, el silencio, la quietud y la escucha se rechazan, generan ansiedad, atentan contra la debida participación, y por supuesto, no resultan divertidos. Esto explica por qué el teléfono celular no se puede apagar en una clase y mientras aparentemente un estudiante toma notas utilizando el portátil, lo que hace en realidad es ‘charlar en línea’, o revisar correos y contestarlos.
La situación descrita se agrava con el analfabetismo contemporáneo que se evidencia en muchos jóvenes con serias deficiencias para hablar, también para escribir unas líneas más allá de lo que permite un trino o un mensaje de texto, poco amigos de la lectura y lo trascendental; todo ello unido a una cierta y elogiada irreverencia, para decirlo en una sola palabra. En efecto, los muchachos son hoy más libres para expresar lo que piensan o sienten, para contestar con altivez, ejercer sus derechos y exigir que les sean respetados, dejando así sin espacio a la prudencia, la moderación o la discreción, asiladas todas ellas en las páginas amarillentas de antiguas y desconocidas cartillas de urbanidad. Esta especie de destape que no reconoce autoridad, que exalta la espontaneidad y la franqueza, fácilmente se puede convertir en irrespeto y grosería.
Así las cosas, el profesor de nuestro tiempo necesariamente se siente algo intimidado. Sabe que requiere una mayor preparación para enfrentar con posibilidades de éxito su labor docente, sin renunciar a la exigencia ni apelar a prácticas populistas, sin ajustar su quehacer simplemente a lo que juzguen aceptable sus alumnos. Por supuesto, surgirá la tentación de renunciar a un oficio que de repente se ha hecho difícil, de bajar la guardia, disminuir el esfuerzo, y finalmente perder el optimismo. Sin embargo, no podemos olvidar que esta noble y maravillosa tarea está teñida de la aventura propia de un espíritu juvenil que sabe de frescura y curiosidad, y permanece abierto a la novedad y la osadía; y que los estudiantes de hoy en día nos piden que comprendamos mejor su circunstancia y descubramos en ella verdaderos desafíos. Sólo tenemos una salida: acompañar la sólida preparación académica del profesor y su actualización, con el uso ponderado de los extraordinarios medios de comunicación y nuevas tecnologías de la información, lo mismo que con una aquilatada condición humana que haga de él un ser atractivo e inspirador, seductor, cálido y respetable, que sea motivo de esperanza, y merezca la admiración y la confianza de su alumno