marzo 2011 | Edición N°: año 50 No. 1265
Por: Benjamín Herrera Chaves | Director de la Maestría en Relaciones Internacionales



Parodiando la denominación que se dio a la explosión de movimientos nacionalistas liberales, que sacudió la Europa monárquica y reaccionaria en 1848, las movilizaciones que han sacudido el norte de África y la parte occidental del continente asiático se ven como el alumbramiento de una nueva era que demuestra el ansía de las sociedades árabes por quitarse de encima regímenes corruptos e instaurar la democracia. Esperemos que aquí se detenga el paralelo entre los dos procesos, ya que no se debe olvidar que la “Primavera de los Pueblos” murió ahogada en la sangre de los revolucionarios y el reforzamiento de los regímenes monárquicos y facilitó la posterior aparición de los nacionalismos de orientación conservadora. Es un lugar común en los análisis sobre el Medio Oriente (que no corresponde a un criterio geográfico sino al conjunto de Estados árabes en el norte de África y de la costa oriental del Mediterráneo e incluye a países no árabes como Irán y Turquía) referirse a sus sociedades como pasivas, conformistas y anuladas por la preponderancia del Islam y la ausencia de un proceso de secularización que la introduzca en la Modernidad.

En consonancia con estos análisis, las sociedades árabes no fueron capaces de subirse al tren de la democratización que en la década de los ochenta condujo hacia nuevos regímenes políticos en América Latina, en algunos países de Asia y en aquellos que estaban bajo la tutela del autodenominado socialismo en Europa central y oriental. Varios hechos se dejan de lado al referirse a estas sociedades. El primero que ellas fueron el centro de una gran civilización que se construyó y consolidó con la expansión del Islam (que en lo esencial se realizó entre mediados del siglo VII y mediados del VIII); segundo, que los árabes fueron remplazados en la dirección del imperio por los turcos otomanos para posteriormente; tercero, entrar a ser dominados por los europeos. La relación de los europeos y estas sociedades, particularmente de los británicos, se caracterizó a comienzos del siglo XX por la traición, en lugar de la creación de una gran entidad política árabe (prometida a cambio de unirse a la guerra contra los turcos durante la primera conflagración mundial), bajo la “legitimidad” de la Liga de la Naciones se crearon protectorados y posteriormente se diseñaron Estados cuyas fronteras y estructuras institucionales eran un remedo de la europeas y servían a los intereses económicos y geopolíticos de Gran Bretaña y Francia. A la humillación de cambiar de amo en el período de entre-guerras se une la creación en 1948 del Estado de Israel, la cual se realiza con la desposesión y expulsión de la población árabe de Palestina. El siglo XX puede verse desde la óptica de los árabes como una hecatombe, el punto más bajo en el descenso como sociedad al conjugarse el predominio económico, tecnológico, militar y político de Occidente con la instauración de regímenes autoritarios cuya sobrevivencia depende del apoyo de las potencias mundiales, de la defensa de los intereses de éstas y de la represión de toda expresión de descontento en sus propias sociedades impidiendo cualquier forma de organización.

En los últimos sesenta años se han dado algunas manifestaciones que se pueden ver como expresiones de autovaloración frente a la humillación sentida frente al dominio occidental, la aparición del Nasserismo en Egipto, como expresión del nacionalismo panárabe y la lucha por la independencia en Argelia. Sin embargo, estas experiencias pronto dieron lugar a formaciones políticas rígidas, expresadas en la existencia de un solo partido político, fracasos de programas de desarrollo (industrias industrializantes en Argelia, por ejemplo). La característica general de los Estados árabes en lo económico es su atraso, que incide en la calidad de vida de sus ciudadanos, la mayoría de ellos jóvenes, los cuales se ven enfrentados a la inmovilidad y a la frustración. En lo político, las estructuras estatales en manos de líderes que han convertido lo público en su dominio privado y recurren a la represión a ultranza de sus poblaciones con el aval de las potencias dominantes en el sistema internacional, en particular de los Estados Unidos de Norteamérica, para quien el discurso de la democracia sólo es aplicable a aquellos que manifiestan su oposición frente a sus intereses y considera que la violación sistemática de los derechos humanos es el precio que deben pagar estas sociedades para garantizar lo que ellos, como potencia, consideran estabilidad y ésta es mirada en esta región fundamentalmente como la garantía del acceso a las fuentes de hidrocarburos y la seguridad del Estado de Israel.

La imagen que nos llegaba de los Estados árabes era la de una profunda inmovilidad en lo económico, en lo social, en lo político y las expresiones fundamentalistas islámicas, como la expresión del deseo de venganza contra Occidente y del arraigo del tradicionalismo. Esta imagen se ha hecho añicos con las movilizaciones que han tenido lugar desde finales del año pasado. Un hecho aparentemente banal dentro de la marejada de injusticias que a diario vivían, y viven, las sociedades árabes a mano de sus autoridades, la humillación de un joven vendedor de frutas en una pequeña ciudad de Túnez y su posterior autoinmolación desataron, sobre el lomo de las nuevas tecnologías de la comunicación, los vientos de la protesta en todo el mundo árabe. Estas movilizaciones han provocado la caída de dos autócratas, Zine al-Abidine Ben Ali en Túnez y Mohammed Hosni Moubarak en Egipto. Se han extendido a Yemen, Barhein, Argelia, Marruecos, Jordania, Siria y han desatado una guerra civil en Libia. Las movilizaciones y su amplitud han tomado a los dirigentes locales y los de la llamada comunidad internacional (léase, la potencia hegemónica y las potencias medias) por sorpresa. El presidente de los Estados Unidos catalogaba a los dos autócratas, a finales del 2010, como manifestaciones de estabilidad y confianza.