agosto 2017 | Edición N°: año 56, nro. 1330
Por: Martha Lucía Márquez | Directora del Instituto Pensar.



“El gobierno venezolano pasó la línea y está fuera de la democracia. Venezuela entró en un camino en el que la separación de poderes se perdió”. Estas palabras de la canciller María Ángela Holguín tras la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) recogen lo que significó la decisión del gobierno de Nicolás Maduro de iniciar un proceso constituyente contrario a la voluntad de más de 7 millones de venezolanos y desoyendo la invitación de actores internacionales a suspender el proceso: una inflexión en el escenario doméstico y en las relaciones internacionales del país. Tras la instalación de la ANC y la destitución de la fiscal Luisa Ortega, varios actores y países radicalizan su posición frente a Venezuela, lo que derivó en su aislamiento regional. Entre ellos el Secretario General de la Unasur, Ernesto Samper, muy criticado por no asumir una posición firme frente a Caracas, quien manifestó que la ANC era “un salto al vacío”. También el gobierno de Uruguay que hasta las elecciones se había limitado a exhortar al diálogo, pero que después de ellas votó a favor de la suspensión del país de Mercosur. Igual pasó con Colombia, que en los comunicados de la Cancillería de 2016 se limitaba a “expresar preocupación” frente a lo que pasaba en Venezuela y después de abril de este año pasó a “condenar” diversos hechos. Este cambio de posición de Colombia se expresó en la firma de la Declaración de Lima junto con otros 11 países, en la que se sostiene que Venezuela ya no es una democracia, se desconoce la autoridad de la ANC y se reafirma la legitimidad del legislativo venezolano, es decir, de la Asamblea Nacional. Además el documento implícitamente constituye una alerta para quienes pretendan firmar grandes contratos internacionales con la ANC pues correrían el riesgo de no poder recuperar sus inversiones de darse una transición democrática. A esto se suma el escalamiento del discurso en su contra. Hasta las últimas elecciones ningún gobierno había calificado oficialmente a Venezuela como una dictadura, pero después de ellas lo hizo la administración norteamericana no sólo a través del discurso altisonante y muchas veces irresponsable de Donald Trump, sino de los comunicados del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos en los que se anunciaron sanciones económicas a miembros del gobierno venezolano. Justamente este apelativo es el punto de partida para señalar la inflexión que se produce en el escenario doméstico, que tiene que ver con la naturaleza del régimen y con su legitimidad. Si bien es cierto que desde el año 2002 Venezuela venía disputándose con Guatemala el último puesto en calidad democrática, es decir, era una democracia de muy baja calidad o un régimen con rasgos autoritarios, después de la decisión de reformar la Constitución, el régimen devino en dictatorial. Esto es, siguiendo la definición de Alain Rouquié, en un régimen de excepción en el que los poderes se concentran en una camarilla que los ejerce sin control y sin límite temporal, lo que implica que se suspenden incluso los derechos fundamentales. En este caso se violó la Constitución de 1999 porque el mecanismo de reforma no fue constitucional puesto que el gobierno se inventó un voto de tipo corporativo y violó la división de poderes que consagra la Constitución. La concentración de poderes en el ejecutivo, aunque se remonta al gobierno de Hugo Chávez con medidas como la elección de un Poder Electoral chavista (El Consejo Nacional Electoral) se ha profundizado en la era de Maduro con hechos como el cuestionado nombramiento de un Tribunal Supremo de Justicia controlado por jueces del oficialismo. El último paso en ese sentido se produjo cuando la ANC destituyó a la fiscal, una de las cabezas del Poder Ciudadano. Adicionalmente, que hay una camarilla en el poder y que no quiere abandonarlo es evidente en el hecho que miembros del oficialismo, como Diosdado Cabello y Delcy Rodríguez renunciaran a sus cargos para poder ser constituyentes y que, ante la inminencia de elecciones regionales en octubre, anunciaran medidas para restringir la participación de la oposición mediante la exigencia de un certificado de buena conducta como requisito para ser candidato. Por último, un punto de viraje en la historia de la Revolución Bolivariana será el cambio de la Constitución de 1999 que la ha provisto de legitimidad de origen pues derivó de un proceso constituyente participativo. Aludir a esa legitimidad se convirtió en tradición desde que Hugo Chávez acostumbró a los venezolanos a esgrimir la Constitución impresa en edición azul de bolsillo. Pues bien, Maduro se queda también sin ese capital simbólico.