Capitalismo cognitivo y nueva cultura colaborativa: el reto de la transversalidad

Francisco Sierra Caballero1

Las tendencias o cambios sociales que introduce la denominada sociedad de la información se vienen traduciendo, en los últimos tiempos, en nuevos procesos de desarrollo cultural del ser y sentido de la ciudadanía. El alcance de los cambios en curso comprende una profunda transformación del sistema de organización de la vida pública, a partir de las pautas, sistemas y culturas de la información que sobredeterminan lo que convenimos en denominar capitalismo cognitivo.

Como resultado de los cambios introducidos en los modos de producción y consumo, la comunicación y la cultura experimentan una reconfiguración general de lo público, que exige de la teoría crítica una concepción más praxeológica de las mediaciones en la era digital. Toda conceptualización teórica sobre la interfaz ciudadanía/nuevas tecnologías de la información pasa, en consecuencia, por abordar —en su radical singularidad y desde el plano concreto de la inmanencia— el marco de conflictos y contradicciones que atraviesan la nueva división internacional del trabajo cultural, así como los procesos de acceso y apropiación local de la tecnocultura; considerando, desde una visión crítica, el papel de las políticas públicas y las nuevas formas de dominio y control social que inaugura el capitalismo cognitivo, con todas sus potencialidades y espesor material.

En la presente propuesta se describirán los retos de la transversalidad en la era de la galaxia internet, analizando las principales transformaciones y perspectivas de conocimiento para la agenda de investigación en comunicación en la disputa por el código que nuevas formas de cultura de archivo —como las humanidades digitales y los proyectos de laboratorios externos a la universidad, entre ellos los medialabs—– vienen experimentando en el nuevo entorno cultural.

Marco general

Toda producción simbólica, ineluctablemente, es resultado de un trabajo de intercambio y traducción mediado —directa o indirectamente— por la totalidad del sistema social. Por esta misma razón, no es comprensible su proyección significativa, su sentido, sin atender a la economía política que condiciona y gobierna las formas de representación. En particular en las ciencias sociales, analizar todo fenómeno o problema de la realidad presupone, en coherencia, tratar de comprender el cambio social, las transformaciones tecnológicas, culturales y económico-políticas que

afectan a las formas de representar, del construirse la verdad y la memoria, el deseo y sus pregnancias, las proyecciones y expectativas que el ser humano sitúa en el espectro de las prácticas simbólicas y culturales en relación con la autocomprensión que le es dado alcanzar de su propia existencia, como individuo pero también en cuanto a su pertenencia e inclusión en las comunidades con que se identifica, en las que se reconoce. (Brea, 2007, p. 151)

Un ejercicio este de suma importancia para el avance del conocimiento, que nos obliga a pensar sobre las posiciones del investigador, que apunta a explicitar el marco de los lugares o topoi de observación, al pensar en las connotaciones del mirar y comprender humanos. Este, y no otro, es el sentido del sujeto reflexivo de investigación y la voluntad de interpelación del pensamiento crítico, que niega y trasciende los marcos interpretativos del sentido común, para desplegar la potencia del ser en todas sus dimensiones —desde el punto de vista del habitar en común—. En verdad:

toda teoría crítica de la sociedad no es más que la dimensión intelectual del proceso histórico de emancipación. Dicho de otra manera, la teoría crítica de la sociedad solo encontrará justificación si es capaz de sacar a la luz, y poner en cuestión, los presupuestos teóricos e ideológicos genéricos del sistema de relaciones dominante y, con ello, iluminar los pasos necesarios para la emancipación de aquellos que sufren los efectos más perversos y explotadores de dicho sistema. (Herrera, 2005, p. 177)

El cambio acelerado y transversal de los “dispositivos tecnoinformacionales” de producción y reproducción de las sociedades modernas perfila, en las últimas décadas, un nuevo ecosistema cultural, cuya configuración y lógica organizativa es manifiestamente inestable y azarosa. La incertidumbre derivada de esta situación es comprensible en un momento de transición de la sociedad capitalista, que afecta por igual a los códigos culturales, a las formas de representación espacio-temporales, a los hábitos y prácticas de interacción y conocimiento público, y a los modelos de regulación y control en torno a las redes e infraestructuras telemáticas.

Las transformaciones de la esfera pública y de las formas socioculturales dominantes en nuestra “semiosfera” pueden ciertamente ser calificadas de revolucionarias. Alteran de raíz las relaciones entre capital, trabajo y conocimiento; y reestructuran, como resultado, los vínculos entre el sistema social y los medios de comunicación. En este nuevo marco, que nosotros preferimos denominar capitalismo cognitivo, el estudio de las políticas culturales constituye una tarea estratégica; pues la definición de las relaciones discursivas y materiales del poder en las sociedades avanzadas depende cada vez más de la capacidad reflexiva de los agentes encargados de organizar socialmente el capital cultural que guía y condiciona la actividad productiva.

En función de las formas y los límites de reflexividad social, del conocimiento explícito y formal de las premisas de partida que gobiernan el desarrollo público del capital simbólico en cada sociedad, podemos definir políticamente alternativas y estrategias adecuadas de planeación que afectan hoy directamente a la propiedad, tanto o al igual que a la regulación y el acceso a la producción cultural, y al conocimiento de los diferentes actores y agencias culturales, lo que determina la producción de los valores, la ideología y las prácticas sociales. Se trata, por tanto, de un problema básico de hegemonía, que hoy adquiere —a diferencia de durante otras épocas del capitalismo maduro, en las que los debates dentro del marxismo y la teoría crítica sobre esta particular materia asignaban a los medios y políticas de comunicación una función secundaria como epifenómeno de la estructura productiva—– un alcance y centralidad comúnmente reconocidas por las diferentes escuelas y tradiciones científicas.

Con el cambio de soporte material de la cultura (de los medios analógicos a los sistemas digitales) y su apropiación por el tejido social, la ciudadanía cuenta con un amplio abanico de recursos de expresión y representación informativa, dispuestos para explorar y vivir la democracia de forma creativa y abierta a la experimentación, para el empoderamiento y autoorganización social.

La cibercultura impugna en nuestro tiempo la filosofía política de la modernidad, desbordando las marcas institucionales del gobierno y las instituciones sociales para explorar las posibilidades de la democracia participativa y la creatividad social, como ejes de un nuevo gobierno y modelo de Estado más complejo y poroso.

Los media interactivos, las comunidades virtuales desterritorializadas y el auge de la libertad de expresión que permite internet abren un novedoso espacio de comunicación, inclusivo, transparente y universal, llamado a renovar profundamente los diversos aspectos de la vida pública en el sentido de un mayor incremento de la libertad y la responsabilidad de los ciudadanos (Lévy, 2002, p. 9).

En este sentido, la red internet puede ampliar la conciencia colectiva sobre los márgenes y leyes de la democracia. Al permitir mayor autonomía, garantiza una potente reflexividad pública sobre el poder y la ley, que apunta, en cierto modo, hacia una reformulación radical de la democracia y la política contemporánea.

Podemos, por tanto, concluir con que las formas de trabajo cooperativo en las redes telemáticas y la propia naturaleza del capitalismo cognitivo hacen necesario reformular radicalmente los preceptos de la democracia representativa, al descentralizar los sistemas de información y decisión pública más allá de los modelos de extensión y organización basados en la racionalidad eficiente, típicos del paradigma modernizador y de la topología cartesiana del Estado-nación (Sierra, 1999). En la medida en que la ciberdemocracia proyecta un nuevo escenario o espacio público, nuevos métodos y posibilidades democráticas para la participación activa de la ciudadanía —y sobre todo una nueva concepción del espacio y de la mediación con el concurso activo de la población desde el punto de vista social y cultural—, las políticas públicas deben tratar de responder con inteligencia a los retos que plantean cuatro desplazamientos fundamentales en nuestro tiempo:

Todos estos desplazamientos apuntan hacia retos estratégicos en materia de gobierno electrónico y participación ciudadana:

La visualización de esta nueva cultura política molecular anuncia la constitución de una nueva subjetividad política, una nueva ciudadanía dispuesta al diálogo y al debate, a la deliberación y la decisión colectiva. Este es el reto de la transversalidad al que hacemos referencia en el título de nuestro trabajo. Y ello es así porque, en la era del capitalismo cognitivo, participamos de un nuevo modelo de producción y de consumo, así como de relación social, que establece, por necesidad, una nueva lógica de la llamada economía colaborativa con la cultura red. El gran reto de nuestro tiempo es la construcción de formas comunes de construcción colectiva y la articulación de tramas de sentido en común, una ecología de vida que ha de ser pensada a partir de elementos tradicionalmente no considerados de forma suficiente en la sociedad industrial.

Para ir concluyendo el análisis del marco general o contexto de referencia, vamos a describir, finalmente, qué cabe entender por capitalismo cognitivo. Desde los años setenta, como es conocido, el debate sobre la crisis de acumulación del modelo fordista-taylorista ocupó los análisis críticos de la economía política y la sociología del trabajo. Uno puede remitirse a los ensayos de Benjamin Coriat y la escuela regulacionista francesa para comprender qué significó el llamado “toyotismo” en la salida a la crisis de la industria automovilística, con la innovación de los círculos de calidad, las formas “ohnistas” de producción bajo demanda y, sobre todo, el papel de las tecnologías electrónicas —pensadas por Mandel— en la salida a la crisis de sobreproducción, tanto en Europa como en Estados Unidos.

