Desde San Salvador: cruz y esperanza
Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez, voz de los sin voz durante la guerra civil salvadoreña, fue beatificado el pasado 23 de mayo en la plaza El Salvador del Mundo.
El 24 de marzo de 1980 era asesi- nado por un grupo de los siniestros escuadrones de la muerte el Arzobispo de San Salvador (El Salvador), Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez, quien había nacido el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, población de este país centroamericano.
Este crimen sucedió en el contexto de la cruenta guerra civil que se desarrolló con extrema crueldad y violencia desde la segunda mitad de los años setenta hasta comienzos de los noventa, cuando finalmente se firmó la paz entre el gobierno salvadoreño y la guerrilla FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional).
Un tejido explosivo de represión estatal, de organizaciones populares y protestas sociales, con extrema pobreza y migración ilegal constante hacia los Estados Unidos, fueron las condiciones que llevaron al estallido de la violencia, en la que se sucedieron permanentemente ataques criminales a la población civil, masacres como las del río Sumpul y el Mozote, secuestros y desapariciones, torturas, atentados, llegando a desestabilizar completamente la dinámica de esta nación de apenas 21.000 kilómetros cuadrados y seis millones de habitantes.
Esta situación sensibilizó notablemente a la Iglesia Católica, cuyo proyecto pastoral se orientó prioritariamente a formar comunidades vivas y organizadas, traduciendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y de las asambleas episcopales de Medellín y Puebla a la configuración de un cristianismo comprometido con la dignidad de los pobres, en la perspectiva de la teología de la liberación.
Cerca de 20 sacerdotes, varias reli- giosas, muchos catequistas y agentes pastorales, cayeron asesinados por acciones militares y paramilitares. La Iglesia salvadoreña experimentó en carne propia la persecución y el martirio, fue consigna de los grupos extremistas erradicar las implicaciones sociales y proféticas de este servicio pastoral, claramente orientado a la opción preferencial por los pobres y por la justicia.
El Arzobispo
En este dramático contexto de extremo sufrimiento surge la figura de Monseñor Romero, designado como Arzobispo de la arquidiócesis capitalina por el Papa Pablo VI en febrero de 1977. Sacerdote y obispo de firmes convicciones, con la formación católica tradicional propia de quienes llegaron al ministerio en las décadas anteriores al Vaticano II. De él se dice que era sincero en su coherencia con este paradigma de sacerdote clásico, entregado a los pobres en clave asistencialista, disciplinado y de profunda comunión con el Papa y con las directrices de su magisterio y de sus hermanos obispos.
Así las cosas, su llegada a la sede arzobispal es recibida con desencanto y frialdad, porque muchos sacerdotes y laicos aguardaban con ilusión una figura de mayor relieve para la contradictoria realidad social y política que se vivía. Pero la lógica de Dios, felizmente sorpresiva e imprevisible, manifestada en este inmenso dolor, cambió la sensibilidad del novel arzobispo.
El 12 de marzo de 1977 es asesinado su gran amigo, el jesuita Rutilio Grande García, párroco de la comunidad de Aguilares, en la que se realizaba una experiencia pastoral de trascendentales implicaciones sociales y comunitarias, aplicando las determinaciones misionales de la Congregación General XXXIV de la Compañía de Jesús: el servicio de la fe y la promoción de la justicia, bajo el liderazgo del entonces Superior General, el inolvidable padre Pedro Arrupe. La muerte de Rutilio, las masacres constantes en las comunidades campesinas, la corrupción del gobierno de entonces – elegido fraudulentamente- despiertan la conciencia de Monseñor Romero, quien con decidido vigor evangélico y humano se convierte en la voz de los sin voz, los pobres se constituyen en el objeto de su pastoreo, los protege infatigablemente, denuncia en los medios de comunicación y en su catedral los atropellos y vejámenes a que son sometidos, viaja por varios países del mundo para denunciar ante la comunidad internacional la gravísima crisis humanitaria de El Salvador, la clase dirigente lo acusa de traición, columnistas de los diarios lo tildan de obispo comunista y de propiciador de la violencia, entre su propia gente no faltan quienes lo señalan como imprudente y falto de sentido eclesial.
En esa vespertina del 24 de marzo, en el momento del ofertorio de la eucaristía, la bala única del sicario atina en su corazón, y nace el inmenso cristiano Romero de América, un genuino seguidor de Jesús, un pastor con olor a oveja, un hombre que renunció a la autorreferencialidad eclesial para bajar del pedestal y darse todo a sus buenas gentes, humilladas y ofendidas.
Beatificación
Esperanza para los últimos del mundo, profecía severa para los poderosos y determinantes de la violencia, la santidad del Arzobispo Romero ha sido reconocida públicamente por el Papa Francisco y por la Iglesia Católica, con la bellísima y muy sentida ceremonia de beatificación, celebrada el sábado 23 de mayo en la plaza Salvador del Mundo, lugar simbólico de la capital salvadoreña.
Cerca de 400.000 personas se hicieron presentes, en su inmensa mayoría pobres, que siguen viendo en Monse- ñor Romero a su santo, a su pastor, a su defensor, a su padre, al que derramó su sangre – en total identificación con Jesús – por ellos y por su dignidad.
Junto con ellos, cardenales y obispos, gobernantes, líderes sociales, delegaciones internacionales, llegaron a San Salvador para celebrar la fiesta del Beato Óscar Romero, reivindicación de la opción por la fe y por la justicia, y por el reconocimiento evangélico de la dignidad de los seres humanos, particularmente de quienes son maltratados por la exclusión.
Hombre de Dios que no se inclinó por ninguna ideología, consciente de la posibilidad de una muerte cruenta, sólido en su fe en Dios y en su claridad de obispo y cristiano, convicto y confeso en su apuesta por los condenados de la tierra, es el nuevo Beato, referente de un cristianismo católico con capacidad de escrutar los signos de los tiempos y con resuelta vocación encarnatoria en las realidades de la sociedad, para indicar proféticamente cuál es el sentido de trascendencia y de humanismo que pertenece a la más íntima entraña de la fe cristiana.
Estas líneas son escritas desde San Salvador, con realismo y esperanza, con la profunda felicidad que sólo puede venir de Dios, llamada bienaventuranza por el mismo Jesús, y con la ilusión, ahora real y palpable, de tener en el Beato Romero a un intercesor de la mayor estatura humanista y espiritual.
Cerca de 400.000 personas se hicieron presentes, en su inmensa mayoría pobres, que siguen viendo en Monseñor Romero a su santo, a su pastor, a su de- fensor, a su padre, al que derramó su sangre – en total identificación con Jesús – por ellos y por su dignidad.