1 de Mayo del 2015 | Edición N°: Año 54 N° 1307
Por: Antonio José Sarmiento Nova, S.J. | Vicerrector del Medio Universitario de la Facultad de Arquitectura y Diseño.



Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez, voz de los sin voz durante la guerra civil salvadoreña, fue beatificado el pasado 23 de mayo en la plaza El Salvador del Mundo.

El 24 de marzo de 1980 era asesi- nado por un grupo de los siniestros escuadrones de la muerte el Arzobispo de San Salvador (El Salvador), Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez, quien había nacido el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, población de este país centroamericano.

Este crimen sucedió en el contexto de la cruenta guerra civil que se desarrolló con extrema crueldad y violencia desde la  segunda  mitad  de  los  años  setenta hasta comienzos de los noventa, cuando finalmente se firmó la paz entre el gobierno salvadoreño y la guerrilla FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional).

Un  tejido  explosivo  de  represión  estatal,   de   organizaciones   populares   y protestas sociales, con extrema pobreza  y  migración  ilegal  constante  hacia los  Estados  Unidos,  fueron  las  condiciones  que  llevaron  al  estallido  de  la violencia, en la que se sucedieron permanentemente ataques criminales a la población  civil,  masacres  como  las  del río  Sumpul  y  el  Mozote,  secuestros  y desapariciones, torturas, atentados, llegando  a  desestabilizar completamente la  dinámica  de  esta  nación  de  apenas 21.000 kilómetros cuadrados y seis millones de habitantes.

Esta   situación   sensibilizó   notablemente a la Iglesia Católica, cuyo proyecto  pastoral  se  orientó  prioritariamente a  formar  comunidades  vivas  y  organizadas,  traduciendo  las  enseñanzas  del Concilio Vaticano II y de las asambleas episcopales  de  Medellín  y  Puebla  a  la configuración de un cristianismo comprometido  con  la  dignidad  de  los  pobres, en la perspectiva de la teología de la liberación.

Cerca  de  20  sacerdotes,  varias  reli- giosas,  muchos  catequistas  y  agentes pastorales,  cayeron   asesinados   por acciones      militares y   paramilitares.   La Iglesia    salvadoreña experimentó en carne  propia  la  persecución y el martirio, fue  consigna  de  los grupos    extremistas erradicar  las  implicaciones   sociales   y proféticas de este servicio pastoral, claramente orientado a la opción preferencial por los pobres y por la justicia.

 

El Arzobispo

En este dramático contexto de extremo sufrimiento surge la figura de Monseñor Romero, designado como Arzobispo de la  arquidiócesis  capitalina  por  el  Papa Pablo VI en febrero de 1977. Sacerdote y obispo de firmes convicciones, con la formación  católica  tradicional  propia de  quienes  llegaron  al  ministerio  en las  décadas  anteriores  al  Vaticano  II. De él se dice que era sincero en su coherencia con este paradigma de sacerdote clásico, entregado a los pobres en clave  asistencialista,  disciplinado  y  de profunda  comunión  con  el  Papa  y  con las directrices de su magisterio y de sus hermanos obispos.

Así  las  cosas,  su  llegada  a  la  sede arzobispal  es  recibida   con   desencanto y    frialdad,    porque muchos    sacerdotes y  laicos  aguardaban con ilusión una figura  de  mayor  relieve para   la   contradictoria  realidad  social y   política   que   se vivía.  Pero  la  lógica de  Dios,  felizmente sorpresiva  e  imprevisible,  manifestada en este inmenso dolor, cambió la sensibilidad del novel arzobispo.