La noción de capitalismo cognitivo de algún modo sintetiza como marco conceptual estas nuevas lógicas de producción, al ilustrar el papel de la tecnología y las formas de cooperación expandida en el tardocapitalismo como salida a la crisis. El nuevo espíritu de nuestro tiempo viene determinado, en esta línea, por la captura del código, por el control de la información y el conocimiento, por el trabajo inmaterial, contexto en el que cobra gran relevancia la dimensión subjetiva y simbólica, la creatividad del trabajo humano, más que la infraestructura o capital físico que había prevalecido en el modelo fordista, en la revolución científica del trabajo. Parafraseando a Polanyi, asistimos a una gran transformación que nos sitúa, como consecuencia, en un nuevo escenario en el que cada vez tenemos que dar más importancia a la producción cultural, a las políticas de investigación y desarrollo, a las dimensiones justamente consideradas —en algunas lecturas marxistas convencionales— trabajo improductivo, y que hoy son directamente determinantes no solo del desarrollo económico, sino en la propia práctica teórica y en las formas generales de producción y reproducción social.

Muchas de las transformaciones que están asociadas con la idea de la hipótesis de general intellect, y que se manifiestan en la epidermis social, están directa o indirectamente relacionadas con la multiplicación y socialización de las capacidades de crear, de transformar y de establecer nuevos procesos productivos en común. Es esta mudanza la que da cuenta de la centralidad del conocimiento compartido, la que justifica el interés por el papel de la universidad y las políticas educativas como base del desarrollo nacional. Una de las pocas tesis que compartimos con Thomas Piketty es justamente la correlación existente entre inversión y gasto público, en educación y desarrollo social. Esto es, el cultivo de las capacidades cognitivas, de organización de la información y del conocimiento, de las capacidades científico-técnicas, la renta tecnológica, en definitiva, inciden en el grado de desarrollo social general.

Si a estas alturas hay quien piensa que esta resulta una lectura más propia del norte, dada la dependencia del sector primario de algunas economías —como sucede en América Latina—, cabe releer a Agustín Cueva y Bolívar Echeverría, a propósito del tema de la dependencia y la renta tecnológica, para comprender el marco en el que estamos. Como en la sociedad industrial, cuando Marx exploró el sentido de la lógica de acumulación del capital, la economía en nuestros países puede ser primario-exportadora y, cuantitativamente, estar marcada por la oscilación de los precios del crudo y otros productos básicos; pero cualitativamente, como en tiempos de Marx, las nuevas actividades productivas y factores de producción están siendo decisivos en la tasa de ganancia y —diríamos más— en la geopolítica internacional. Por tanto, aunque realmente en un momento de transición el peso del factor inmaterial es más bien relativo en las economías tanto del norte como del sur, cualitativamente de modo alguno podríamos entender el actual proceso de cambio sin esa lectura del capitalismo cognitivo. Y ello nos obliga a pensar aspectos que no habían sido considerados por la escuela crítica; por ejemplo, comenzar a pensar el consumo cultural en sectores como los videojuegos como un trabajo, no solo porque hay jugadores, gamers, o prosumidores, sino porque en estos sectores de alta productividad de plusvalías tenemos el prototipo o modelo de creación de valor agregado que determina el valor de cualquiera de las mercancías culturales hoy en día.

En estos sectores cabe comprender mejor el tipo de relaciones, el tiempo como dominación y el trabajo creativo y las cuencas de cooperación como el espacio de captura del capitalismo tardío. Es en este ámbito de la dimensión creativa —que los economistas llaman “externalidades positivas”— donde todos los intercambios, las interacciones que valorizan la ciudad, una cultura o un territorio están asociados con una forma de captura del trabajo vivo, que está en la base de los cambios acelerados del capitalismo financiero contemporáneo. Igualmente, es esta necesidad de conectar, de crear, de compartir, la que explica la ruptura en la posmodernidad del modelo compartimentado de la modernidad.

Hoy por hoy, no podemos pensar el tiempo de trabajo y el tiempo de consumo como ámbitos separados. Quizá nunca fue así, salvo a efectos de la teoría social; pues en la propia sociedad industrial clásica, el tiempo libre y el tiempo de trabajo siempre estuvieron correlacionados. Si el tiempo de neg/ocio, la negación del ocio, era el propio de la racionalidad instrumental, difícilmente cabía reconocer en el tiempo de consumo un tiempo libre, pues —como ilustraran Adorno y Horkheimer (2006)— el tiempo colonizado por la industria cultural era y es fuente de valor, sujeto a la ley de hierro del capital y al cálculo de la predeterminación de los afectos en la cultura espectacular. Actualmente, dicho proceso de colonización se ha expandido considerablemente, y no solo por la ampliación de las externalidades positivas en el desarrollo económico de un territorio y la consiguiente generación de valor, sino por los intercambios que hacemos diariamente en las redes con la ampliación del tiempo de trabajo dedicado por los sujetos, por el llamado obrero social.

En este sentido, cabe conceptualizar toda mediación social como un proceso de trabajo, entendiendo —en un sentido antropológico— el tiempo de trabajo como transformación, como creación humana, no solo como relación estrictamente salarial. Este es uno de los elementos importantes no solo de la nueva teoría marxista, sino un requisito a priori para entender cómo es la financiarización de los modos de vida, al conectar elementos de la modernidad que —siguiendo a Edgar Morin— se tendería, de una manera bárbara, a separar, fragmentar, estancando el pensamiento según lecturas, digamos, poco problemáticas.

Ahora, reconociendo la emergencia de un nuevo modelo de reproducción social, no cabe por ello incurrir en una suerte de comunismo tecnológico o idealismo comunicacional. La propia noción de red deriva con frecuencia en ciertas visiones idealistas del trabajo, que dan como un hecho irrefutable la autonomía del trabajo, y el espacio virtual como un espacio democrático, en el que internet es, por definición, un sistema horizontal libre y autónomo —cuando, como es sabido, las redes también son espacios de sujeción, de dominación y de control—. Cabe, en este sentido, discutir qué entendemos por transversalidad, por red, en la era del capitalismo cognitivo.

Es verdad que internet es una infraestructura descentralizada, sin embargo, tal accesibilidad tiene lugar en una arquitectura o sistema de comunicación hiperconcentrado, en el que tanto los proveedores de contenido y las propias industrias de telecomunicaciones, como las plataformas constituyen oligopolios y hasta monopolios virtuales. En el ecosistema informativo conviven estructuras y redes jerárquicas centralizadas de comando informacional y espacios relativamente autónomos de producción localizada. En suma, en la era WikiLeaks no podemos seguir pensando las redes solo como horizontales, libres y autónomas.

Observamos en el actual proceso de transición del capitalismo una disputa entre dos paradigmas o racionalidades, si pensamos la transversalidad críticamente. Por un lado, tenemos la expansión del capitalismo cognitivo y su era del acceso, que cerca el espacio estriado de la comunicación y se apropia del código, según una lógica ampliada de la producción de valor; por otra parte, tenemos propuestas como el Marco Civil de Internet, de Brasil, que procura el gobierno democrático de internet, a partir de principios fundamentales de comunalizar el ciberespacio.

En este terreno se están librando numerosas y variadas contradicciones para liberar el código de privación y garantizar la gobernanza democrática de internet, que igualmente exigen nuevas conceptualizaciones. Así, por ejemplo, cuando hablamos de capitalismo cognitivo es preciso pensar, necesariamente, en la economía de los bienes comunes, la tragedia de los comunes. Más aún, como advierte el profesor Muniz Sodré, es preciso redefinir la comunicología como ciencia aplicada de lo común. Lo que apunta la noción de multitudes conectadas es justamente la necesidad de repensar lo común; pensar, por ejemplo, el internet como un bien común de la humanidad, como la libre disposición del patrimonio cultural de la humanidad para ser compartido. He aquí una paradoja central de nuestro tiempo. Si la información y el conocimiento adquieren más valor cuando se socializan, cuando son más accesibles, se difunden y son apropiados socialmente, cómo es posible que los grandes conglomerados y las políticas de ciencia y tecnología amplíen los derechos de propiedad intelectual, cercando el libre acceso y privatizando los bienes comunes. No voy a poder detenerme en detalle sobre esta contradicción fundamental que está en la base de nuestra reflexión. Pero es evidente que hoy sufrimos cinco males que afectan gravemente a la construcción de una cultura colaborativa:

  1. Los monopolios virtuales.
  2. La creciente mercantilización.
  3. La militarización.
  4. El monitoreo corporativo.
  5. La monetarización.

En este horizonte de los cinco males, o las cinco “m”, que determinan el ecosistema informativo, nos situaríamos para un enfoque crítico. A partir de aquí hay que pensar la economía de los bienes comunes, el reto de la transversalidad. La tecnología facilita, ciertamente, el acceso a bienes básicos culturales. Pero necesitamos expandir esa herramienta informacional, no solo como competencias de uso de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), sino como capacidad de hacer cosas con palabras —y hacer cosas con palabras significa mucho más que capital informacional—.

Freire explicaba que alfabetizar, más que nada, es que el sujeto aprenda a escribir su historia; liberar al sujeto, más que enseñar técnicas de registro y lectura. El problema del capitalismo cognitivo es, por tanto, mucho más que democratizar la capacidad de dominio del software, la capacidad de producir la información o la capacidad de intercambio. Significa, más bien, hacer cosas con palabras, transformar la realidad. Ese sería el reto, y en ese ámbito estamos hablando de debates que tienen que ver con el gobierno abierto, la democracia, los modelos colaborativos que se están discutiendo cuando se habla de la cultura red.

