mayo 2012 | Edición N°: año 51, No. 1277
Por: Redacción Hoy en la Javeriana | Pontificia Universidad Javeriana



Una tras otra, las nuevas noticias van desplazando los temas que por su trascendencia ayer fueron de portada o primera plana, con grandes titulares. En su lucha por mantenerse vigentes en la prensa, pasan primero a las páginas interiores y después desaparecen lánguidamente de escena. Esta es la ley del tránsito inexorable de los acontecimientos, de su temporalidad. Sin embargo, los grandes sucesos logran refugio definitivo en los anales de la historia y, por supuesto, en la memoria de aquellas personas que presenciaron directamente o no los hechos.
Lo ocurrido en Bogotá el 15 de mayo, en la esquina de la calle 74 con avenida Caracas, mereció la calificación de atentado terrorista y nos recordó de forma categórica a los colombianos, épocas anteriores que pensábamos haber superado definitivamente. Sin embargo, en esa mañana nos quedó claro que la erradicación del terrorismo es propósito difícilmente alcanzable en el mundo contemporáneo, a pesar de los esfuerzos de todas las naciones y de entidades internacionales que las congregan.
A la dolorosa pérdida irreparable de dos vidas humanas, las de los dos servidores públicos que murieron en cumplimiento del deber, se unen como efectos de lo sucedido las heridas graves causadas a un puñado de colombianos, entre ellos Fernando Londoño Hoyos, abogado javeriano y ex Ministro, objetivo de los terroristas, quien sobrevivió al atentado y pocos días después pudo abandonar el hospital. Por otra parte, se deben contar los daños materiales: la destrucción o serias averías de vehículos y edificaciones. Pero hay algo más entre las consecuencias de un acto criminal como el que nos ocupa. Se trata del miedo, que en este caso cobra estatus de terror, con el cual se pretende que la voz de un ciudadano desaparezca con su muerte, si el macabro propósito se alcanza, o que se vea disminuida o atenuada ante tan explícita advertencia; o también que la población se vea intimidada, cambie de opinión o se abstenga de expresarla.
La lista de las voces silenciadas de un tajo en Colombia es numerosa. Bástenos recordar con profunda tristeza la desaparición de Guillermo Cano en 1986, de Luis Carlos en 1989, y de Álvaro Gómez en 1995, quienes cayeron ante las balas y las bombas de sus cobardes asesinos en atentados como el de Londoño Hoyos, que hoy como ayer merecen nuestro más enérgico repudio.
Los colombianos de bien, que sin duda conformamos la inmensa mayoría, frente a la fuerza y la brutalidad, hacemos opción por las ideas y los argumentos que bajo el imperio de la ley y un régimen de libertades pueden enfrentarse con decencia en el debate público que por fortuna en nuestro país puede darse en los distintos medios de comunicación. Asimismo, los colombianos de bien creemos que en las urnas y con los votos, sin armas ni capuchas, podemos tomar las decisiones que determinan el futuro del país.
Esta Universidad defiende el pluralismo y lo promueve, reconoce el valor inmenso que tienen las diferencias y la diversidad, sabe que el diálogo y la participación son el único camino certero para la construcción de una comunidad y el fortalecimiento de la sociedad, y por eso enarbola las banderas de la tolerancia y la inclusión. De todos es sabido que ni siquiera en el seno del hogar siempre se logran las coincidencias absolutas o el consenso que se busca. No por lo anterior, la alternativa puede ser la eliminación de quien no piense como uno o la intimidación. Este proceder pone en tela de juicio la calidad de ser humano de quien apela a estos métodos. La Universidad le apuesta a la dignidad del ser humano y rechaza sin ambages toda agresión a las personas, de hecho y de palabra, así como toda incitación a la violencia. En la historia del país, una y otra vez hemos sufrido las consecuencias desastrosas del sectarismo y la polarización que tanto daño y sufrimiento han causado entre los compatriotas.
Ahora bien, igual censura nos merece el terrorismo de menor escala, el practicado en los hogares, en especial contra los niños y las mujeres; el que a veces se vive en los puestos de trabajo frente a jefes que maltratan; incluso el ejercido en las aulas de clase por muchos profesores que desdicen de su oficio. Todos ellos apelan al miedo y el terror como instrumento de poder.
Los colombianos tenemos que insistir en la lucha contra el terrorismo. No podemos dejar que nuevos hechos ni el entretenimiento condenen al olvido esta tarea inaplazable. Nada puede llevarnos a ignorar el desafío que tenemos al respecto. La amenaza está ahí. Debemos recordar que frente a los actos criminales de los terroristas, se nos impone la grandeza que invita a deponer las afrentas y el hostigamiento, a buscar sin mezquindades la unión y no las divisiones, con los ojos puestos solamente en el bien de la patria y la salvaguarda de la integridad de todos los ciudadanos