Familia canguro

El Canguro se vive en familia

Por: David Mayorga  |   Fotografía:  Daniel Garrido


Los González López han pertenecido al Programa Mamá Canguro por partida doble. Los cuidados iniciales que tuvieron con su hija repercutieron para que ella brinde hoy, desde la psicología, una ayuda esencial a las madres primerizas a través del empoderamiento individual y familiar.

A esa hora todo andaba con mayor lentitud. Los carros se mezclaban con busetas, colectivos y ejecutivos en una frenética competencia por avanzar e impedir que el semáforo en rojo los detuviera; los peatones recibían todos los pitos y el smog mientras trataban de leer los posibles destinos en las tablas de cada ruta; allá arriba el sol corría a esconderse. En medio de esta selva de cemento y confusiones, Ignacio González trataba de llegar lo más rápido posible a la cita con su hija. Bajaba las escaleras del bus, se aflojaba la corbata, avanzaba por entre el andén, esquivaba a los transeúntes que buscaban transporte en la avenida Caracas, en pleno corazón de la Bogotá de los años 90, y entraba al edificio blanco de tres plantas.

Respondía las preguntas de rigor, caminaba por los pasillos que se sabía de memoria y subía a la sala de incubadoras. Adentro, las mujeres que cuidaban la evolución de sus hijos lo miraban entrar con su sonrisa, mientras se quitaba el saco y la corbata, abría su camisa y saludaba a la pequeña María Alejandra; entonces abría la máquina, tomaba a la bebé, la acercaba al pecho y se quedaba contemplándola un buen rato. De la nada, brotaban de sus labios los versos tantas veces repetidos por Vicente Fernández:

Es mi niña bonita, con tu carita de rosa.
Es mi niña bonita, cada día más preciosa.
Es mi niña bonita, hecha de nardo y clavel.  
Es mi niña bonita, es mi niña bonita, ¡cuánto la llego a querer!…”.

“Siempre había un grupo grandísimo de señoras, por lo menos unas 30 ahí junto a las incubadoras, y yo era el único que me atrevía a desconectarla, a sacarla y metérmela en el pecho. Yo me sentaba con mi bebé y me ponía a cantarle, no solamente canciones infantiles sino también modernas, rancheras… Las señoras me miraban raro, creían que estaba borracho”, recuerda hoy, 20 años después, con esa sonrisa que vuelve a dibujarse en su rostro al retroceder el tiempo en su memoria y volver a aquellos primeros días en que salía del trabajo para llegar lo más rápido posible a la Clínica Magadalena, en Teusquillo.

Solo que su sonrisa la contesta hoy una mujer joven, de pelo castaño, largo, y ojos encendidos. María Alejandra González escucha con atención la historia de cómo la suya se convirtió en una Familia Canguro.


Algunos días atrás, en un taxi, Sandra López se dirigía hacia la Clínica San Pedro Claver (hoy Hospital Méderi). La que había sido una mañana común y corriente en su trabajo se interrumpió cuando sintió que algo iba mal. Por teléfono, su esposo la convenció que lo mejor era ir al médico para evitar cualquier complicación con su embarazo. Todo cambiaría tan pronto la vieron los especialistas y le informaron que había roto fuente. “Me dijeron que tenía un embarazo de alto riesgo, pues me había quedado sin líquido”, recuerda.

Las siguientes fueron horas de total confusión: mientras Sandra, en la sala de maternidad, era sometida a una observación constante, afuera, en la sala de espera, Ignacio buscaba sin éxito alguna noticia sobre el estado de salud de su esposa. “Ya a las 10:00 de la mañana de ese día no supe nada más. Estuve esperando todo el día y toda la tarde”, comenta él, mientras su mirada se pierde.

Por aquellos días de finales de los años 90, ambos eran una pareja de jóvenes profesionales (él, abogado; ella, arquitecta) ad portas de tener su primer hijo. La época de embarazo de Sandra no tuvo mayores complicaciones y sí todos los cuidados caseros que su esposo y su familia le ofrecían, hasta el día en que les informaron que todo iba mal. La noticia los cogió tan de improvisto que ni siquiera llevaron los implementos requeridos para la labor de parto. En la sala de espera el reloj daba vueltas sin que nadie dijera nada.

“Lo primero que pensé es que me iban a tener que hospitalizar unos días y que me iba para la casa, pero nunca imaginé que fuera a nacer el bebé, y más faltándole dos meses”, explica ella. La noche llegó y el silencio continuó.