Tenemos un nuevo sujeto de producción, un nuevo sujeto y una nueva cultura política, una nueva subjetividad, y hay que explorar qué está sucediendo con las manifestaciones y nuevas dinámicas de movilización y acción colectiva, en tanto que formas emergentes de estilos de vida y nueva estructura de sentimiento; un nuevo sensorio que hay que investigar como nueva estructura política y una subjetividad distinta en este ámbito. Manifestaciones como la cultura “emo” dan cuenta de formas inéditas de religamiento, de extrañamiento, al tiempo que de vínculo y entrañamiento social, en las que las formas de construcción de comunidad y de prácticas y ocupación del espacio público resultan especialmente sintomáticas para entender la cultura desde abajo; también, de las prácticas de creatividad de nuevas formas de autogestión de la comunicación, de nuevas formas de generación de archivo, de memoria, que han logrado en algunos casos, por ejemplo, cambiar la agenda-setting y abrir el cerco mediático, a través de técnicas de espacio abierto.

Tenemos, por tanto, a modo de resumen y conclusión de esta primera parte de mi exposición, la emergencia de un nuevo paradigma, y contradicciones estructurales con las formas de desarrollo participativo, interactivo, dinámico, que han de persistir con el continuo cercamiento y expropiación de lo público; que llegan al extremo, para garantizar la acumulación por desposesión, de criminalizar a Assange o todo movimiento de socialización. El ejemplo más clásico que tenemos de los años ochenta y noventa es la Comisión Trilateral, que deliberadamente confundía lucha contra el narcotráfico con migración y con otras formas de apropiación colectiva, como la llamada piratería o cultura hacker. Ahora, la clave estriba en dilucidar cómo podemos construir, en el capitalismo cognitivo, una economía común de la comunicación; cómo podemos pasar de una visión corporativa a una idea social de la mediación que libere las potencialidades y sea congruente con la dialéctica de la transversalidad informativa.

Es imposible en este breve texto resolver tales nudos gordianos —más aún cuando este aporte quiere abrir el debate en lugar de cerrar respuestas concluyentes—, pero podemos partir, al menos, de algunos principios, como los que sistematizaron los movimientos sociales en Brasil, con el apoyo del gobierno de Dilma Rousseff. En el Marco Civil de Internet podemos encontrar varios puntos nodales que cabe asumir en el empeño por evolucionar hacia un modelo de intercambio libre y socialmente autónomo. Hablamos de derechos humanos, gobernanza abierta y multilateral, transparencia, creatividad colectiva, universalidad y protección de la diversidad cultural.

Si uno asume una visión ahistórica e inconsistentemente crítica sobre la transversalidad en la galaxia internet, puede terminar creyendo que con la multiplicación de contenidos en el ciberespacio se ha garantizado la democracia cultural a todos los niveles, cuando resulta que la propia Unesco alerta sobre la pérdida de la biodiversidad y de lenguas, pues muchas culturas periféricas están siendo colonizadas y desaparecidas, en virtud de monopolios e imperios mediáticos. Esta amenaza a la diversidad, como la propia ausencia de democracia en la gestión de datos personales, en la gestión del archivo, nos deben alertar sobremanera en la medida en que proyectan una suerte de gubernamentalidad y de control fuertemente disciplinarios.

Hace muchos años, Foucault insistió en problematizar la biopolítica moderna —como también el papel del conocimiento— al redefinir, desde la crítica disidente, el pensamiento nómada como un ejercicio de reflexividad, para facilitar la caja de herramientas que libere potenciales procesos de emancipación; hoy, por ejemplo, perceptibles en la tecnopolítica contemporánea. Cuando hablamos de la mercantilización de la investigación y desarrollo frente a la inteligencia social general, frente a las capacidades expandidas de producción de saber y de innovación y conocimiento, estamos hablando precisamente de la exigencia de innovación social que impugna y cuestiona la lógica mercificada de continua producción de papers, que coloniza las formas de organización de las universidades, los modos de hacer y pensar el conocimiento en relación con la sociedad, y el desarrollo nacional.

Hoy en la universidad, como veremos, se libra una disputa que podríamos considerar epistemológica, claramente centrada en el estatuto de la ciencia y su función social. En este sentido, reformular la creación como obra social implica una revolución copernicana en las formas de pensar y de pensarnos. Tradicionalmente, la forma moderna de producción de conocimiento se ha sostenido sobre una visión individualista, burguesa, por la que el investigador, conforme con la división social del trabajo, es un sujeto cualificado capaz, por su elevada competencia, de descubrir —en solitario, de forma aislada o en equipos dirigidos, según una estricta jerarquía— nuevos hallazgos. El origen del sistema de patentes y propiedad intelectual descansa en esta concepción, superada por las formas distribuidas y colaborativas de conocimiento en común.

Por ello, pensar hoy la obra, la innovación, como creación social significa pensar, por ejemplo, en la experimentación de la literatura anónima, en la obra colectiva, trabajar de forma colaborativa, improvisar laboratorios ciudadanos, producir saber compartido entre todos. Este es uno de los procesos que hay que replantear, por supuesto desde la ciencia, pero también en parte desde la cultura; que, aceptando los cambios económico-políticos del capitalismo cognitivo, resulta no solo posible, sino cada día más necesario. La transversalidad pensada en la era internet como cooperación social ampliada implica modelos de producción y coproducción distintos.

La denominada “inteligencia de enjambre” (swarm intelligence) designa en computación los procesos y técnicas colectivos de resolución de problemas, mediante la distribución de análisis y decisión coordinada de agentes. Esta metáfora nos revela que la inteligencia es fundamentalmente social y depende de la compleja red de información y distribución de recursos para su comunicación. A partir de la creatividad individual, la inteligencia colectiva se fragua por la comunicación y la cooperación de la verdadera multiplicidad de actores y contextos de conocimiento. Esta lógica aporta, como resultado, un potente modelo de mediación, socialmente productiva y ecosistémicamente compleja. La política de redes de pensamiento e intervención social en la comunicación constituye, en este sentido, otra forma de hacer cultura, otra forma de organizar la comunicación.

En este sentido, el gran problema de la transversalidad en el capitalismo cognitivo es aprender el lenguaje de los vínculos. La práctica colaborativa es el proceso más complejo en la vida social, porque en toda forma de cooperación se generan tensiones, incluso graves problemas de enfrentamiento cuando se establecen reglas o normas de intercambio. La economía de los bienes comunes significa construir instituciones basadas en la cooperación social, que necesariamente están sujetas a la praxis y, por tanto, a la disputa y reconstrucción permanente.

La difusión capilar de las redes comunicativas puede [ciertamente] conducir a la producción de reglas jurídicas consuetudinarias sobre su uso, en las que la dimensión coactiva de las normas basadas en la autoridad de un poder centralizado deje paso a códigos de conducta cuya eficacia se basa en la convicción de los usuarios y en su responsabilidad solidaria (Pérez Luño, 2004, p. 83).

Pero solo a condición de que cultiven el germen de una nueva ética solidaria, guiada por la lógica del don y la vinculación cooperativa características de una ciudadanía responsable y socialmente activa. Y ello presupone una política, una recuperación del momento privilegiado de la articulación política, de la lucha antagonista contrahegemónica; esto es, recuperar la palabra y la centralidad de la política en el espacio social, centrándose en los problemas de la vida y la generación de nuevas formas de enunciación.

En este sentido, la ciberdemocracia en el capitalismo cognitivo plantea no solo un problema de método o meramente instrumental, sino esencialmente un dilema conceptual, que nos revela la necesidad de definir y realizar el derecho a la comunicación y los derechos de ciudadanía. Toda innovación social puede ser subvertida y rediseñada a voluntad, según los propósitos de quien imagina los escenarios y horizontes del futuro. Este, y no otro, es el sentido y principio de toda democracia. El alfa y omega de la democracia participativa.

Creatividad y transversalidad

La aplicación de la tecnología multimedia en la universidad apunta actualmente hacia la necesidad de un replanteamiento teórico de la investigación y evaluación de las nuevas tecnologías en el sistema educativo. La ausencia de una perspectiva comunicacional y el dominio de una racionalidad tecnológica en la introducción de los medios informáticos en la dinámica de la enseñanza-aprendizaje deben ser contrarrestados por una reflexión sociopedagógica, hoy prácticamente inexistente, sobre los discursos, ideologías y epistemes de la información.

Una vez introducido el marco general de determinación del capitalismo cognitivo, en las siguientes páginas se indican, de manera sucinta, algunas contradicciones, límites y posibilidades de las humanidades digitales en el actual proceso de aplicación de los sistemas multimedia en la universidad, así como los principales aspectos teóricos que deben tratarse para un replanteamiento adecuado de este objeto de estudio, que actualiza aspectos sustantivos —como la relación entre teoría y práctica, o entre ramas del saber, así como entre la propia función cognitiva y la transformación de los mundos de vida—. La hipótesis de partida de este razonamiento es que en el tiempo de las “redes distópicas”, de los flujos de transversalidad informativa, los procesos de comunicación constituyen fenómenos de una densidad sociocultural problematizadora para la academia.

