Editorial
En la vida de todo ser humano es inevitable y necesaria la presencia de otras personas a su alrededor. Queramos o no, debemos compartir espacios en el mundo, ya sea de manera ocasional o permanente. Esto ocurre en diversos ámbitos: en la casa o el edificio donde vivimos, en el lugar donde estudiamos o trabajamos, en la calle, la tienda de la esquina o un centro comercial, en un bus o en el avión en el que viajamos. Así se nos impone la convivencia, como pareja o como miembros de una familia numerosa o una comunidad, como vecinos de apartamento o compañeros de oficina, como simples y anónimos pasajeros en un medio de transporte público, en fin, como habitantes de una misma ciudad. Y ese hecho de compartir constituye un gran desafío porque no siempre las personas ni las cosas son como cada uno quisiera que fueran.
En forma reiterada se nos recuerda cómo somos de diferentes, no solo en apariencia física, sino también en intereses y gustos, en talentos y limitaciones, en comportamientos. En un grupo de hermanos, por ejemplo, se puede apreciar esa diversidad que sin duda alguna enriquece una conversación y un análisis, porque con el aporte de todos, cada uno desde su propia perspectiva, al final el horizonte gana en amplitud. Esto es bueno. Sin embargo, la otra cara de la moneda nos habla de dificultades porque en ocasiones no estamos de acuerdo, y ante las diferencias, puede surgir el afán de defender nuestra propia opinión y la insistencia por hacer cambiar de parecer al otro para que se acomode al nuestro. En ese momento aparecen las tensiones, los problemas y los enfrentamientos que en ocasiones pueden llegar a ser muy fuertes y convertirse en graves conflictos.
Lo sucedido recientemente con el asesinato de cuatro niños en el Caquetá, un hecho atroz que a todos los colombianos nos ha conmovido profundamente, plantea de nuevo el tema de la convivencia, de la forma en que asumimos los intereses particulares, enfrentamos las diferencias y solucionamos los problemas.
Queda claro entonces que la discusión no es acerca de si hay o no convivencia, sino si es pacífica o violenta, si es enriquecedora y estimulante, o por el contrario, si incomoda, perturba y hace daño. No se trata, en ningún caso, de pretender que todos piensen lo mismo y que haya homogeneidad, de evitar a toda costa, el pensamiento divergente y asegurar la sumisión, para lo cual no falta quien apele a la intimidación. ¡No! El objetivo es reconocer la diferencia, valorarla, poder exponer y compartir los distintos puntos de vista, buscar lo que nos une, y entre todos encontrar la salida que sea más satisfactoria.
Una buena convivencia requiere en primer lugar la consideración del otro y de su circunstancia, el respeto a su honra y a sus bienes, a su integridad física y a la de sus seres queridos. El respeto, sí. Ahora bien, ese respeto al otro debe asegurarse sin renunciar a la propia dignidad y a los derechos que tiene todo ser humano. Cuántas veces hemos escuchado decir que para evitar que un problema sea mayor, una de las partes se calla y acepta el maltrato y la agresión. Es verdad que en ocasiones se encuentran personas algo cortas de sensatez y racionalidad, y que en esas condiciones es muy difícil llevar adelante una discusión serena y tranquila. En estos casos, el reto es mayor, porque se debe proceder con prudencia y sabiduría. No hay que olvidar que incluso en “un momento de efervescencia y calor”, existe la posibilidad de suspender la discu- sión y evitar decir lo que en el fondo no se quiere y tomar decisiones que no son las mejores.
Otro factor que afecta la convivencia es la eficacia de la justicia porque la paciencia del ser humano tiene sus límites, y en situaciones extremas, un individuo que es agredido continuamente, puede llegar a perder el control de sus actos. Cuando la autoridad competente no actúa con diligencia, las víctimas pueden llegar a “tomar la justicia por su propia mano”, con las graves consecuencias que tiene el actuar así.
Ante estas realidades, nuestra invitación es a trabajar por una convivencia pacífica, por crear ambientes propicios para el diálogo en los cuales se pueda discutir con franqueza y serenidad. En especial, nuestro llamado es por el respeto a los niños, a su vida y a su bienestar, porque ellos no están en capacidad de tomar parte en discusiones propias de los mayores, y lo que es muy grave, no tienen por qué convertirse en víctimas. Tengamos presente que si bien no han de faltar diferencias y conflictos, sí es posible crear un espacio donde quepamos todos y podamos vivir con tranquilidad.
“No se trata, en ningún caso, de pretender que todos piensen lo mismo y que haya homogeneidad, de evitar a toda costa, el pensamiento divergente y asegurar la sumisión, para lo cual no falta quien apele a la intimidación.
¡No! El objetivo es reconocer la diferencia”