Lo digital en las humanidades y las humanidades en lo digital

Apuntes para una práctica crítica de las humanidades digitales

Carlos Barreneche1

Voy a empezar con la siguiente afirmación: en el ámbito de las universidades, la manera como estamos haciendo investigación está cambiando y las tecnologías de la información están desempeñando un papel central en ese proceso. De hecho, se ha vuelto evidente que en el ejercicio investigativo es cada vez más frecuente la necesidad de usar estas tecnologías. No estoy hablando, aclaro de antemano, de las técnicas y plataformas especializadas de las que se ha hablado en otras ponencias, sino de ejercicios banales, como las búsquedas en Google o las búsquedas en bases de datos bibliográficas.

Mi intención en esta presentación es hacer una lectura de las humanidades digitales desde el punto de vista del trabajador académico, especialmente del profesor; es decir, esta es una lectura marxista —por decirlo de alguna manera—, en el sentido de que voy a enfocarme en las transformaciones de las humanidades y en la forma como entendemos la investigación a través de sus medios de producción. En otros términos, abordaré el tema de las humanidades digitales como trabajo de producción y circulación de saber tecnológicamente asistido.

Ahora bien, voy a empezar refiriéndome a la noción de canal. Ayer, el profesor Francisco Sierra destacó en su presentación este tema. Él optó por reemplazar la noción de canal, por la ruta de las mediaciones y la creatividad. Su argumento se fundamentaba en dos puntos centrales: primero, que la idea de canal estaba en peligro de caer en las tentaciones del determinismo tecnológico; segundo, que la información era de carácter relacional, es decir, es el ser humano el que le da sentido a la información en la medida en que interactúa con ella. Al respecto, ponía el ejemplo del libro: este no se realiza como libro si no es leído por un lector. De lo contrario, es solo un libro en potencia.

Sin embargo, el archivo en este momento digital no es un archivo estático, como diría el ejemplo del profesor, puesto que está soportado por software y conectado en red. En este sentido, no solo se debe tener en consideración la información almacenada, sino, especialmente, la información ejecutada. En suma, no es un archivo inerte, pues está sometido a procesos de actualización permanente. Aunque coincido en la división relacional de la información del profesor Sierra, quizá lo que no entra en su consideración es que los principales lectores del archivo digital son lectores no humanos. Literalmente, los robots son los principales lectores de la cultura hoy. Según las revisiones de tráfico en internet, ellos constituyen la mayor parte de la comunicación en línea. Piensen en las arañas de Google que clasifican el conocimiento humano. Piensen en los algoritmos de Amazon para los libros.

De esa lectura distante que hacen los algoritmos —término utilizado para datos y reconocimiento de patrones— depende cómo se reorganice el archivo. Esto finalmente condiciona qué tipo de información es accesada en primer lugar. Cada input humano y no humano reordena el archivo para todos en tiempo real. La información y la tecnología, entonces, no son una cosa inerte, solo vitalizada a través del acceso humano. En sí misma —como dice Bruno Latour en el título de uno de sus artículos—, la tecnología es la sociedad hecha para que dure.

Ahora bien, antes de seguir con el desarrollo de la exposición, quiero hacer un comentario sobre el término humanidades digitales. Desde su aparición ha sido un término en tensión y ha generado toda una serie de controversias. Aunque el término es relativamente nuevo —hace cinco o seis años está siendo utilizando—, tiene su genealogía en lo que algunos llaman la complicación en las humanidades. El término se designó, en principio, en algunas universidades estadounidenses, para referirse al servicio técnico que se prestaba en la facultad de humanidades al investigador que supuestamente comandaba la investigación para apoyar su trabajo, que era el trabajo real; es decir, era simplemente un servicio.

Las preocupaciones por las tecnologías digitales tampoco son exclusivas de las humanidades digitales. En efecto, algunos subcampos, como la comunicación, la arqueología de los medios, los estudios del software, y otras ciencias sociales, como los estudios sociales de ciencia y tecnología, han hecho del tema su preocupación central de estudio. Sin embargo, el proyecto de las humanidades digitales se diferencia fundamentalmente de estos estudios por el uso de métodos computacionales para responder preguntas de investigación en vez de explorar sus impactos generales en la cultura y en la sociedad. Podríamos decir, en consecuencia, que las humanidades digitales se enfocan en los cambios de las prácticas de investigación y de las formas de diseminación del conocimiento y del diseño dentro de instituciones académicas o culturales.

Respecto al término mismo de humanidades digitales, como muchos, mantengo una distancia irónica. De manera análoga, a mi juicio, es como si designáramos a las humanidades clásicas con el nombre de humanidades impresas, porque su tecnología de producción ha sido la imprenta, cuando en realidad no son más que tecnologías e infraestructuras de conocimiento que han sido naturalizadas. Estoy convencido de que, a medida que las técnicas computacionales empiecen a entenderse como una práctica intrínseca del proceso de investigación, de lo que significa hacer investigación en una cultura informacional, terminaremos llamándolas humanidades o ciencias sociales, sin más adjetivos. No obstante, considero que esta transición debe terminar en lo que ya varios autores denominan las poshumanidades.