La multiplicación de los referentes y repertorios culturales, la diversificación y con/fusión de los discursos mediáticos, la convergencia de los dispositivos y recursos tecnológicos, y la misma transformación incesante de la ecología de medios, en virtud de la tendencial orientación integrada de soportes, canales y entornos, han favorecido una multiplicación y continuo mestizaje de los imaginarios que, más que respuestas ajustadas, solicitan del investigador estrategias de identificación y consideración de los problemas asociados a estos procesos, con mayor reflexividad y capacidad de autodeterminación —lo que en parte ensayan, de forma exploratoria, las humanidades digitales (HD)—.

Si las estructuras de cambio, las implosiones y explosiones culturales, las dinámicas de aculturación e interculturalidad, materializadas en las nuevas formas institucionalizadas de mediación social, proyectan en nuestra época un horizonte inestable, móvil, hibridado, de una “cultura glocal” revolucionada y revolucionaria, parece lógico pensar, desde este punto de vista, que, ante la emergencia de una semiosfera mediática como esta, se trate de captar el universo simbólico de manera distinta, por medio de un estilo de “investigación participado”, que asuma en su radical diferencia la heterogeneidad instituyente de las prácticas culturales.

El reto de la transversalidad demanda, en otras palabras, una lógica de articulación tecnológica de las nuevas formas de representación del conocimiento social y humano, más abierta y dinámica; pues las ecologías de vida, el sistema de valorización del capitalismo cognitivo, requiere de mayor cooperación social. Ahora, como sucediera con el discurso de la interdependencia en relaciones internacionales o, como hemos visto con las lecturas cosificantes del paradigma reticular, en torno a la innovación y la cultura multimedia, se ha venido extendiendo una lógica fetichista de la cultura de calidad que debe ser repensada.

La creatividad es, sin duda, una de las facultades humanas más complejas, más reflexivas y definitorias de la naturaleza humana. Dentro de los estudios de ciencias cognitivas, digamos que el pensamiento relacional está vinculado con esa capacidad heurística y autónoma del sujeto que explora, transforma y constituye nuevas posibilidades en su entorno para vivir. La cultura común de la gente se alimenta de la capacidad abductiva, por el acto volitivo de crear, de inventar, de generar nuevos conocimientos. Esta lógica constitutiva de la vida en común es la que, en cierto modo, subsiste en proyectos como las humanidades digitales. Un campo muy reciente, especialmente en nuestro territorio, lo cual, anticipo, plantea un problema de geopolítica del conocimiento: ¿hasta qué punto nuestras humanidades digitales obedecen a la posición subalterna y periférica que tradicionalmente los estudios de economía política definen como el problema de la renta tecnológica? Ello implicaría discutir esta moda académica con una clara dependencia de nuestras instituciones culturales en el acceso a repositorios, archivos, sistemas y tecnologías electrónicas que hacen posibles las humanidades digitales.

Desde el manifiesto de las humanidades digitales de 2010 y los recientes procesos de articulación de 2013 y 2014 en algunos países —como es el caso, por ejemplo, de Brasil, que es relativamente reciente si comparamos con otras áreas geográficas—, las iniciativas en esta dirección son relativamente tardías y reproducen una condición desfavorable en la gestión del archivo y la memoria cultural propia, en términos de geopolítica del conocimiento. Este aspecto, no por ser ajeno al tema que nos ocupa en este texto, debe ser dejado de lado. Antes bien, debiera centrar buena parte de los debates que tienen lugar en el campo. En otras palabras, y para centrar nuestro argumento, no hay tecnología sin política. Así, la transversalidad no es tanto resultado de la tecnología como de una lógica de cooperación social específica del capitalismo. Pero es común en debates sobre la cultura multimedia reincidir en añejos razonamientos tecnológicamente deterministas. Como explicara Basalla, la lectura del cambio tecnológico suele ser —por lo regular— positivista, lineal y propia del evolucionismo, lo que termina por impregnar los debates en ciencias sociales y humanidades, e imbuir al campo de una cierta ajenidad, acorde con el principio de exterioridad de una suerte de deus ex machina, que todo lo explicaría. Se llega incluso a identificar, en este extremo, lo tecnológico como lo contrario a lo humano (y no hablo de literatura cyberpunk o de distopías propias de la ciencia ficción). La razón dicotómica que persiste al pensar las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC) se debe a una concepción distributiva del proceso de mediación social que, de hecho, está en la base de la división de la ciencia entre Ciencia —con mayúscula— y ciencias sociales y humanas propia del cientificismo que atenaza aún hoy el futuro de la Universidad.

Partamos del hecho innegable de que en el capitalismo cognitivo participamos de un nuevo régimen de información. Las humanidades digitales, en cierto modo, nacen para repensar el estatuto de campos que habíamos reservado a la tecnología desde la ajenidad —es decir, como algo ajeno, exógeno, externo, por no decir contrario a la propia idea de humanidad—, y de un humanismo desde una lectura otra, profundamente reflexiva. Por eso hablamos de política del archivo, de la importancia de replantar el estatuto de la ciencia, de la importancia de hacer arqueología de nuestros archivos, de nuestra memoria cultural en nuestros sistemas de información —que hoy, con la sociometría, con los análisis de datos en red, podríamos discutir por un uso creativo y socializado de la tecnología—.

Ahora bien, nos enfrentamos a la paradoja del síndrome usted. Tenemos tecnologías hiperdesarrolladas y usos subdesarrollados de los nuevos dispositivos de enunciación. La apuesta por las HD es un primer paso para reformular los regímenes de representación y reproducción cultural, en la medida, primero, que permiten un uso hipertinente —por tanto, con criterio de pertinencia a gran escala— de la información, de la memoria, con la explotación de datos de archivo, para generar nuevos conocimientos y ampliar horizontes cognitivos. Y esto evidentemente permite también, en segundo lugar, hacer arqueología, hacer genealogías, recuperar la memoria del patrimonio inmaterial, valorizar el corpus de signos, de historias de memoria, de manera creativa. Por ejemplo, la introducción de miradas globales que permite la sociometría, el análisis de datos en red —justamente de manera exponencial a lo que anteriormente significaba el régimen de información, la cultura de archivo—, abre un universo de posibilidades de nuevos horizontes cognitivos por explorar.

Estamos, por tanto, ante un objeto difuso, que incluye desde colecciones y recursos documentales en línea a nuevos productos y bases de datos secundarias, al uso de las TIC para la formación en línea, para la investigación sobre cuál es la esencia de la literatura, las artes, las humanidades en general en la red y, lo que se antoja aún más interesante —más allá de cómo se introducen las tecnologías de información en la enseñanza de las humanidades—, cabe además incluir la innovación y la experimentación social. Permita el lector detenerme en este último punto de forma somera, pues atañe a un elemento central de la crisis del saber en nuestro tiempo.

Para ser capaz de hacer una pregunta, uno debe conocer ya una buena parte de la respuesta o, al menos, debe ser capaz de identificar vías de solución al problema en concreto. Un primer paso es la descripción de los límites y confines que delimitan en su origen la pregunta. Si la descripción es densa, si escapa a la positividad de la palabra, podemos definir una vía de razonamiento. Ahora, si las fronteras y territorios del campo por explorar son indeterminados y complejos —como en la actualidad sucede en el ámbito de las ciencias sociales y humanas—, el investigador solo puede recurrir a la metáfora y a los simulacros de la analogía, siendo consciente de tal simplificación.

La crisis de la razón en nuestro tiempo es la puesta entre paréntesis del poder de representación, la conciencia de los laberintos que escapan a la horizontalidad del mapa, asumiendo de antemano la imposibilidad de cartografiar el mundo en el que vivimos con garantía de éxito. Pues la multidimensionalidad de los fenómenos sociales abordados revela la complejidad constitutiva de la realidad que percibimos y transformamos en el proceso mismo de definición de los límites de lo real y de lo imaginario.

En el tiempo de las “redes distópicas”, de los flujos de transversalidad informativa, los procesos de comunicación constituyen fenómenos de una densidad sociocultural problematizadora. La multiplicación de los referentes y repertorios culturales, la diversificación y con/fusión de los discursos mediáticos, la convergencia de los dispositivos y recursos tecnológicos, y la misma transformación incesante de la ecología de medios, en virtud de la tendencial orientación integrada de soportes, canales y entornos, han favorecido una multiplicación y continuo mestizaje de los imaginarios, que —más que respuestas ajustadas— solicitan del investigador estrategias de identificación y consideración de los problemas asociados a estos procesos con mayor reflexividad y capacidad de autodeterminación.

El desplazamiento que estamos observando de un paradigma representacional o informacional del modelo booleano y la lógica aristotélica a una dimensión mucho más expresiva y abierta del conocimiento social implica claramente una mayor performatividad, mayor innovación, mayor creatividad, mayor experimentación a través de la tecnología. Ello puede —y, de hecho, lo hace— redundar en una suerte de visión instrumental de las TIC en el uso pedagógico y en el desarrollo de los contenidos, pero también es posible observar la emergencia de culturas de laboratorio, de proyectos experimentales dentro y fuera de la propia universidad.

