agosto 2012 | Edición N°: año 51, No. 1280
Por: Redacción Hoy en la Javeriana | Pontificia Universidad Javeriana



Para los colombianos, así como para otros pueblos del mundo que por décadas han estado sometidos a situaciones de enfrentamiento armado con todas sus estériles secuelas de violencia, muerte y destrucción, la palabra paz tiene un significado muy importante. Se trata de un anhelo profundamente arraigado en los corazones de la gente que simplemente aspira a vivir en paz, el mayor de los bienes que puede disfrutar un ser humano. En efecto, son muchos los factores que pueden quitarle la paz a una persona: desde el secuestro o el asesinato hasta las minas sembradas por los caminos y el asecho de los malhechores en el campo o las ciudades; desde la falta de trabajo que agota ahorros exiguos, hasta la pobreza que impone condiciones inhumanas de vida. De nuevo se acerca la Semana por la Paz que anualmente llama la atención sobre estas realidades que para algunos apenas se vislumbran en la distancia, mientras que para otros que conforman una inmensa mayoría, los marginados y desplazados, constituyen el escenario cruento de su cotidianidad. Coincide esta convocatoria con la conmemoración, el 9 de septiembre, de la festividad de San Pedro Claver, el jesuita javeriano, paradigma de la defensa de los Derechos Humanos, amplia y claramente enunciados en nuestra Constitución Política donde se proclama, entre otras cosas, que “nadie será sometido a desaparición forzada, a torturas ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes” (artículo 12).
Frente a la paz, se erige la guerra que no es sino la mejor demostración del poderío que puede alcanzar la insensatez humana, esa que busca imponer sin consideración alguna y a cualquier precio las condiciones de una de las partes. La historia del mundo, en diversos ámbitos, está llena de declaraciones de guerra y tratados de paz, muchos de ellos no formulados de manera explícita. Ahora bien, la paz, si bien puede pactarse en un hecho concreto, es un sendero empinado de construcción de ciertas condiciones de vida y por lo tanto, consecuencia de muchos factores, el primero de ellos, la justicia. Así nos lo han recordado papas como Pío XII con su lema “la paz obra de la justicia” (Opus Iustitiae Pax) que actualiza la antiquísima consigna del profeta Isaías (Is 32,17).
Solamente la justicia puede promover el verdadero desarrollo y progreso de los pueblos en orden a establecer una paz fuerte y duradera. Con inequidad, pobreza y desempleo difícilmente germinará la paz. Es del todo cuestionable una economía pujante y un desarrollo de espaldas a la realidad de millones de seres humanos víctimas de la tremenda crisis humanitaria que afecta a nuestro país.
Por otra parte, el camino hacia la paz exige fortalecer en la sociedad el pluralismo y la tolerancia, la consideración y respeto a la diferencia. Frente a la indiscutible igualdad en la dignidad que de hecho posee todo ser humano, está la diversidad de condiciones y perspectivas que hacen que cada persona sea única e irrepetible y que enriquezca así el mundo que se levanta a su alrededor. En este contexto surge como desafío la convivencia que para nada presupone la homogeneidad como propósito. En el mismo sentido, el camino hacia la paz requiere el manejo cuidadoso de la memoria que permite reconocimiento, aprendizaje y por supuesto, reparación, pero que en ningún caso debe ser fuente de nuevos odios y rencores.

Hoy se habla en Colombia de un nuevo proceso de paz, de acercamientos entre el Gobierno Nacional y la guerrilla, y de una nueva agenda para posibles negociaciones que incluye tres temas de capital importancia de orden social: el desarrollo agrario, la participación política y las drogas ilícitas. Cómo no apoyar los intentos de solución pacífica al enfrentamiento militar que se hagan dentro del marco de las instituciones de nuestro país. Por supuesto, la historia de procesos similares en las últimas décadas nos obligan a obrar con prudencia. Nadie desea un diálogo de sordos o de marrulleros, tampoco compromisos irrealizables. Franqueza, honestidad y realismo deben caracterizar todo proceso en este sentido. Asegurar la credibilidad de este loable esfuerzo del Gobierno Nacional constituye un desafío de gran calado para todos los colombianos, porque más allá de los papeles, las declaraciones y las buenas intenciones, en nuestro país necesitamos hechos de paz orientados a poner término de manera irreversible a tantas décadas de conflicto armado.
Esta Universidad que hace 75 años recibió de la Santa Sede el título de Pontificia, que desde 1º de enero de 1968 ha hecho suyos los mensajes que los Papas año tras año han enviado al mundo con ocasión de la Jornada Mundial de la Paz, renueva una vez más su compromiso de ayudar con eficacia, dentro de la naturaleza propia de un centro de Educación Superior, a la construcción de la paz en Colombia. Recordemos las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9)