mayo 2011 | Edición N°: año 50 No.1267
Por: Diego Antonio Pineda Rivera | Profesor del Departamento de Filosofía



Hay sentencias lapidarias que, puesto que se pronuncian en el momento preciso y parecen expresar un sentimiento colectivo, terminan por volverse con el tiempo puntos de referencia obligados en todas las discusiones sobre un asunto. En Colombia las frases como “este es un país de cafres”, del maestro Echandía, o “aquí la gente se muere más de envidia que de cáncer”, de ‘Cochise’, han terminado por formar parte de nuestro inconsciente colectivo. En los últimos días pudimos escuchar, con estupor y vergüenza a la vez, una de esas frases que parecen llamadas a convertirse en referencia obligada de nuestra conversación diaria. La pronunció Miguel Nule sin, por ello, sonrojarse o despeinarse: “La corrupción es inherente al ser humano”. La reacción ante ella ha sido contradictoria: para unos es la expresión máxima de cinismo; para otros, la muestra más clara de sinceridad. En cualquier caso, ninguna frase sobre la corrupción había alcanzado tal resonancia desde los tiempos, hace ya más de treinta años, en que el ex presidente Turbay prometió “reducir la corrupción a sus justas proporciones”.

¿Y es que, acaso, en cuestión de corrupción, puede haber “justas proporciones”?, nos preguntábamos indignados por entonces. Parece que hoy ya ni siquiera hubiese lugar para tales preguntas y, mucho menos, para cualquier forma de indignación. Si la corrupción es inherente al ser humano, ¿por qué escandalizarse? ¿Acaso no es normal, “natural”, o incluso legítimo, que contratistas, dirigentes políticos y funcionarios públicos caigan, como aves de rapiña, sobre
el presupuesto del Estado? Si para acceder a un contrato es preciso pagar comisiones, ¿qué tiene de extraño que ello se compense con adiciones presupuestales? Si para llegar a ocupar una curul en un órgano de elección popular es preciso invertir varios miles de millones de pesos, ¿qué sentido tiene hacerlo si no se garantiza que se podrá recuperar con creces la inversión? Todo ello entra dentro de una misma lógica: la del negocio.

La política, al igual que la contratación pública, o que la salud, o que los cargos estatales, o que muchas cosas más, se han convertido en un simple negocio en donde se invierte una alta suma de dinero con la seguridad de que el dinero invertido se verá incrementado. Hay, pues, algo de cierto, tristemente cierto, en la frase de Miguel Nule: la corrupción está ya tan enquistada en la administración pública que pareciera ser inherente a ella. El hecho mismo parece ya aceptarlo mucha gente con resignación. Más de una vez he escuchado a distinto tipo de personas diciendo algo así como que “está bien, que roben  pero que dejen alguito para los pobres”. Podría alguien creer que, con lo anterior, pretendo justificar el contenido de frases como la de Miguel Nule. Nada más lejos de mi intención. Lo que pretendo demostrar, más bien, es que este tipo de frases expresan un cierto estado de ánimo que ya empieza a hacerse común: no nos impresiona ya que haya corrupción; sólo nos molesta que ésta haya rebasado sus “justas proporciones”. Lo más grave de la frase en mención es que de tanto repetirla parece volverse cierta: la corrupción es “inherente” (es decir, “natural”, “propia de la condición humana” y, por tanto, legítima, aunque puedan ser condenables algunos excesos) a los seres humanos.

Lo que se sigue de esta premisa es precisamente lo más delicado. En primer lugar, porque, por vía de una fácil generalización, todos los demás quedamos declarados corruptos: todos los que participan en la vida pública, todos los que contratan con el Estado, todos los colombianos, todos los hombres; es decir, usted y yo  y todos los otros. Por esa misma vía, además, quedan disculpados todos los que incurren en actos de corrupción, pues ellos no están haciendo más que hacer algo que cualquiera otro, en una situación semejante a la suya, habría hecho impulsado por su propia condición natural. Por este camino, sobre todo, asuntos como la corrupción quedan a salvo de cualquier consideración ética y lo único que queda por examinar es si los que incurrieron en actos de corrupción violaron o no las normas establecidas. Llegamos así a lo que constituye la más pobre condición a que puede quedar rebajada la ética: a su simple identificación con lo legal. Hemos visto escándalos de corrupción en nuestro país (el más claro de ellos, sin duda, el de los subsidios del programa Agro Ingreso Seguro) en que, para evitar cualquier complicación legal, previamente se alteraron las normas de tal forma que, cada uno de los pasos dados para favorecer a unas pocas familias adineradas con jugosos subsidios estatales, se hiciera “dentro del estricto marco de la ley” Lo grave, entonces, dentro de la misma lógica del negocio antes señalada, no es ahora ser corrupto; lo grave es que uno pueda quedar implicado legalmente. Lo grave no es robar o matar, sino que lo pillen. Con tal de obtener los resultados esperados (en cifras económicas, o de seguridad), ahora todo vale.

Hace unos días escuchaba al participante en un panel añorar los tiempos en que aún aspirábamos a “reducir la corrupción a sus justas proporciones”. ¿Tendremos, acaso, que conformarnos con tan poco? Es cierto que nuestra moralidad ha caído tan bajo que nuestras aspiraciones se reducen a esto. Pero es cierto también que, si seguimos construyendo nuestra vida personal y nuestras instituciones sobre aspiraciones tan bajas, terminaremos por sucumbir a nuestras pobres expectativas. Que la violencia, la corrupción, la intolerancia, la idea de triunfar a toda costa y la cultura del “negocio es negocio” se nos vuelvan tan naturales que hasta podamos creer que son “inherentes al ser humano” es el signo por excelencia de que hemos perdido no sólo la perspectiva moral sobre nuestras vidas, sino, lo que es aún más grave, nuestra elemental capacidad de indignación.