Mi experiencia en este campo viene de esa reflexión de la pedagogía, de los estudios de comunicación educativa y de un trabajo que llevo desarrollando desde el 2012, en el Instituto de Artes de la Universidad de Brasilia; donde, desde el área de comunicación, tradicionalmente situada en una estela o campo de las ciencias sociales, he de dialogar con colegas de artes escénicas, historia del arte, música o directamente tecnólogos. Este grado de interdisciplinariedad garantiza una apertura cognitiva sin precedentes, que es uno de los aportes fundamentales de las HD, y proyecta, en el horizonte social, nuevas bases de expresión y creatividad, tanto desde el punto de vista del lenguaje y las formas culturales, como de la aplicabilidad concreta en la vida ordinaria. Por ello, al asumir la dirección del Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina (CIESPAL), puse el empeño —y se logró— de crear el primer Medialab de Ecuador. De esta manera, frente al discurso de la ajenidad, se hizo una apuesta por la comunicología como ciencia aplicada, que debe experimentar, transgredir patrones, abrir espacios de diálogo y confabulación, inaugurando nuevos contenidos, haciendo cosas con palabras.

Si, como decía Marx, un pensamiento crítico no pretende dar respuestas, sino cuestionar las preguntas, la cuestión hoy en día es discutir desde dónde formulamos el papel actual de las TIC en la teoría y en la práctica social. Tal tarea se nos antoja urgente. Nos encontramos rodeados de un entorno tecnológico en el hogar, en el trabajo, en el espacio educativo y en el asociativo. Casi sin darnos cuenta, nos hemos ido familiarizando con unas tecnologías que pueden resultar, para muchos, actualmente, de lo más familiar. Hemos incorporado los ordenadores —primero fijos, luego portátiles—. Han ido llegando las conexiones a internet, desde el cable módem inicial hasta la banda ancha o el wifi actual. Creamos una cuenta de correo, nos suscribimos a listas de distribución, utilizamos el chat/messenger y la videoconferencia. Paralelamente, se integra la tecnología del teléfono móvil, la televisión digital terrestre, la red digital de servicios integrados, un conjunto de dispositivos y equipamientos culturales que dan cuenta de un nuevo entorno y ecología de vida, en la que debe convivir el ciudadano moderno.

Lo más importante, sin embargo, es que, junto con las tecnologías, accedemos a unos discursos sobre sus usos y potencialidades que nos llegan desde diferentes actores sociales: los propios fabricantes, los medios de comunicación, los representantes políticos, los activistas sociales. Las tecnologías se nos presentan envueltas en un folclore (Roszak), unos mitos que prometen mucho más de lo que pueden ofrecer. Por ello, trataremos de perfilar en este informe un panorama global y contextualizado, que facilite al lector los procesos creativos de intervención social, desde una reflexión crítica sobre las respuestas que generalmente se buscan en las tecnologías y que, con frecuencia, no se encuentran, por más que nos prometan resolver los problemas sociales de la revolución digital. A poco que exploremos en estas búsquedas, es más que probable que encontremos argumentos que van más allá de las necesidades meramente informativas o instrumentales. Ahora, la cuestión es si en las HD —este objeto difuso emergente que puede transformar la academia— prevalece una mirada mediocéntrica —preocupada por el canal— o realmente implica una revolución cultural que altere los cimientos de la universidad y, sobre todo, de la vida moderna.

Con frecuencia, la literatura y debates en la materia tienden —es necesario reconocerlo— a reeditar un reduccionismo empobrecedor sobre las mudanzas de nuestro tiempo. El discurso dominante, que podríamos calificar de instrumental, piensa las HD en términos del paradigma informacional, y relega como resultado la dimensión más prometedora y sugerente de esta área transversal —que es la relativa a la subjetividad— a la creación e innovación social. Desde luego, si un valor real cabe reconocer a las HD no es el de constituir, como hicieron los estudios culturales con el feminismo o el análisis de las culturas populares, un espacio más de poder en la universidad, sino esa voluntad insumisa y transdisciplinaria que trata de pensar las mediaciones entre tecnologías, sistemas de información y dinámica social. Como sabemos, un pensamiento no mediocéntrico, la mediación social, implica conectar y relacionar procesos aparentemente inconexos, sin redes tejidas o pensadas. Los medialabs, fatlabs, laboratorios ciudadanos o, como veremos, las universidades de la tierra y populares, se distinguen por juntar lo que nunca hubo de estar separado, incluyendo comunicólogos, ingenieros, artistas, gestores culturales, antropólogos y toda suerte de actores-red dispuestos a producir en común. Esta voluntad insumisa es la propia de la vida y casa bien con un concepto no cosificante de la información, del código.

Desde una lectura productiva de la mediación, sabemos que la información, más que un producto, es un proceso. Implica una relación. La información es de alguien para alguien y su valor presupone una dinámica social. No tiene ninguna validez, a pesar de que esté registrada en nuestro disco o en una estantería para su préstamo potencial. En ciencias de la información han prevalecido, desde Otlet, una visión positiva y una concepción muerta, estática, del archivo. La información es pensada y registrada independientemente del sujeto codificador o del sujeto que decodifica; eso es, la información es un producto por clasificar como memoria, supuestamente pensando en su usuario final, pero en el fondo siempre objetivada como insumo.

En la era del hipertexto, el usuario no es que no visite la biblioteca, es que reafirma la dimensión dialéctica de la información/transacción. Problematizar la relación del archivo con los contextos es justamente el elemento creativo de las HD que algunos reprueban, y que nos sitúa ante otro escenario cultural en medio de una resistencia del Autor, con mayúsculas, por afirmar su control de todo registro. Por ejemplo, aún muchos artistas siguen anclados en el universo del derecho de propiedad, no tanto para proteger el derecho moral, como para reproducir el estatus como sujeto, de acuerdo con la clásica división del trabajo. Son numerosas en este sentido las disputas para que los usuarios no alteren o jueguen con imágenes, obras y figuras libremente. Pero, ¿es posible no alterar el contenido cuando, como explica Borys Groys, toda economía cultural opera como proceso de comunicación que convierte lo profano en culto, al mezclar, dar valor y sentido a lo que no tenía, para que no se altere el mensaje?

Una de las formas más interesantes en la sedimentación de la nueva cultura de archivo es justamente el margen de libertad para la creación que las tecnologías permiten al usuario, que hoy por hoy puede jugar con los códigos, recrearlos y combinar texturas, intercambiar elementos de la información y llevar a la vida —utopía del arte— universos imaginados por todo autor. Por tanto, en la era del hipertexto, pensar los archivos y sistemas de conocimiento en relación con los territorios, los actores, los procesos sociales, pasa no tanto por la reproducción y clasificación positiva de la realidad, como por la creación abierta y la producción. Esto es, por una mirada otra.

Desde los debates de la Unesco a finales del siglo XX, se viene avanzando que el futuro de la universidad exige un nuevo horizonte de comprensión de la mediación social. Primero, porque la parcelación de saberes impide la respuesta a nuevos retos y objetos de conocimiento; segundo, porque las transformaciones aceleradas del capitalismo necesitan una mayor flexibilidad para acomodar diferentes perspectivas, actores, técnicas, métodos, etc. Es decir, problemas concretos necesitan abordajes muchos más complejos en el proceso de construcción de conocimiento, hoy definitivamente condicionado por la mediación tecnológica.

Señalábamos, páginas atrás, que una de las funciones cognitivas superiores en el pensamiento relacional es justamente la capacidad de conectar. Y justamente es la conexión —la principal dificultad en los procesos transdisciplinarios a la hora de integrar lenguajes, formas de organización de archivos y de miradas problemáticas— lo que necesitamos superar para buscar soluciones e interpretaciones realmente consistentes ante el reto de innovar y resolver los problemas de nuestro tiempo. Por eso, cada vez más, uno de los problemas actuales en la educación superior es cómo crear entornos creativos. Ello pasa, sin duda, por revalorizar manifestaciones culturales que tienen un contenido y una sabiduría convencionalmente desvalorizada. Evidentemente, se trata de cumplir con la apertura de la institucionalidad. No se trata simplemente de las disciplinas codificadas y de establecer un diálogo entre ellas, significa también abrirse a los mundos de vida en una nueva praxis teórica que debe ser significativa y que debe replantear los modos de la racionalidad eurocéntrica, occidental y logocéntricas en ese ámbito. Vaya por delante la advertencia de que, salvo experiencias como la de México (2011), las HD suelen estar bajo el dominio o influencia angloamericana, como sucediera con los estudios poscoloniales.

Por ello, deberíamos reformular esta lectura desde el giro decolonial, en términos de economía política del archivo; es decir, del conocimiento y su estatuto en este nuevo horizonte. Si no lo hacemos desde esa mirada, las humanidades digitales simplemente se convierten en una manera de transferir —según una lógica difusionista e instrumental— los contenidos clásicos, con las formas en que están en la modernidad clásica, en un nuevo soporte-registro. En otras palabras, las HD deben replantearnos no tanto los retos de la exomemoria digital —en una deriva outletiana—, como los de la mirada, de raciocinio, de reflexividad dialógica, más articulada con los territorios, mucho más problematizadora del archivo, de las redes y articulaciones de la información y del conocimiento. Cuando hablamos de archivo, estamos hablando de las representaciones, de historia de las mentalidades y de cómo podemos ir deconstruyendo y reviviendo esas Culturas —con mayúscula— clásicas, y también otras culturas que han sido obliteradas.