En ese sentido, resulta imprescindible superar la brecha entre humanidades digitales y humanidades a secas, con miras a entender las primeras como una alteración de las segundas bajo una formación histórica de la tecnología en particular. Por tanto, si se entiende la tecnología como una formación histórica es porque tiene efectos no solo en cómo producimos conocimiento, sino, también, en lo que entendemos por conocimiento como tal y sus relaciones intrínsecas con otros aspectos de la vida humana. Recordemos que, siguiendo a Foucault, la techné, la episteme y el poder están estrechamente relacionados.

En este punto me parece importante retomar la reflexión central de esta ponencia a modo de pregunta: ¿cómo las tecnologías de la información, los modos de producción y la diseminación del conocimiento en las humanidades afectan estructuralmente la práctica académica? Como dijo justo ayer el profesor Sierra, la producción favorece modos de organización del trabajo académico colectivas, colaborativas y con una tendencia marcada hacia la experimentación. Esta idea de Sierra se puede resumir en una expresión utilizada en inglés: more hack and less yack, que se traduce en más hacer y menos hablar. En suma, es un llamado a teorizar menos y enfocarse en experimentar, en hacer cosas.

De hecho, el proyecto por excelencia en humanidades digitales se parece más a hacer una película independiente que a hacer una monografía, puesto que demanda un trabajo conjunto entre personas con diferentes experticias. El modelo del investigador solitario aquí es desplazado por el equipo de investigadores haciendo trabajo de laboratorio. Este esfuerzo colaborativo de trabajo y la sensibilidad por la producción colaborativa del saber también se ha articulado en una apuesta radical por compartir el conocimiento, por construir una ciencia más abierta.

Una de las dimensiones políticas más importantes de las humanidades digitales, en efecto, es su compromiso con el acceso abierto del saber. Dicha apuesta por liberar y diseminar el conocimiento por medio de bases de datos abiertas e interoperables es clave para conectar el conocimiento. Por ejemplo, supongamos que estamos realizando una investigación y queremos buscar todos los artículos que se han escrito sobre el tema central del proyecto. Esto solo sería posible si los artículos estuviesen depositados en bases de datos abiertas e interoperables. Este ejemplo lo traje a colación con el fin de recalcar que dicha forma de trabajo también se usa en diferentes productos de investigación.

Este tipo de tendencias y de nuevas prácticas investigativas ya están empezando a generar fricciones dentro de la universidad. Entre las tensiones se encuentra especialmente la referida al cuerpo de profesores. Para algunos, estas transformaciones implican una cierta deshumanización del trabajo académico. Por ejemplo, los expertos en ciertas áreas del conocimiento empiezan a percibirse como meros usuarios de software, que delegan su trabajo en lo que este puede hacer; emplean ahora parte de su tiempo en entrenarse en dominar un software, cuando antes pasaban más tiempo estudiando el campo literario. Estas nuevas dinámicas pueden interpretarse como unas primeras tendencias hacia la desespecialización; esto es, una pérdida de saber o una proletarización académica.

Ahora bien, aunque comparto esta preocupación, no todo el software provoca posturas de proletarización ni tampoco significa que cualquier forma de proceso asistido por computadores tiene que ser necesariamente deshumanizante. La escritura, el papel y el lápiz que hoy día nos parecen tan naturales, son tecnologías que en el momento de su aparición también domesticaron el pensamiento y el saber. Desde Platón, incluso, se ha desconocido esa dimensión técnica del saber y lo que entendemos por naturaleza humana. En efecto, la noción de naturaleza humana se ha contrapuesto a la automatización y autonomía. Bernard Stiegler señala cómo la autonomía precisamente es conquistada por medio de la automatización, y pone el ejemplo de la escritura en cuanto tecnología antigua.

Para Stiegler, la tecnología digital es una nueva forma de escritura y automatización que abre espacios de posibilidad para crear e interpretar; es un suplemento para el pensamiento, no una herramienta que simplemente usamos y dejamos de usar. Aquí estamos hablando de una relación coconstitutiva hombre-tecnología, no del mero uso. En ese sentido, discrepo con los argumentos del panel de ayer, en la medida en que el software no tiene una agencia y que podemos usarlo como herramienta al servicio del investigador.

Otra de las tensiones que, a mi juicio, empieza a aflorar es la sensación generalizada de no estar preparados ni entrenados para este cambio sociotécnico. En este sentido, muchos de los profesores podrían llegar a aceptar este miedo como una condición real, desistir en aprender el manejo de los nuevos softwares y plataformas tecnológicas en el ejercicio de la investigación, y continuar implementando los métodos clásicos de la carrera. En efecto, la crítica más fuerte que, a mi juicio, se está dando en contra de estos cambios es la idea de que dichas transformaciones en las prácticas investigativas no son más que nuevos vectores de la neoliberalización de la universidad. Tal apreciación se debe a que en la administración se percibe un valor utilitario en estos proyectos, con miras a ampliar recursos, particularmente a las humanidades, a causa de la desfinanciación.