No fue sino hasta la mañana siguiente que a Ignacio le dieron la buena nueva: era papá de una niña. Pero la emoción no sería completa, pues debido a su nacimiento prematuro y su bajo peso (poco más de 1.000 gramos), necesitaba una incubadura. Más tarde le darían otra noticia preocupante: ante el alto pedido de máquinas y el riesgo de que adquiriera una enfermedad de otros neonatos prematuros, era necesario trasladarla a una institución médica con más capacidad, como La Magdalena.

Tres días más tarde, Ignacio vería por primera vez a su hija. Tan pronto lo dejaron entrar a la unidad neonatal, fue directo al cuarto donde una máquina protegía a los recién nacidos antes de tiempo. “No había nombres ni nada pero ese sentimiento fue espectacular cuando empecé a ver a todos esos niños tan pequeñitos… En un momento me paré junto a una incubadora y vi a la niña, me pareció un ángel. Eso fue lo mejor que me pudo pasar: verla tan chiquitita y tan indefensa. Ahí me di cuenta de que era papá”.

Así llegó María Alejandra González al mundo, el 22 de julio de 1998. Y aún tendrían que pasar varios meses para que pudiera respirar, llorar, balbucear y vivir en él.


La emoción de convertirse repentinamente en padres primerizos fue complementada con indicaciones precisas por parte de las enfermeras, quienes los instruyeron a ambos en los cuidados necesarios para que María Alejandra se fortaleciera. La niña tenía que recibir todo el tiempo el calor corporal de sus papás, tomar la mayor cantidad posible de leche materna y sentirse protegida con todos los cuidados recibidos. Así entró la familia González López al Programa Mamá Canguro (PMC), la innovación colombiana que desde 1978 ha aumentado la esperanza de vida de los bebés prematuros y que, para la época, se había convertido en una política acogida por el hoy desaparecido Instituto de Seguros Sociales (ISS).

En sus primeros meses de vida el gran obstáculo para María Alejandra era el frío: sino mantenía el calor corporal podía bajarse gravemente de peso. “Tuvimos que forrar toda la habitación de la niña con cobijas, porque en ese tiempo no teníamos calefacción”, explica Sandra, y añade que los cuidados requerían una precisión especial, pues su esposo la relevaba y acogía a la bebé en su pecho cuando ella tenía que realizar otra actividad, como bañarse; también requirió grandes sacrificios, pues la mamá debía dormir sentada, abrazada a su hija, para evitar que la niña sufriera un ataque repentino de apnea.

Los controles de rutina los hacían en la Clínica San Pedro Claver, más exactamente en la Casita Canguro: la hoy mítica instalación en la que los impulsores del PMC enseñaron a cientos de padres los detalles básicos para mejorar las vidas de sus bebés prematuros o con bajo peso: “Era hermosa, haga de cuenta una casita de muñecas. Había demasiada gente, muchos, muchísimos niños. Las camas eran verticales y allí los acostaban, los desvestían, pesaban y les medían la cabeza”, comenta Sandra.

Esta fue la rutina que la familia González López vivió durante el primer año de vida de María Alejandra, la misma que han seguido miles de familias en Colombia y en los más de 50 países en los que el programa se ha implementado. La literatura científica y las investigaciones adelantadas por los impulsores del método han demostrado que, más allá de mejorar las condiciones de vida de los pequeños pacientes, sus beneficios continúan conforme van pasando los años.

“Dentro de los resultados obtenidos se encontró mayor duración de lactancia materna, mejor ambiente y relaciones familiares, mejor autoestima y desarrollo armónico entre identidad como adolescente y como madre o padre, y el desarrollo integral del niño acorde con los signos preestablecidos”, explica Martha Cristo, magíster en psicología clínica, investigadora de la Pontificia Universidad Javeriana y una de las más activas difusoras del PMC.

Para 2003, los González López regresaron al programa. Esta vez con Daniel, su segundo hijo, quien también nació de forma prematura y tuvo que pasar sus primeros días conectado a un respirador mecánico por cuenta de una grave enfermedad respiratoria. “Duró más de 20 días hospitalizado. No lo podíamos sacar de la incubadora porque estaba entubado completamente, con más de cinco mangueras conectadas, lo único que podíamos hacer era hablarle mucho… No tenerlo en el pecho era más complicado, pero igual, él salió bien de eso”, explica Ignacio.

Una vez superada la crisis, Daniel accedió a los cuidados del programa bajo la misma modalidad que vivió su hermana, con el contacto piel a piel por parte de su familia, las recomendaciones precisas sobre lactancia y las instrucciones del masaje corporal para afianzar la relación afectiva con sus padres.