La aplicación de los sistemas multimedia en el contexto universitario es, como apuntamos citando a Freire, un problema de escritura más que de lectura. De escritura, porque la cultura del hipertexto modifica las categorías y modelos de conocimiento tradicionales, al revolucionar las funciones del autor, del texto y del lector, que ha canonizado la racionalidad occidental en modelos como la teoría matemática de la comunicación. Problema, en fin, de escritura, pues la multiplicación de las posibilidades combinatorias de las tecnologías hipermedia ha supuesto la implosión de la producción textual y la diversificación de los itinerarios de escritura, lo que vuelve —si cabe— más densos y modificables los mapas lingüísticos de conocimiento de la realidad, así como las formas de circulación y acceso al saber... Y de lectura, porque el nuevo sistema multimedia cuestiona por fin la concepción informática de la comunicación, en favor de una concepción interactiva, compleja y dinámica de los procesos de información y conocimiento, acorde con la naturaleza abierta, dialéctica y construida de la ecología cultural.

El actual desarrollo tecnológico está imprimiendo significativos cambios en la concepción del sujeto y el conocimiento de la realidad social, por la transformación de las tradicionales categorías de tiempo y espacio, lo que nos sitúa en el escenario complejo y paradójico de nuevos procesos de mediación social no reductibles a los tradicionales parámetros del universo cartesiano.

El concepto de navegación como metáfora de la dinámica comunicacional contemporánea es indicativo de este proceso de mutación, que anticipa una radical transformación de las formas de procesamiento y acceso a la información, según la lógica difusionista y —en palabras de Abraham Moles— “conservadora” de la cultura de masas, que hasta ahora ha venido jerarquizando la división funcional entre emisores y receptores. Las nuevas formas de organización de lo informativo, por medio de los sistemas digitales de procesamiento de datos, han modificado, de este modo, las habituales pautas de consumo y expresión cultural que hacen de hecho viable no solo la intertextualidad productiva, teorizada por Bajtín, sino incluso la producción textual, potencialmente universalizada, así como sinergias cognitivas como las que apunta De Kerckhove respecto a la inteligencia conectada en las nuevas redes de comunicación.

La tecnología digital plantea, en consecuencia, una reconceptualización de los problemas de información y conocimiento en relación con la educación y la cultura, que hace necesario un aprendizaje significativo de los educandos en la infoesfera de la nueva cultura electrónica. En la medida en que las redes telemáticas y las nuevas tecnologías digitales están separando la información del plano físico de transmisión —lo que permite hoy que cualquier sujeto utilice la tecnología de la producción textual en su máxima potencia—, la universalidad de la educación superior entra definitivamente en crisis, así como las jerarquías, compartimentaciones, disciplinamientos y modelos discrecionales de organización del saber y de la ciencia. Señalo esto porque las HD no tienen un amplio espacio de aceptación en la universidad en nuestro ámbito, más allá de la búsqueda que se hace con los grupos que son repositorios de archivos o la generación del archivo. La transdisciplinariedad es escasa, marginal y un elemento siempre postergado, que habría que considerar seriamente si asumiéramos muchas de las ideas recogidas en la revolución pasiva que vivimos con la convergencia digital: el autoaprendizaje, la libertad creativa, la experimentación, etc.

Un ejemplo ilustrativo de esta nueva lógica de enunciación son los procesos de cocreación que se dan fuera de la universidad y que dan lugar a procesos de experimentación que no se suelen dar dentro de ella. Laboratorios de lo procomún —como Medialab Prado— cuestionan las formas tradicionales de transmisión y producción de saber, mientras producen bienes, recursos, tanto tangibles como intangibles, vinculados también a la industria, desarrollando procesos innovadores de asociación y articulación social. En estas experiencias no se trata solo de desarrollar en la práctica una lógica transdisciplinaria de producción de conocimiento, sino, sobre todo, de impulsar nuevas formas de invención, nuevas narrativas y nuevas formas de acercar el conocimiento, pensado como conocimiento abierto.

Cuando hablamos de conocimiento abierto, esto implica no solo una defensa, como principio de los Creative Commons; significa, antes bien, pensar el saber como un conocimiento conectado con actores que no son especialistas —según la división social del trabajo que ha prevalecido en la sociedad industrial—, pero que pueden aportar a la lectura o la interpretación, que pueden crear, que pueden inventar. En realidad, esta posibilidad siempre ha estado presente, solo que ahora la hacemos visible con la tecnología que ha cambiado el régimen de información.

Con la noción de hipertexto, Theodor Nelson ha demostrado que la escritura, como ya anticipara Barthes, no tiene por qué ser secuencial, y que los textos no tienen por qué circular en una sola dirección. La tecnocultura del hipertexto prueba el carácter multidireccional y simultáneo del saber textualizado, como una forma de articulación de redes y materiales interconectados en forma de texto expandido, en el que se multiplican y amplían exponencialmente las posibilidades de difusión del conocimiento, y de formación y capacitación profesional, centralizadas por el medio libro, a través de diferentes formatos y soportes de información.

El desarrollo de los microordenadores y la tecnología multimedia ha llamado de inmediato la atención de la comunidad universitaria, necesitada como está de sistemas de procesamiento de información adecuados al aumento exponencial del conocimiento. Desde prácticamente la década de los años ochenta, el hipertexto y los sistemas multimedia son parte integrante, aunque marginal, de los proyectos de modernización y actualización experimental en el diseño de las políticas de planeación educativa en numerosas universidades, abriendo así la puerta a una infinidad de problemas aún no suficientemente investigados. Cabe, en este sentido, apuntar algunas críticas y propuestas de la agenda de investigación.

Hablábamos antes de geopolítica y economía del conocimiento. Pensar los archivos es pensar también sobre nuestros territorios y, por tanto, sobre las comunidades y códigos culturales de referencia. Cómo las máquinas de procesamiento de información que nos desorganizan reproducen nuestra exomemoria digital y cómo los sistemas digitales alteran nuestros cronotopos, todo ello apunta a una crítica de la modernidad, a una relectura del conocimiento de las humanidades clásicas, en ese sentido. Por otra parte, una segunda crítica que —por más que insistamos en la lógica de la cocreación— prevalece en este horizonte de las HD es una visión individualista de la creatividad, tal y como se planteara en los años ochenta, a propósito de la relación sujeto, objeto y máquinas de procesamiento de información. La propuesta de los repositorios que se depositan en un sistema para la consulta pública sigue siendo radicalmente individualista y no problematiza la dimensión política de la organización del conocimiento de la exomemoria digital. Un proceso que consiste básicamente en la expropiación de la memoria común depositada.

Frente a la lógica de parestesia o dominio de la comunidad silenciada, del decir ordenado que no admite respuesta como característica fundamental del capitalismo maduro, el trabajo de las HD pasa por activar las condiciones políticas para un cambio radical instituyente —a partir de la firme voluntad de implicarse, de complicarse la vida, de ser cómplices de la lucha por otro futuro, de defender radicalmente la dignidad y la vida humanas—, tratando en todo momento de concretar la coherencia de los dichos y los hechos, de la teoría y la práctica, del pensamiento y la acción; entendiendo el compromiso como una cultura de la responsabilidad civil, de la radical política de la dialogía, frente a la privación del espacio y la palabra, que se teje con las redes formales de información y comunicación pública modernas.

La “desrealización” del orden informativo por los nuevos medios digitales ha trastocado los parámetros de medición, representación y control cultural, dando lugar a la emergencia de lo imaginario, históricamente reprimido en la consolidación y materialización de la identidad autocentrada y racionalizadora del sujeto de la modernidad como homo typographicus. En la medida en que las redes telemáticas y las nuevas tecnologías digitales están separando la información del plano físico de la transmisión —lo que permite hoy que cualquier sujeto utilice la tecnología de la producción textual en su máxima potencia—, la universalidad y homogeneidad de la educación entran así definitivamente en crisis, como las jerarquías, compartimentaciones, disciplinamientos y modelos discrecionales de organización del saber y de la ciencia. Uno de los elementos más radicalmente afectos son los tiempos de experiencia y aprendizaje.

La velocidad de escape es incompatible con el saber como experiencia, pero el turbocapitalismo requiere acelerar la circulación de sujetos, mercancías y contenidos de información y conocimiento. Los archivos, las arqueologías y genealogías del saber clásico —y, en general, la cultura— necesitan tiempo de articulación, tiempo de reflexión, tiempo de aprendizaje. El diálogo de saberes exigiría más bien tiempos lentos para poder garantizar otros ecosistemas culturales más vinculados al territorio.

En resumen, y para concluir lo expuesto hasta este punto, con las HD tenemos un nuevo objeto, tenemos una mirada otra. Pero es preciso emprender una ruptura epistemológica, que, básicamente, gira en torno al reto de adentrarnos en la importancia del canal o de abrir, de algún modo, espectros de problemáticas que apuntan a la necesaria transformación de los modelos de organización de la educación superior, de la institucionalidad más allá del posmodernismo ecléctico, que en la transdisciplina es simplemente mediatizado por la tecnología. Este es el problema de la tecnología, que, sin duda, afecta a la construcción del proceso de observación a la mirada.

Diálogo de saberes y universidad expandida

Toda mediación social es producción (práctica y simbólica) de las condiciones de convivencia humana. Toda mediación presupone una construcción subjetiva del poder y de la potencia de realización del reino de la libertad, así como la identificación y reproducción de las necesidades sociales, con independencia de la radical voluntad de autorrealización de los actores sociales. Toda mediación presupone, por lo tanto, una actuación sobre el mundo, una proyección política y cultural de las formas de actividad individual y colectiva que hacen posible el desarrollo local, que modula e instituye el sistema de regulación del orden social. De aquí la importancia de pensar la mediación como un problema estratégico para la democracia y los derechos humanos, y el pensamiento como acto deliberado de apertura intersubjetiva, de producción de comunidad, como vínculo, como constitución intersubjetiva de la vida social.