El 12 de marzo de 1977 es asesinado su gran amigo, el jesuita Rutilio Grande García, párroco de la comunidad de Aguilares,  en  la  que  se  realizaba  una experiencia pastoral de trascendentales implicaciones  sociales  y  comunitarias, aplicando  las  determinaciones  misionales de la Congregación General XXXIV de la Compañía de Jesús: el servicio de la fe y la promoción de la justicia, bajo el  liderazgo  del  entonces  Superior  General, el inolvidable padre Pedro Arrupe. La  muerte  de  Rutilio,  las  masacres constantes  en  las  comunidades  campesinas,  la  corrupción  del  gobierno  de entonces  –  elegido  fraudulentamente-  despiertan  la  conciencia  de  Monseñor  Romero,  quien  con  decidido  vigor evangélico y humano se convierte en la voz de los sin voz, los pobres se constituyen  en  el  objeto  de  su  pastoreo,  los protege  infatigablemente,  denuncia  en los medios de comunicación y en su catedral los atropellos y vejámenes a que son  sometidos,  viaja  por  varios  países del  mundo  para  denunciar  ante  la  comunidad internacional la gravísima crisis humanitaria de El Salvador, la clase dirigente  lo  acusa  de  traición,  columnistas de los diarios lo tildan de obispo comunista  y  de  propiciador  de  la  violencia, entre su propia gente no faltan quienes lo señalan como imprudente y falto de sentido eclesial.

En  esa  vespertina  del  24  de  marzo, en el momento del ofertorio de la eucaristía, la bala única del sicario atina en su corazón, y nace el inmenso cristiano  Romero  de  América,  un  genuino seguidor  de  Jesús,  un  pastor  con  olor a  oveja,  un  hombre  que  renunció  a  la autorreferencialidad eclesial para bajar del pedestal y darse todo a sus buenas gentes, humilladas y ofendidas.

 

Beatificación

Esperanza para los últimos del mundo, profecía severa para los poderosos y determinantes de la violencia, la santidad del Arzobispo Romero ha sido reconocida públicamente por el Papa Francisco y por la Iglesia Católica, con la bellísima y muy sentida ceremonia de beatificación,  celebrada  el  sábado  23  de  mayo en  la  plaza  Salvador  del  Mundo,  lugar simbólico de la capital salvadoreña.

Cerca de 400.000 personas se hicieron  presentes,  en  su  inmensa  mayoría pobres,  que  siguen  viendo  en  Monse- ñor  Romero  a  su  santo,  a  su  pastor,  a su defensor, a su padre, al que derramó su sangre – en total identificación con Jesús – por ellos y por su dignidad.

Junto  con  ellos,  cardenales  y  obispos,  gobernantes,  líderes  sociales,  delegaciones  internacionales,  llegaron  a San Salvador para celebrar la fiesta del Beato  Óscar  Romero,  reivindicación  de la  opción  por  la  fe  y  por  la  justicia,  y por el reconocimiento evangélico de la dignidad  de  los  seres  humanos,  particularmente de quienes son maltratados por la exclusión.

Hombre  de  Dios  que  no  se  inclinó por ninguna ideología, consciente de la posibilidad de una muerte cruenta, sólido  en  su  fe  en  Dios  y  en  su  claridad de obispo y cristiano, convicto y confeso en su apuesta por los condenados de la tierra,  es  el  nuevo  Beato,  referente  de un cristianismo católico con capacidad de escrutar los signos de los tiempos y con  resuelta  vocación  encarnatoria  en las  realidades  de  la  sociedad,  para  indicar proféticamente cuál es el sentido de trascendencia y de humanismo que pertenece a la más íntima entraña de la fe cristiana.

Estas  líneas  son  escritas  desde  San Salvador, con realismo y esperanza, con la  profunda  felicidad  que  sólo  puede  venir  de  Dios,  llamada  bienaventuranza por el mismo Jesús, y con la ilusión, ahora  real  y  palpable,  de  tener  en  el Beato Romero a un intercesor de la mayor estatura humanista y espiritual.

Cerca  de  400.000  personas se hicieron presentes, en   su   inmensa   mayoría pobres, que siguen viendo en Monseñor Romero a su santo, a su pastor, a su de- fensor, a su padre, al que derramó  su  sangre  –  en total   identificación   con Jesús – por ellos y por su dignidad.