
Constructores de paz desde la escuela
Muchas veces tenemos el mito del “paraíso perdido”, volver a un mundo donde todo es pacífico y perfecto. Eso es falso, el punto de partida, lo más primitivo, lo más simple es y ha sido la violencia. No obstante, algunas sociedades han logrado salir de las trampas de la violencia y construir la paz. ¿Cómo lo han hecho? ¿Qué podemos aprender?
El conflicto es parte de la vida humana, la manera más simple de responder a un conflicto es la venganza y la violencia. Transformar los conflictos sin recurrir a la violencia requiere mucha inteligencia, imaginación y creatividad. El camino de la construcción de la paz es largo, difícil, requiere humanidad, imaginación y cultura. Solo lo logran aquellos seres humanos que son capaces de interesarse genuinamente por la vida de otros, para lo que nos son muy útiles el cine, la literatura, el arte, y sobre todo la sensibilidad para reconocer a los otros como seres humanos. La construcción de la paz pasa por lo más profundo de lo que somos, por nuestras emociones y sentimientos, por la capacidad de reconocernos a nosotros mismos como seres vulnerables e imperfectos que nos encontramos con otros seres vulnerables e imperfectos y con ellos, queremos construir un futuro.
Quiero invitarlos a soñar juntos y a espolear nuestra creatividad para que podamos pasar del miedo a la esperanza (en esta reflexión nos estará acompañando el libro de Martha Nussbaum La monarquía del miedo. Una mirada filosófica a la crisis política actual).
El miedo es un sentimiento primitivo, muy necesario para sobrevivir, pero que tenemos que mantener a raya en la política. Podemos decir que el miedo es “el dolor producido por la presencia inminente de algo malo o negativo, acompañado de una situación de impotencia para repelerlo” (Nussbaum, 2019: 47).
El miedo es muy útil y perverso en política, permite unir a la gente en torno a un “enemigo común”, nos encierra en nosotros mismos para protegernos, nos mueve a actuar sin pensar. Muchas veces hemos sido objeto de una política del miedo.
Frente al miedo y al daño que sentimos y consideramos injusto, el miedo tiene una hija que aparece: la ira; otro sentimiento muy peligroso, porque, además del dolor que causa, la ira es portadora de una placentera expectativa de venganza y castigo. Culpar y castigar hace que la vida resulte más fácil de entender y que el universo nos parezca más justo (Cf. Nussbaum, 2019: 96-105).
Estos sentimientos, el miedo y la ira, son sumamente peligrosos para la democracia y para la paz, porque conducen al asco y a la exclusión: ¿Si pudiéramos identificar un grupo de seres humanos más “animales” que nosotros? Lamentablemente, muchas veces en la historia, hemos respondido a esta pregunta identificando razas humanas, países o lugares de origen o, incluso, grupos sociales como incultos, sucios, peligrosos, lo que mueve a las emociones, nefastas para la democracia, del racismo, la xenofobia, la misoginia o, simplemente la exclusión.

El otro hijo del miedo y la ira es la emoción, también antidemocrática, de la envidia: “una emoción dolorosa cuya atención está centrada en las ventajas de los otros, pues nace de la comparación desfavorable de quien envidia hace de su situación con la del envidiado o los envidiados” (Nussbaum, 2019: 163). Es una emoción que tiende a separarnos y que hace más difícil la confianza y la solidaridad, por un camino diferente del miedo y la envidia, causa dolor y resentimiento, separa a los seres humanos y prepara los caminos de la violencia.
Frente a estas emociones primitivas, quiero invitarlos a irnos por otro camino: a cultivar la esperanza (Cf. Nussbaum, 2019: 232-243). Frente a las mismas situaciones de incertidumbre que nos provocan miedo, si reconocemos nuestra vulnerabilidad, podemos reaccionar con esperanza. Nos sentimos frágiles e inseguros, pero queremos hacer algo, la esperanza mueve a la acción y el compromiso.
En las personas constructoras de paz, reconocemos su capacidad para ser esperanza y generar esperanza en otros, no se trata muchas veces de cosas extraordinarias, sino de aquello que los imperfectos seres humanos que somos, seamos capaces de hacer. Los pequeños actos cotidianos de fraternidad hacen que lo real se vuelva bello y se fortalezca la esperanza.
La esperanza es un sentimiento profundamente democrático porque mueve al amor político, aquella capacidad de ver a la otra persona como plenamente humana y con capacidades de bondad y de cambio.
Desde la esperanza y el amor, podremos encontrar la confianza en los seres humanos, el único camino que nos transforma y que nos permite vivir de maneras diferentes, de no tener que recorrer nuevamente los tantas veces transitados senderos de la violencia.
La escuela puede y debe enseñar esperanza, esto implica cultivar la humanidad, más allá de una educación marcada por la necesidad de sacar buenos resultados en pruebas estandarizadas y que parecería únicamente dirigida a formar personas productivas y competitivas. Martha Nussbaum nos propone, desde otro texto inspirador: Sin fines de lucro. ¿por qué la democracia necesita de las humanidades?, algunas competencias democráticas, que impulsan la esperanza y construyen la paz.
El pensamiento crítico. La capacidad, ganada por la discusión inteligente, de examinar nuestros prejuicios y creencias; una mirada crítica es capaz de resistir a los engaños del miedo y de la ira y nos permite salir de los caminos de la exclusión y el odio. Cuando nuestra mirada de la vida se construye en el diálogo con otros, ampliamos la paleta de colores con la que pintamos el mundo y podemos ver las cosas de maneras nuevas.
Visión imaginativa. La imaginación es capaz de unir lo que estaba separado, de pensar el mundo más allá de lo que podemos conocer, de ir más allá. Las artes y la contemplación nos permiten cultivar una visión imaginativa, al entrar en mundos nuevos nos ponemos en comunicación con otras vidas, podemos interesarnos en ellas y soñar nuevos caminos y nuevas formas de vivir.
Los pequeños actos cotidianos de fraternidad hacen que lo real se vuelva bello y se fortalezca la esperanza.
La solidaridad. Más allá de todas las normas y reglas, de los acuerdos de la vida en común, está la solidaridad. La solidaridad nace de la capacidad humana de dejar resonar en nosotros el dolor de otros, porque ese dolor llama nuestra propia fragilidad. La solidaridad es una refinada capacidad humana, que es siempre una acción que permite hacer algo nuevo que transforma el mundo en un lugar más bello. Sin solidaridad, se apaga la esperanza.