De lo anterior se deriva otra tensión relacionada con la cuestión ideológica y las formas del trabajo. En otros términos, las humanidades digitales también se perciben como la extensión ideológica de Silicon Valley y sus formas de trabajo, en la medida en que hay una simetría entre el trabajo intelectual y el trabajo industrial, particularmente cuando hablamos de la industria de la información. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre un humanista digital y un científico de datos de Facebook? De hecho, como lo señala Alex Galloway, las humanidades digitales toman prestadas las infraestructuras, los modelos de datos y la retórica visual de modelos desarrollados por aplicaciones con fines comerciales desde el sector corporativo. Sin embargo, lo hacen siempre desde una posición de desventaja para la academia, puesto que los académicos no pueden acceder a la totalidad de datos que producen los casi dos mil millones de usuarios de Facebook; datos que tienen los científicos de datos que trabajan para esta compañía.

Claramente, aquí se produce una confianza y una cercanía con el capital y su modo de producción. ¿Cómo posicionarnos, entonces, políticamente como académicos desde allí? ¿Qué forma asumiría la crítica dentro de las humanidades digitales cuando la computación es el aparato de producción del capitalismo informacional? Para intentar esbozar una respuesta, me gustaría traer a colación la propuesta de Diana Miñú. Ella argumenta que esta crítica debe estar articulada con el nivel de la infraestructura. Cuando la infraestructura está diseñada de tal manera, es nuestra tarea apropiarla y programarla a intereses que no sean sinérgicos con el del capital. De eso se trata esencialmente la política hacker; es decir, si la política de la tecnología es acerca de las maneras de gobernar el mundo, el hacker reordena las infraestructuras para hacer otros mundos posibles. El punto central, entonces, es que las humanidades necesitan una reflexión crítica acerca de su propia condición tecnológica, en términos de relaciones de poder y discursos ideológicos que fundamentan sus métodos.

Después de todo, nuestros intentos de innovación pedagógica a partir del uso de plataformas como Google y Facebook hacen parte de la misma lógica de la nube; esto es, la acumulación vía la desposesión de la información. Un primer paso hacia una práctica técnica crítica podría consistir en problematizar —siguiendo las ideas de Carolina Botero— la alusión acrítica y la comprensión de las tecnologías como simples herramientas. Para producir conocimiento verdaderamente emancipador necesitamos tecnologías libres que podamos reprogramar y reformatear según parámetros no capitalistas. El software libre, la ciencia abierta, son algunas de las posibilidades.

Ya para cerrar, me gustaría compartir una reflexión en torno a la historia y el momento de cambio que estamos viviendo a escala mundial debido a las tecnologías. Podríamos decir que las transformaciones que está provocando lo digital en la labor académica bien pueden compararse con la llegada de la maquinaria de producción industrial, impulsada por el motor a vapor, las industrias de la lana y la seda a finales del siglo XVIII y XIX, junto con las subsecuentes prácticas de resistencia de los trabajadores —autodenominados luditas—, por medio del sabotaje. Esta oposición estaba fundamentada en las nuevas relaciones de poder asimétricas entre capital y trabajo, que hacían posible un mayor disciplinamiento del trabajador.

Los luditas contraponían su visión social alternativa de autogobierno; su resistencia a la máquina era particularmente resistencia a la máquina en manos del capital. Como lo explica Hobsbawm, en su texto The Machine Breakers, el sabotaje no solo sucedió porque tenían amenazado su sistema de empleos, sino que comprendía otras motivaciones, como la autonomía, la dignidad y la solidaridad entre los trabajadores; es decir, era una práctica de resistencia, no un odio irracional a la máquina y al progreso, como comúnmente se interpreta al ludismo. Hobsbawm muestra cómo en los lugares en los que el cambio no presentaba una desventaja para el trabajador, no había sabotaje de las máquinas y, en cambio, era reapropiado en el proceso de producción.

En últimas, podemos interpretar este llamado a los luditas hoy como un llamado a desmantelar todas las máquinas que atenten contra la posibilidad de mantener la información como un bien común y que amenacen la autonomía del trabajo intelectual. No podemos olvidar que mientras la infraestructura de producción académica esté programada para reproducir la forma mercancía, estamos aceptando implícitamente que el punto de nuestra labor sea explotado por los gigantes corporativos de la tecnología y los monopolios editoriales académicos. Así, si coincidimos en que las tecnologías de la información y métodos como análisis de redes son suplementos necesarios para comprender sistemas complejos, entre ellos la economía contemporánea por las ecologías de información en red, no podemos olvidar la necesidad de nuevos alfabetismos tecnopolíticos para apropiarlas con cara a fines emancipadores.


1 Profesor del Departamento de Comunicación y del Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Javeriana. Doctor en Medios y Comunicación de University of Westminster, Reino Unido, y magíster en Comunicación de la misma universidad. Cuenta, además, con títulos en Filosofía, Universidad Pontificia Bolivariana, y Psicología, Universidad de Antioquia. barrenechec@javeriana.edu.co


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