Por otra parte, todo sistema —advierte Edgar Morin— es, por definición, abierto y cerrado. Para reconocerse como tal, debe proceder a establecer clausuras y distinciones con el ecosistema en el que se instituye; pero, al tiempo, necesita abrirse a los cambios y turbulencias del entorno como condición de subsistencia. El campo profesional de los comunicadores —y fíjense bien que no hablo de periodismo, ni tampoco de futuros periodistas, como más tarde razonaré— ha tendido, sin embargo, en los últimos años, a un encerramiento estéril, poco adecuado a los retos culturales que emergen con la nueva sociedad del conocimiento, mientras la formación universitaria camina rutinariamente por los caminos trillados de la ciencia periodística, trazados a lo largo del siglo XIX. Esta, sin duda alguna, es la contradicción más significativa de nuestro tiempo, pues pensamos —parafraseando al profesor García Canclini— como ciudadanos del siglo XIX, cuando en realidad los usuarios de la comunicación son consumidores que viven y se relacionan a partir de patrones culturales más propios del nuevo milenio.

La transformación social acelerada y el desarrollo de nuevas condiciones culturales de organización del cambio social establecen un nuevo escenario de interacción comunicativa, que exige, lógicamente, nuevas respuestas en las estrategias formativas de los profesionales de la comunicación.

La ecología mediática que emerge del modo de producción informativa con el que leemos, trazamos y activamos el lazo social favorece sinergias cognitivas que multiplican la creatividad cultural, lo que hace necesario un nuevo sujeto profesional de la información:

En la era de la “conectividad global”, el profesional de las industrias de la conciencia empieza a dejar de ser un informador, para comunicar, como medio (él mismo) de reflexividad social, las trayectorias, las pautas, los desniveles y las contradicciones del campo cultural.

Sin entrar a analizar los cambios del entorno que los nuevos profesionales de los medios observan sin considerar a fondo, en el propio sistema informativo hoy se constatan cambios —no solo tecnológicos— significativos que inciden en la necesidad de un replanteamiento de la actividad de los mediadores de la comunicación, y, desde luego, de la cultura profesional y académica que la sustenta.

Un primer cambio destacable en las nuevas lógicas sociocomunicativas es el paso de modelos lineales de mediación a procesos transversales de producción informativa. La interconexión y multilinealidad de los nuevos medios de producción simbólica están modificando los criterios y estrategias de programación cultural. El modelo E/M/R no nos sirve para formar a los futuros comunicadores en un escenario:

La sociedad informacional está creando un universo capilar de canales, medios, contenidos y señales, en el que la socialización del poder de informar y pensar, colectivamente, a través de las redes de interacción y conexión en tiempo real, cuestiona la función periodística, tal y como la conocemos actualmente. El nuevo mediador cultural de la civilización tecnológica no debe, ni puede, seguir ejerciendo como informador, como dispositivo amplificador de fuentes institucionales, como sucede con el tratamiento de la noticia, por ser él mismo fuente y servidor cultural en el escenario de la convergencia de las nuevas comunidades mediáticas.

Convergencia y comunidad, estas son dos de las palabras clave de la sociedad del conocimiento, a juicio de los futurólogos de la civilización tecnológica, a las que cabría añadir la relevancia de los contenidos en un entorno que, como vimos al inicio de este capítulo, está relacionado, directamente, con las cuencas de cooperación y la explotación o captura del capital del trabajo vivo —que se despliega en forma de externalidades positivas—. Así, la proliferación de iniciativas de las ciudades del conocimiento, las ciudades educativas o los tecnopolos y parques tecnológicos, que en parte impulsan las industrias culturales, vinculando el sector de la comunicación con realidades apenas consideradas por los estudios comunicológicos —como la ordenación del espacio y la definición de los imaginarios urbanos como fuente de acumulación de capital y valorización de la cultura local—; estas iniciativas plantean, en nuestro tiempo, la necesidad de una nueva agenda y redefinición del problema de las políticas educativas en nuestro ámbito de conocimiento.

En las siguientes páginas, para este tercer y último eje, vamos a tratar de abordar los principales ejes críticos de la llamada educación expandida con la nueva topología ciudadana, al apuntar líneas de fuerza y contradicciones de la comunicación total en la era de las multitudes conectadas en red. De forma sucinta, trataremos de perfilar un diagnóstico general de algunas de las principales tendencias o cambios sociales que introduce lo que denominamos sociedad informacional en la era del aprendizaje, a lo largo de toda la vida y en todo espacio, analizando qué tipo de cambios conlleva esta; cómo utiliza el eje de articulación comunicación-desarrollo-cambio social para la construcción de la ciudadanía y de lo público en la transformación del proceso de reproducción social; y, en coherencia, finalmente, qué elementos innovadores para la crítica teórica se observan en los nuevos procesos de reconfiguración de la economía política del archivo.

Una de las propuestas de interpretación de estos fenómenos es la lectura praxiológica del proceso de adquisición de competencias, que recupera la tradición crítica de la educación popular de América Latina. Se propone, en esta tercera sesión, un análisis de los elementos o puntos críticos de construcción de las ecologías de vida y culturales, al establecer las bases de un nuevo marco comprensivo de la educación superior y concebir la universidad como un espacio colaborativo de mundos diversos, en términos de pluriversidad.

En la era del llamado trabajo inmaterial de la economía de la comunicación y la cultura, resulta que la universidad está pidiendo una suerte de reconversión industrial en la era del periodismo; resulta que los profesores, las universidades, la educación superior están viviendo una reconversión industrial, es decir, una organización científica del trabajo educativo, una señalización y producción en serie de conocimiento, en buena medida por la evolución de las TIC, el multimedia, en lo que será un proceso, lógicamente, de descualificación de la puesta de trabajo virtual (por ejemplo, la transferencia de saberes al soporte físico, la infraestructura tecnológica del hardware, el software para mirar otras modalidades de transmisión de la información y el conocimiento).

En ese sentido, vamos a hablar de una crisis de la institución, entendiendo crisis como un proceso de transformación de los modelos de organización de las confecciones al uso del modelo dominante, un modelo de la educación moderna muy positivista, muy de la racionalidad cartesiana; en la que tenemos que centrarnos en modalidades que hasta entonces no habían sido consideradas —por ejemplo, qué relación tiene el mundo de la universidad con el mundo del trabajo—.

En la apertura de este capítulo hablábamos de la importancia en el capitalismo cognitivo del principio de conectividad. Entendemos el diálogo de saberes como la necesidad de conectar la profesión y transmisión de conocimiento con otros procesos que tienen lugar en los contextos más amplios de la sociedad y de los mundos de vida. La crisis de la institución universitaria viene dada por la renuncia a esta apertura y por la emergencia de procesos de impugnación del sentido de la división social del trabajo. Así, por ejemplo, se observa, entre otros procesos, la obsolescencia de los saberes, que el modelo de circulación y producción de saber expandido contribuye a acelerar mediante la circulación abierta en canales y circuitos de valorización ajenos a la universidad. Desde otra perspectiva, las entidades corporativas señalan que la transmisión de competencias y capacidades está mucho más vinculada con la empresa, en la disputa que mantienen por la certificación de facultades para el ejercicio profesional. Es justamente por ese modelo de desconexión que podemos ir constatando que diferentes actores públicos y privados demandan de la universidad un rol o función abierta a la realidad. Así, por ejemplo, desde los años setenta se viene afirmando la importancia de la educación no formal; es decir, cierta desescolarización sobre la que se ha venido avanzando con la educación a distancia, el desarrollo de las TIC y los medios de acceso abierto; mientras el capitalismo cognitivo privatiza, cerca y limita el dominio público de la información y el conocimiento.

En este marco estructural, cuando hablamos de educación expandida pretendemos, de algún modo, considerar cómo otros espacios, que no habían sido valorizados como formas de aprendizaje cognitivo —desde la educación no formal a formas incidentales o abiertas que plantean contradicciones en el plano micro—, constituyen hoy los espacios y lugares de aprendizaje y experiencia de la mayoría de los sujetos, en especial de las nuevas generaciones.

Si existen códigos abiertos, hay un proceso de transición hacia la socialización del poder informar que exige seguir pensando en la necesidad del trabajo colaborativo basado en el diálogo de saberes, lo que plantea el requisito de reconocer a nuevos mediadores; esto es: qué tipo o concepto de información y conocimiento se tiene, y qué papel tiene o debe tener la universidad en el actual contexto histórico. Vaya por delante —desde el ensayo de Ortega a nuestro tiempo— que, hoy por hoy, no es pertinente mantener una visión periclitada de la educación superior en lo que denominamos universidad-zombi, concebida como institución exclusiva para la reproducción del conocimiento, las competencias y los saberes. Seguir pensando en esos términos, desconectados de los procesos sociales más amplios que están generándose en las cuencas de cooperación y las redes sociales, no es sostenible. Si sabemos que tienen lugar nuevas prácticas colaborativas que desarrollan nuevas oportunidades de conocimiento, nuevos contenidos —que hay que asumir como una de las condiciones a este respecto—, parece lógico pensar en nuevas formas y procesos de mediación, empezando por las lógicas cooperativas. En un tiempo de economía de los bienes comunes es, sin duda, necesario articular redes de aprendizaje, espacios compartidos de saber, espacios no formales de educación y, evidentemente también, modos de difusión del conocimiento y de circulación del saber más dialógicos y participativos.

