septiembre 2017 | Edición N°: año 56, nro. 1331
Por: Carlos Julio Cuartas Chacón | Asesor del Secretario General y Director Ejecutivo de la Fundación Luis Carlos Galán.



Sencillamente maravillosos fueron esos días que el papa Francisco estuvo en territorio colombiano. Desde su recibimiento en El Dorado hasta su despedida en el aeropuerto de Cartagena, todo fue euforia, bullicio y entusiasmo. No faltaron, por supuesto, los minutos preciosos de recogimiento y silencio para escuchar sus palabras y elevar nuestras plegarias. Fue fugaz y memorable la visita del Santo Padre a Colombia, como lo fue su paso frente a una Javeriana especialmente engalanada. ¡Emocionante! Pensamos, naturalmente ‘con el deseo’, que tal vez detendría su marcha y estaría un rato con nosotros, pero sucedió lo que estaba previsto y registraron millares de cámaras. El fenómeno Francisco, como algunos denominan lo que ha sucedido con el pontificado de este jesuita argentino, elegido cuando se acercaba a los 80 años de edad, no surgió de la nada. Hay que ver su trayectoria, sus escritos, sus luchas a lo largo de la vida, antes de salir a la logia de las bendiciones y capturar la mirada de millones de seres humanos, propios y extraños, que en su inmensa mayoría no sabían nada de él. Fue entonces cuando el Padre Jorge se convirtió en esa poderosa figura mundial que como se vio en Colombia, moviliza multitudes. Se podría decir que no hay un cambio radical entre lo que era el arzobispo de Buenos Aires y lo que ha sido el obispo de Roma. Y, sin embargo, a su paso por el cuarto de las lágrimas, donde en un momento de pasmosa soledad, dejó para siempre su ropaje purpurado, donde rechazó ornamentos y vestiduras ostentosas, donde vistió por primera vez la sotana blanca y el solideo de ese color; ahí, algo extraordinario sucedió que, sin duda alguna, tiene origen sobrenatural. El resplandor de su rostro y su sonrisa, una nueva vitalidad, hacían ver que, sí, era el mismo hombre, pero distinto. La fuerza de Francisco, su asombroso magnetismo, proviene ante todo de su profunda fe en Dios, de la genuina humildad de una persona que se reconoce como uno más entre los seres humanos, todos vulnerables y pecadores, todos amados por Dios; y además, de su coherencia. Él es un digno sucesor de Pedro, Petrus (firme como la piedra), nombre que Jesús dio a Simón, la persona frágil que fue capaz de empeñarlo todo por el Maestro. Sí, en la roca se encuentra la seguridad para ser osados, en la roca se funda la esperanza. En Villavicencio el Papa proclamó que “¡basta una persona buena para que haya esperanza!”; y subrayó: “¡No lo olviden! ¡Y cada uno de nosotros puede ser esa persona!”. Ahora bien, Francisco sabe de preocupaciones y de nudos que la Virgen puede desatar; también conoce el sufrimiento y los desencantos. En el atrio de la Iglesia de San Pedro Claver, el Santo Padre recordó cómo este jesuita que había hecho tanto bien, al final de sus días, fue despreciado y maltratado. “Así paga el mundo”, exclamó el Santo Padre, mientras su rostro dejaba ver tristeza y decepción; pero rápidamente, recuperando su sonrisa y levantando su mirada hacia el cielo, acotó: “Dios le pagó de otra manera”. Fue un momento maravilloso, con cierto sabor autobiográfico, del viaje de un hombre que con su voz y sus gestos insiste en tender puentes y derribar muros. Si amamos al Papa, escuchemos su mensaje, que como el de Jesús, es sencillo y claro. Al acoger sus propuestas, el camino de la vida se llena de luz, el horizonte se hace amplio y podemos vencer la gravedad propia de la mundanidad. Este Papa que condena sin ambages la corrupción, el narcotráfico, las mafias, lo mismo que la pederastia y la opulencia, es el pontífice que nos recuerda una y otra vez la misericordia de Dios. “La Iglesia no es una aduana”, afirmó categóricamente en Medellín, “la Iglesia no es nuestra, es de Dios”; y entonces reiteró: “todos tienen cabida, todos son invitados a encontrar aquí y entre nosotros su alimento”. El papa Francisco se fue luego de cuatro jornadas maratónicas. ¡Qué fuerza la de Francisco! Y los colombianos quedamos, no solo con nostalgia, sino zarandeados, -verbo utilizado por el Santo Padre en su homilía en el Olaya Herrera-, conmovidos, enfrentados a desafiantes realidades, y claramente convocados para ser “esclavos de la paz, para siempre”.