Mayo 2018 | Edición N°: Año 57 No.1337
Por: Félix Antonio Gómez Hernández | Decano de la Facultad de Educación



La claridad mental es hija del coraje, no al revés» N. Taleb

Existe una fórmula bastante efectiva para convertir un tema trascendental en una nimiedad: primero, volverlo asunto de moda; segundo, hacer que cada vez un número mayor de personas hablen de él sin que se juzgue su importancia; y, tercero, dejar que trascurra el tiempo. Al final, muy probablemente –salvo contadas excepciones– todo lo que se dirá acerca del tema serán generalizaciones peligrosas o clichés vanos. Esto es precisamente lo que ha venido ocurriendo con el tema de la relación entre la educación y la búsqueda de la paz en nuestro país; de lo que se circula en las conversaciones y a través de diversos medios, existe un exceso de lugares comunes, de panegíricos inocuos y de carnaza para promesas políticas.

Teniendo lo anterior como advertencia, voy a enunciar algunos asuntos referidos a la relación mencionada a los que considero se les debe continuar prestando atención. En su orden, hablaré acerca de la verdad y las interpretaciones, de las emociones, de la palabra y de la responsabilidad.

Gracias a la posmodernidad, se nos ha venido convenciendo que aquello que denominamos verdad es tan sólo un problema de perspectiva, de cómo interpretamos los hechos; o mejor, de que ésta no existe como tal, sino como relatos que varían indefectiblemente. A esto quiero oponer la idea de que, en el marco de nuestra historia reciente, sí existe una verdad que no es ni una interpretación más ni una simple narración bien elaborada: la verdad de los cuerpos como registro del conflicto. Los cuerpos mutilados, los cuerpos asesinados, los cuerpos desaparecidos, los cuerpos colonizados por el espanto. El sufrimiento de esos cuerpos y el sufrimiento que heredaron a quien los amaban no es una cuestión de perspectiva o de simple interpretación, es un hecho irrefutable que nos interpela. En las aulas de clase habrá que abrir espacios para recobrar la voz de esos cuerpos, la de su dolor y la de sus bienquerientes, para intentar comprenderla y ponernos en su lugar; para re-conocernos en un horizonte comprensivo amplio, que acoja por igual la diferencia como aquello que nos asemeja.

Al recordar ese dolor, se recuerdan junto a él todas las emociones que exacerbó el conflicto; en particular, aquellas que los predicadores de la guerra supieron gestionar a su favor. No nos debería extrañar que tantos hayan sido llevados a cometer actos repulsivos y reprochables, pues les alimentaron su ira o su miedo, al punto de moverlos a actuar aún en contra de aquello que creían amar o respetar. Como ya lo ha señalado Martha Nussbaum, una tarea pendiente es la promoción de una educación que enseñe a reconocer en el otro y en uno mismo –hasta donde sea posible– las emociones y los deseos que configuran la interioridad humana. Pero evitando el error, como lo advierte esta filosofa, de considerar a las emociones como desprovistas de contenido cognitivo, ya que las emociones también son medio para conocer la realidad.

Otro asunto esencial es que los maestros volvamos a recuperar el manejo de una herramienta muy poderosa que hace parte de la naturaleza humana y, al tiempo que lo hacemos, enseñemos a otros a utilizarla: la palabra. Sobre este punto ya se ha escrito mucho, así que tan solo recordaré que gracias al empleo de la palabra podemos pensar en público, de manera tal que, por una parte, los participantes se reconozcan como contradictores, pero no como enemigos; y, de otra, que lo que muera en este ejercicio sean las opiniones y concepciones puestas en juego y no los dialogantes. Para eso también sirve la palabra – tomando prestada una idea de Daniel Dennett– para crear hipótesis sobre la realidad que al demostrarse erradas puedan desaparecer sin que quienes las elaboraron corran igual suerte.

Un tema final, sin caer en generalizaciones peligrosas, es que nos corresponde a los educadores examinar cómo algunos de nosotros por omisión o acción contribuimos al conflicto; pues en una guerra tan larga, tan descorazonadora y con tantos anhelos entretejidos a todos los ciudadanos e instituciones nos cabe algo de responsabilidad: ¿cuánta a los maestros y a nuestro sistema educativo? Hay que tomar valor para responder esta última cuestión