Esta apuesta no es una cuestión metodológica, sino esencialmente epistémica. La importancia asignada a este reto de transición de la universidad se justifica por la necesidad constatada de emergencia de una nueva cultura vinculada con el universo digital, donde empecemos a reconocer la importancia de otros actores colectivos, como los movimientos sociales, que están desarrollando otras capacidades no escrutadas en la educación formal.

Cuando hablamos de redes, hablamos de comunidades, y hablamos, por tanto, de saber compartido. Siguiendo a Freire, una de las características de toda cultura es la lógica de diálogo como condición existencial. Cuando hablamos de diálogo de saberes con actores aislados y excluidos, hay que cuestionar los procedimientos y lógicas de organización convencionales. Por ello, muchas comunidades están desarrollando espacios no formales, formas del saber compartidos y otros procesos de aprendizaje que conectan con el mundo, en los que la emoción y la experiencia situada hacen el aprendizaje más significativo, lo que determina las condiciones de la experiencia pedagógica fuera de la institución escolar. Así, en las últimas dos décadas, por ejemplo, en España se han desarrollado, como en América Latina, universidades de la experiencia, para las personas mayores que nunca habían ido a la universidad, vinculadas con el territorio, como parte de una vejez activa, que entroncan con la tradición sociocrítica de la educación de adultos.

Retomando esta experiencia, podríamos afirmar que una universidad expandida, una universidad de vida, no zombi, es una universidad de la experiencia, una educación que —parafraseando a Boaventura de Sousa Santos— no permite el desperdicio de la experiencia. Por ello, se debe recuperar la experimentalidad y trabajar con esa idea de caos, de incertidumbre, de construir una educación creativa que aporte conocimiento; es decir, considerar, por ejemplo, la facultad de comunicación en laboratorios y pensar la enseñanza del aprendizaje como un proceso creativo. Decía el profesor Jesús Ibáñez (1986) que la diferencia entre pensamiento nómada y pensamiento sedentario se da justamente en términos de si el sujeto de conocimiento procura el saber como parte de un proceso hipotético-deductivo de investigación y análisis a priori, propio de una lógica cartesiana, o pensamos, desde una visión constructivista, la relación entre el sujeto y el objeto de conocimiento desde el materialismo del encuentro, como un proceso de construcción compartido del código.

La universidad expandida es, por definición, un espacio de convergencia, de descubrimiento y de experimentación; un laboratorio, en fin, ciudadano, que opera según lógicas distintas que, de algún modo, se identifican con las comunidades del software libre o las formas de trabajo colaborativo basado en el espíritu hacker. Lo paradójico es que, en los tiempos de la organización escolar abierta y eco-referenciada, los procesos de evaluación, acreditación, desarrollo y funcionamiento de la universidad tienden a imponer una lógica de reconversión industrial, según un modelo de organización y regulación fordista, que marca unos tiempos y espacios de productividad contrarios a la cultura dialógica aquí sugerida.

Muchos de los procesos de modernización tecnológica de la universidad fracasan justamente porque no se piensa con los sujetos, sino con los objetos. O pensamos en la mediación o pensamos en las mediciones; o pensamos en lógicas colaborativas o la educación francamente se convierte en una pura ficción, en una fantasía que no obedece al proceso real o a la función general que puede cumplir en la sociedad actual ante el reto de producción y socialización radical del conocimiento. El reto hoy de una educación alterativa, de comunidades abiertas y expandidas pasa, en este sentido, por impugnar la racionalidad abstracta del valor, empezando por revisar la filosofía copyright y las patentes, así como la figura de autor.

Estamos en el siglo XXI y seguimos pensando en la figura del intelectual más propio del siglo XIX, cuando vivimos amenazados por verdaderos monopolios virtuales que limitan el acceso al conocimiento abierto. Si no logramos cuestionar estos modelos de organización, la universidad no podrá cumplir su función en nuestro tiempo.

Pensar la comunidad con metodología como alfa y omega ante toda experiencia de aprendizaje —y, lógicamente, también introducir un debate de los estudios para seguir planteando qué tipo de pedagogías son adecuadas para el actual modelo de mediación social, qué otro tipo de modelo de aprendizaje se puede desarrollar— es el primer paso de esta ruptura epistemológica. No estoy hablando de desescolarizar —como se planteó en México décadas atrás—, sino de descentralizar y recomponer, en comunidades de introducción y figuración de saberes, otros tiempos y dinámicas de aprendizaje, a partir de preguntas básicas intempestivas. A saber: ¿qué quiero aprender? ¿Qué puedo aportar? ¿A quién conozco?

Estas son preguntas fundamentales en las universidades de la tierra, en la educación popular, desarrollando sus propios currículos, sus propias experiencias y formas de articulación, que tradicionalmente la escuela moderna había descartado como no significativas, como no competentes, en términos de certificación de competencias. La colonización de la universidad, desde la física pedagógica y la lógica cartesiana, siempre negó las formas subjetivas, vivenciales, situadas de conocimiento y experiencia. Y hoy que se exige de la educación una apertura al entorno, esta reedita el fisicalismo en forma de reconversión industrial, al introducir las TIC para la educación a distancia, o, como observamos con frecuencia, adaptar la enseñanza a las demandas del mercado laboral.

Esto es, de acuerdo con la lógica de valor, característico del capitalismo cognitivo, en el que prima la generación artificial de la escasez en la era de la abundancia del conocimiento. Esta dinámica básica en la era de la educación expandida, junto con los procesos de desintermediación, desnacionalización y mercantilización —con la paradoja de que los sistemas y plataformas que producen el conocimiento son transnacionales—, nos conectan de manera global, mientras el currículo educativo se sigue planeando nacionalmente. Las políticas educativas son de base nacional y las universidades siguen siendo pensadas en el marco del Estado-nación, impelidas a operar según dinámicas competitivas. Más allá de analizar dicotómicamente la dialéctica de lo global y lo nacional, y reafirmar las políticas culturales de base local, pensar el diálogo de saberes es más que situar los conocimientos en ámbitos de proximidad. Implica, además, discutir, impugnar el proceso de colonización, no solo lingüística, tecnológica o económica, sino, también, cultural y educativa; por ejemplo, en los protocolos de evaluación del sistema educativo, en los modelos de organización, en las agendas científicas y tecnológicas, en las concepciones de la modernización en la escuela y en la universidad.

Hoy por hoy son ostensibles los procesos de uniformidad cultural que imponen los patrones que se replican en lo nacional respecto al orden del sistema de enseñanza-aprendizaje. Al tiempo, se asume una lógica de la des-ilustración, que ha acompañado los discursos sobre la crisis de la universidad, al reivindicar la idea de expandir los saberes y abrirlos a la diversidad de conocimientos, lo que resulta básicamente una crítica a la razón. Bien es cierto que nunca como antes ha sido más oportuna la crítica a la razón occidental, eurocéntrica, en pro de una descolonización de esa concepción cartesiana, heredada, ilustrada, que piensa en términos de hombre blanco la producción y jerarquía de los conocimientos validados. Pero la crítica de una racionalidad prevaleciente como esta termina, en muchos casos, en una suerte de deslocalización; esto es, en una aceleración rápida de la experiencia de aprendizaje. Pensemos en la universidad móvil, la universidad portátil, fuera de los límites espaciales que son propios de la lógica mercantil, de la obsolescencia incluso planificada de la cualificación de competencias del sistema público de acreditación.

El problema de esta dinámica es que el proceso de valorización acelerado de saberes convierte en obsoletos a los sujetos y el valor de uso, y la vida termina siendo amenazada por esta aceleración. Este es un elemento por discutir, pues, efectivamente, se está deslocalizando la universidad —cuantos más créditos se acumulan, títulos y diplomas de estudiantes, más desacreditada está la propia universidad—, una contradicción del capitalismo cognitivo, que tiene que ver con esa aceleración de la experiencia y del aprendizaje informal, contrario al diálogo de saberes y la educación expandida. En el fondo, estamos acometiendo la contradicción de base entre la educación como servicio público, prestataria de un bien común, que exige la socialización de los conocimientos, o la enseñanza como una mercancía sujeta al proceso acelerado de rotación. En este escenario, solo tenemos claro que el futuro de la educación dependerá de la capacidad de los trabajadores culturales de desplegar la virtud política de la articulación social, de lo que Bajtín ilustrara como elemento definitorio de las culturas populares: la adaptación creativa a partir de la escucha activa.

Referencias

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1 Director general del Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina (CIESPAL). Catedrático de Teoría de la Comunicación e investigador del Instituto Universitario de Estudios sobre América Latina (IEAL). Director del Grupo Interdisciplinario de Estudios en Comunicación, Política y Cambio Social (disponible en www.compoliticas.org), y editor de la Revista de Estudios para el Desarrollo Social de la Comunicación (disponible en www.revista-redes.com). Experto en políticas de comunicación, nuevas tecnologías y participación ciudadana de la Unión Europea; ha dictado clases y conferencias como profesor invitado en universidades de toda América Latina, y en los más prestigiosos centros de investigación y universidades de España, Portugal, Francia e Italia. Autor, entre otras publicaciones, de Políticas de comunicación y educación. Crítica y desarrollo de la sociedad del conocimiento (Barcelona: Gedisa, 2006) y Elementos de teoría de la información (Sevilla: MAD, 1999). En la actualidad, es presidente de la Unión Latina de Economía Política de la Información, la Comunicación y la Cultura (www.ulepicc.org). fsierra@us.es


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