Y después, al cabo de un año, cuando la familia completó su segunda experiencia en el programa, llegaron los días plenos: los del colegio, las fiestas de cumpleaños, las peleas y las pilatunas entre hermanos, los viajes y todos aquellos momentos que permanecen grabados en sus memorias y consignados en las múltiples fotografías que componen su álbum familiar: aquellos que los han convertido en una Familia Canguro, tal como lo atestigua Sandra: “Ambos se quieren mucho pero están separados en este momento, porque nosotros estamos en Villavicencio y Alejita, aquí en Bogotá, por el estudio. Pero la suya es una relación normal de hermanos”.


En el último año, María Alejandra ha tenido que esquivar a varios transeúntes en el andén, subir las escaleras, responder las preguntas de rigor, caminar por pasillos que sabe de memoria y entrar a la unidad neonatal del Hospital Universitario San Ignacio, donde se desempeña como practicante del Programa Mamá Canguro. Es un paso previo para graduarse como psicóloga de la Pontificia Universidad Javeriana, también una oportunidad para brindar un poco de su experiencia, y la de su familia, a quienes apenas están recorriendo este camino.

“Siempre llegan diferentes historias al programa. Me hacen pensar en mis papás, y es imposible que a uno no se le muevan todos esos sentimientos…”, explica. Ella es una de las primeras caras con las que se encuentran las mamás recién ingresadas; su labor consiste en fortalecer, a partir de diversas actividades como entrevistas, ejercicios prácticos y sesiones de interacción, los vínculos entre la madre (muchas veces adolescente), el padre, sus demás parientes y el bebé prematuro. “No es solamente escuchar; también es, a través del discurso y de lo que he aprendido, empoderar a la familia”.

A través de esas preguntas ella ayuda a identificar los factores protectores y de riesgo, para intervenir, desde el punto de vista psicológico, en el cuidado y perfecto desarrollo del bebé. Este trabajo se suma al de pediatras, enfermeras, trabajadores sociales, entre otros, que ayudan a toda una nueva generación de familias Canguro a mejorar sus perspectivas de vida. “El personal en salud está preparado para brindar orientación, apoyo emocional y acompañamiento permanente a la madre y su familia”, explica Cristo.

Como parte de su práctica, María Alejandra adelanta con las mamás del programa una investigación sobre el duelo simbólico y anticipado: las ayuda a enfrentar ese sentimiento de culpa producido por el nacimiento antes de término, con el cual se hacen trizas todos los imaginarios que había ido construyendo durante el embarazo (un bebé sano, rozagante, una familia unida en torno a la nueva vida que comienza a palpitar, ella misma abrazando con alegría su nuevo rol de madre). Pero ver a su bebé tan frágil y pequeño, a menudo conectado a miles de cables que soportan su vida, hacen que se cuestione no solo como mamá, también como persona.

“En este caso el niño no muere, pero, al verlo tan frágil, la madre se prepara psicológicamente para que muera. A esto le llamamos duelo anticipado”, explica María Alejandra. Con sus entrevistas y las de sus compañeros a 100 pacientes, ha ayudado a diseñar un protocolo inicial de atención, una especie de guía explicativa sobre lo que les depara el programa, para pasar a una intervención psicológica profunda de acuerdo con cada caso en particular. “Con esta investigación pretendo que la madre reconozca cuáles son sus recursos personales para afrontar esa pérdida simbólica”, añade. Esta es su forma de contribuir al programa que la fortaleció físicamente en sus primeros días de vida y que consolidó la unión de su familia. “Quisiera, ya cuando salga a ejercer mi carrera, seguir en el programa, y sentarme con una mamá y decirle que tiene el poder para hacer muchas cosas, que entre las dos lo vamos a descubrir”, explica.


María Alejandra, junto a su mamá, su papá y su hermano, vuelven a mirar las fotografías del álbum familiar. Son abundantes las imágenes de aquellos días difíciles, en los que transmitir el calor corporal era sinónimo de vida, en los que los temores se iban diluyendo entre abrazos, arrullos y canciones. Esos días en que aprendieron, día a día, a ser una Familia Canguro.

“Sólo verlos tan chiquitos, tan indefensos y tener que ponerlos en el pecho… Es una sensación inexplicable”, asegura Sandra, mientras sus ojos brillan de emoción. “Ponerse al bebé en el pecho brinda una energía inexplicable porque, sentir su corazoncito, que se estira, que está mirando, cuidar que no vaya a dejar de respirar… El sacrificio es grandísimo”.