mayo 2011 | Edición N°: año 50 No. 1267
Por: Carlos Cuartas Chacón | Pontificia Universidad Javeriana



El primero de mayo el Papa Benedicto XVI proclamó beato a su antecesor, el Papa Juan Pablo II. Se fundamentó
 en la santidad que lo caracterizó durante su vida.

De nuevo la Plaza de San Pedro y la Via della Conciliazione, que desde la orilla del Tíber nos conduce a esa inmensa elipse delimitada por la columnata de Bernini, fueron colmadas por millares de fieles. La fecha era el primero de mayo de 2011, segundo domingo de Pascua, dedicado a la Divina Misericordia; y el motivo: la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II, el Papa polaco fallecido hace 6 años, a los 84 años de edad y 26 de pontificado. Una vez el papa Benedicto XVI proclamó al nuevo beato, fue develado un inmenso pendón que colgaba del Balcón en la Logia de las Bendiciones, donde apareció estampado el rostro sonriente de un vigoroso Papa Wojtyla, mientras las campanas echadas al vuelo luchaban por dejarse oír en medio de los aplausos de una multitud embargada de júbilo. De esta forma, el hombre que a lo largo de su vida “honró a Cristo como Señor en su corazón y dio razón de su esperanza a todo el que lo pidió” (1 P, 15), había tomado finalmente su lugar en los altares.

El año pasado los editores de “LIFE” escogieron las 100 personas que están en la cima de aquellos que “cambiaron el mundo, que hicieron historia y nos trajeron desde un remoto pasado al presente”. Pues bien, en este ranking, uno de tantos que circulan con frecuencia, entre los 13 hombres y mujeres agrupados como figuras religiosas y principales filósofos, aparecen solamente dos Papas: Urbano II, fallecido en 1099, quien promovió la primera de las Cruzadas, y Juan Pablo II. A su juicio, ninguno de los Papas había tenido semejante impacto tanto en la propia Iglesia como en el mundo en general. Mucho se ha escrito al respecto, incluso a este Papa se le señala como uno de los más grandes evangelistas después de Pablo de Tarso. Sin embargo, la beatificación de Karol Wojtyla no se fundamenta en la obra de su pontificado, en el balance de su gestión, sino en la santidad de su vida, una dimensión que no despierta mayor interés en la inmensa mayoría de los habitantes de un planeta regido por otros intereses.

Para el profesor Lucas Francisco MateoSeco (Palabra, 2011) la santidad fue en Juan Pablo II “el rasgo más decisivo de toda su vida y es quizá la clave primera de sus largos años de pontificado… Su santidad personal –es decir, las virtudes, especialmente la caridad pastoral, vividas en grado heroico–, y el fuerte impulso hacia la santidad que ha dado a todo el pueblo cristiano”. Precisamente en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, al concluir el Gran Jubileo del Año 2000, Juan Pablo II se refirió a la santidad haciendo alusión al Concilio Vaticano II y advirtió que “este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. (…) La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona” (n. 31, 6 de enero de 2001).

Pues bien, este Papa, llegado de un país lejano, que por unos años fue hombre de universidad, volvió a ser noticia y la razón, bien distinta a las anteriores, hace justicia al factor determinante del curso de su larga y extraordinaria vida: la santidad. Así Juan Pablo II ha hecho el tránsito definitivo del mundo que exalta a los grandes líderes y las celebridades, –el historiador Paul Johnson lo incluyó en la lista de sus héroes (2007)–, al de los santos y beatos; del mundo de los íconos, con tilde, al de los iconos, según la diferencia planteada por el jesuita Darío Restrepo, donde un ser humano permite el paso de la luz que sólo proviene de lo alto y al hacerlo contribuye a la mayor gloria de Dios.