El servidor público
Lo sucedido recientemente en el país ha obligado a los colombianos a volver su mirada sobre aquellos hombres y mujeres que por elección popular o por nombramiento ocupan cargos en las corporaciones públicas, -sean senadores, representantes, diputados o concejales-, y en el gobierno, o son designados como magistrados o jueces, o como miembros de las Fuerzas Armadas o de la Policía Nacional, en una palabra que ejercen funciones al servicio de la Patria y su remuneración está cargo del erario de la Nación. Todo ellos conforman la nómina de servidores públicos, expresión consignada en la Constitución Política que el pueblo de Colombia “decretó, sancionó y promulgó”.
Dos condiciones se conjugan en estas palabras. La primera tiene que ver con el servicio, un término de hondo significado que nos recuerda la preocupación por el otro, por los demás, que son el objetivo de nuestra acción. Quien de veras es servidor abandona conscientemente el centro de atención y lo entrega al otro, a quien sólo de esta forma llega a ser servido. Ahora bien, todos los seres humanos estamos en capacidad de prestar un servicio porque cuando la labor que realizamos se cumple a cabalidad y deja plenamente satisfecho al otro, se transforma definitivamente en servicio. Por supuesto, para los creyentes ese vocablo nos recuerda la admonición de Jesús, -“no he venido para ser servido, sino para servir”-, que se convierte en
mandato evangélico.
La segunda condición hace clara referencia al norte de la labor de esos servidores, que no puede ser otro que el bien común y el interés público. Muy distinto es el interés particular, lo mismo que el interés privado que en ciertos casos constituyen el marco para el desarrollo de las actividades de un individuo o una entidad, incluso cuando de servicios se trata. Detrás de esta labor se encuentra su beneficio particular, generalmente en términos económicos, como lo ilustra bien la figura del prestamista que si ejerce su oficio apelando a un interés excesivo, se convierte en usurero.
Pues bien, al servidor público no lo puede animar un propósito diferente al del bien común, que se traduzca en bienestar y progreso del pueblo colombiano. Tal debe ser el criterio a la hora de tomar decisiones. Sin embargo, este no ha sido el caso de muchos de los compatriotas que en ejercicio de funciones públicas sólo han buscado prebendas, han procedido inescrupulosamente por fuera de la ley y, por si fuera poco, han pretendido ampararse en ella y aún, modificarla, para asegurar la impunidad de sus actuaciones delictivas. Es vergonzoso y causa profunda indignación en el país, verificar la conducta de tantos personajes de la vida pública, que todo serán menos servidores públicos, denunciados ante las autoridades por faltas a la ética; y que sin la menor vergüenza, proceden a formular pomposas declaraciones ante los medios de comunicación con la finalidad de librarse de sus culpas. Así nos lo ha recordado la serie de televisión que por estos días ha traído de nuevo a la agenda nacional figuras tenebrosas de la reciente historia de Colombia, que desde su curul en el Congreso de la República deshonraron su investidura. Es lamentable repasar el espectáculo que nos ofrecen estos individuos, pero lo es más que dos o tres décadas después continuemos reclamando responsabilidad y dignidad por parte de muchos de los servidores públicos.
De responsabilidad hablamos cuando hay cumplimiento del deber, cuando se procede rectamente, con probidad y transparencia, con todas las cartas sobre la mesa, en todo ajustados a la ley. También hablamos de responsabilidad cuando se reconoce un error o una falta, se obra en consecuencia para tratar de hacer las correcciones del caso y se toman decisiones que por supuesto nos afectan personalmente, y sin embargo, engrandecen al ser humano y afirman su dignidad.
Esos hombres que hoy tienen indignada a la Nación, le han hecho un daño tremendo a las instituciones que sirven de estructura al Estado y han aumentado la falta de credibilidad que de tiempo atrás se han merecido. Para que el país tenga futuro es necesario consolidar sus instituciones, en especial, las que hacen evidente nuestra opción democrática y participativa. No constituye ninguna novedad hablar de la imperiosa necesidad de una restauración moral, causa de primer orden que fundamentó el proceso de reforma constitucional de 1991. Y para lograrla, es necesario que de una vez por todas, acabe la impunidad.
Mal haríamos, sin embargo, en olvidar la gran responsabilidad que le cabe al electorado colombiano, cuando acude a las urnas y escoge sus representantes para el ejercicio del poder legislativo. Recordemos que detrás del Congreso de la República, de los Honorables Senadores y Representantes, está el pueblo que los eligió y espera que ellos lo representen dignamente