Hubo un hombre llamado Romero
El 24 de marzo de 1980, mientras celebraba su eucaristía diaria en la capilla del hospital de la Divina Providencia, fue asesinado monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, en Centroamérica. El crimen lo ordenó un conocido dirigente de la extrema derecha de este país centroamericano y materializado por un comando de los escuadrones de la muerte, similares a los paramilitares de Colombia. al elevar el cáliz en el ofertorio para presentarlo a su Dios también ofrendó su vida haciendo explícito en su relato existencial aquello de que “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15:13), palabras decisivas de Jesús en el contexto de la Última Cena que determinan la donación redentora de todo su ser. así, sin rodeos, es el momento supremo de la vida de nuestro San Romero de américa, como hermosa y evangélicamente le ha llamado su hermano obispo Pedro Casaldáliga.
Monseñor nació en 1917 en Ciudad barrios (El Salvador) en una sencilla familia de clase media; su niñez, adolescencia y juventud discurren en un ámbito católico de piedad y vida sobria, lo que se constituye en determinante para su decisión de ingresar al seminario y recibir la ordenación sacerdotal en 1942, en Roma, donde fue a cursar la última etapa de su preparación para el ministerio. Desde 1942 hasta 1970 ejerce el sacerdocio como párroco en San miguel, desempeñando las funciones clásicas de la cura de almas con una visión y práctica pastoral de talante conservador. En 1967 llegó a la capital, San Salvador, para ser secretario de la conferencia episcopal. Tres años después, el 21 de abril de 1970, el nuncio apostólico le comunica que el Papa Pablo VI lo nombra obispo, siendo su primera misión episcopal la de ser auxiliar del arzobispo de San Salvador monseñor Luis Chávez y González. En 1974 fue promovido como obispo residencial de la diócesis de Santiago de maría, siguiendo en su estilo muy honesto pero siempre conservador y excesivamente discreto en sus pronunciamientos públicos. Ya el clima social de su país era bastante crítico y muchos sacerdotes habían asumido con claridad las opciones apostólicas de la asamblea de Medellín y de la teología de la liberación. Por esta razón, cuando se presentó la sede vacante del arzobispado, por la renuncia de monseñor Chávez y González, la consulta para el nombramiento del sucesor tuvo punto de convergencia en el obispo Romero, considerado hombre de confianza por los sectores más tradicionales de la iglesia y de la sociedad salvadoreña.
Así las cosas, el 22 de febrero de 1977 asumió como arzobispo de San Salvador, con bastante contento por parte de los conservadores y desencanto de los avanzados. Pero un hecho, sucedido unas semanas después, fue la coyuntura que modificó la vida y las opciones de monseñor Romero: el 12 de marzo de 1977 fue asesinado su gran amigo, el jesuita Rutilio Grande, párroco de Aguilares, hombre resueltamente comprometido con una acción pastoral de avanzada en términos de opción preferencial por los pobres y denuncia profética de la inaceptable injusticia vigente en el país. ante el cadáver de su amigo dice el arzobispo: “Si le han asesinado por lo que hizo, entonces yo tengo que seguir el mismo camino. Rutilio me ha abierto los ojos”. Con estas palabras hace evidente el comienzo de su conversión y el ejercicio de un ministerio que le llevó a solidarizarse sin reserva con los humillados y ofendidos compatriotas suyos, los más pobres y excluidos, y a señalar con claridad el desorden establecido, la pecaminosa inequidad social y el aparato criminal del estado y fuerzas militares de ese tiempo en El Salvador, con las acciones violentas de los escuadrones de la muerte y de la Unión Guerrera blanca, bajo la inspiración del siniestro personaje Roberto D´aubuisson, oficial retirado del ejército que orientó la violenta reacción de los sectores más fundamentalistas de este país. Entre 1977 y 1980 la guerra civil se exacerba y la confrontación entre el gobierno, militares, ultraderecha y el Frente Farabundo martí para la liberación nacional llega a los más inadmisibles extremos de violencia: masacres como la de El mozote o la del río Sumpul son páginas que desdicen de la condición humana y traducen el ensañamiento de los señores de la muerte contra los campesinos indefensos. Sacerdotes, religiosas, catequistas, líderes comunitarios, maestros, gente inocente, caen indiscriminadamente en una irracional cruzada de crímenes. Cada domingo en su catedral, monseñor Romero pone el dedo en la llaga y hace públicos los crímenes cometidos en la semana. El profeta Romero se hace figura elocuente del cristianismo que busca la justicia y la reivindicación del ser humano abatido por la pobreza y la falta de oportunidades. Expresiones como “estoy seguro que tanta sangre derramada y tanto dolor causado a los familiares de tantas víctimas no será en vano. Es sangre y dolor que regará y fecundará nuevas y cada vez más numerosas semillas de salvadoreños que tomarán conciencia de la responsabilidad que tienen de construir una sociedad más justa y humana, y que fructificará en la realización de las reformas estructurales audaces, urgentes y radicales que necesita nuestra patria” (Homilía del domingo 27 de enero de 1980, 2 meses antes de su martirio), manifiestan el nivel de fuerza evangélica al que llegó monseñor en su decisión de ser voz de vida y de justicia para los desheredados de su tierra.
Siempre el injusto y el impío no soportan la vida del insobornable, del hombre de vida limpia, del que apuesta su vida por la dignidad. así se fraguó la decisión y el plan de asesinar al profeta y, con ello, golpear a la iglesia que quería caminar evangélicamente en el espíritu de las bienaventuranzas. En esa vespertina del 24 de marzo de 1980 la vida física del pastor fue extinguida por hombres violentos, pero su figura humilde y al mismo tiempo fuerte y contundente pasó a la inmortalidad, a la de su Dios y Señor, y también a la de los buscadores de esperanza y paz, de libertad y de justicia. Por todo lo anterior, les he querido contar en esta cuaresma de 2010, que en Centroamérica Hubo un hombre llamado Romero, y que su vida sigue significando para muchos, desde Dios, la más inmensa pasión por la dignidad del ser humano.