Editorial
Todos los seres humanos nos enfrentamos a diario con el tema de la calidad. Lo hacemos cuando adquirimos un producto o consumimos alimentos en una cafetería o un restaurante, lo mismo que cuando utilizamos un servicio, como el de transporte, por ejemplo, o el que nos prestan los bancos y las entidades de salud. Al final, incluso sin que nos lleguen a formular la pregunta correspondiente, hacemos una evaluación y emitimos un juicio riguroso sobre la calidad del producto o el servicio, con expresiones que van desde “qué cosa tan buena”, en un extremo, hasta “pésimo” o “malísimo”, en el otro. Por supuesto, esta valoración enfrenta a la persona o entidad que ofrece el servicio o el producto, con el usuario o el consumidor, que en la mayoría de los casos, paga por él una suma de dinero. Ahora bien, la calidad no es fruto del azar, se busca controladamente, así no siempre se logre el nivel deseado; y por supuesto, tiene consecuencias, afecta la demanda futura por esos productos y servicios, y sobre todo, la credibilidad y el buen nombre del respectivo proveedor que de esta manera se acredita o no. Pero no solo se trata de tener un cliente o usuario satisfecho, que pague con gusto y vea que sus necesidades o intereses son bien atendidos; sino también de hacer las cosas bien, de elegir la excelencia como norte. De esta forma, se puede afirmar que la calidad es obra de un empeño decidido por la excelencia.
En el caso de las universidades, también es de la mayor importancia el asunto de la calidad, así existan unos matices diferentes de los que enmarcan la actividad industrial, empresarial y comercial, donde el mercado y la competencia señalan derroteros. Lo que ofrece a la sociedad un centro de Educación Superior se concreta especialmente en la formación universitaria de las personas, por una parte, y por otra, en los resultados de su labor investigativa, que en algunos casos, se orienta en términos de consultoría. Por supuesto, las alternativas para realizar esta actividad académica son muchas y dependen fundamentalmente de la identidad institucional.
¿Cómo evaluar la calidad de las universidades? La pregunta no es nueva, tampoco lo son las diversas respuestas que se han dado a lo largo de la historia. En principio, se podrían identificar tres caminos. El primero de ellos hace referencia al cambio que se puede constatar en el desarrollo institucional, en el cual se nota si hemos mejorado y avanzado, más allá del simple crecimiento. Es la sana conjunción del ‘más’ y el ‘mejor’: más y mejores profesores; más y mejores aulas, laboratorios y talleres; más aspirantes y mejor selección de admitidos, y así podríamos continuar con otros enunciados; todo ello, eso sí, siendo fieles a las opciones institucionales y dando respuesta a los sueños y las metas que nos hemos fijado. Así se puede medir la calidad y el compromiso de una universidad con la excelencia.
Un segundo camino para evaluar la calidad de las universidades lo encontramos al valorar el ejercicio profesional de sus egresados y el aporte realizado a la sociedad desde la academia en materia de ciencia, tecnología y cultura. De esta forma, la presencia de la institución no se circunscribe al quehacer de hoy, al campus que todos pueden reconocer y a la comunidad educativa que en la actualidad le da vida a la universidad, sino que se puede apreciar en el servicio que ha prestado a la sociedad, en el caso nuestro, desde los tiempos coloniales. Medir el aporte, cuantificarlo no es asunto sencillo, y no se puede reducir a contabilizar los egresados que llegan a ocupar altos cargos en el gobierno de una nación. Cómo olvidar la tarea discreta llevada a cabo, en franco anonimato, por millares de exalumnos que han ayudado a construir un mundo mejor. Finalmente, la calidad se puede evaluar mediante sistemas que nos permi- tan compararnos con otras instituciones de Educación Superior. Esto en principio es fácil, pero así tenga su lado bueno, no deja de ofrecer riesgos. Se debe tener presente que, además de los rasgos propios que surgen de la identidad de la Universidad, que nos impulsan a ser cada vez más nosotros mismos y no parecidos a otros, por más buenos que sean, la historia particular, los años y la experiencia acumulada, los recursos disponibles a lo largo de tiempo, entre otros factores, determinan el nivel alcanzado de desarrollo.
Pues bien, más allá de la aritmética que nos plantean in- dicadores, estadísticas y rankings, la calidad se arraiga en la responsabilidad de una institución que aprecia los procesos de evaluación, que toma decisiones y piensa en el futuro con seriedad, y que en el caso de la Javeriana, aspira a ser la mejor ‘para’ una sociedad que necesita su concurso y cuenta con su servicio.