
Ciudadanía: un proyecto inconcluso
El concepto de ciudadanía atraviesa la cultura de occidente desde hace 25 siglos como ideal normativo que responde a la doble exigencia humana de identidad y pertenencia. Es un concepto evolutivo, dialógico, siempre abierto a nuevas demandas y actualizaciones en el horizonte de la búsqueda de una vida social buena, floreciente y justa en las cambiantes condiciones históricas. En este sentido, es legítimo hablar del ideal ciudadano como un proyecto por naturaleza inconcluso, cuyo potencial orientador de la actividad humana revive constantemente en distintas coordenadas espaciales y temporales, en particular en momentos de crisis, para animar preguntas sobre el sentido del vivir y del vivir juntos.
A partir de la última década del siglo XX, advierte Adela Cortina, “hablar de un término tan antiguo como del de ‘ciudadanía’ se ha vuelto de actualidad”, precisamente porque “es un concepto mediador que une la racionalidad de la justicia con el calor del sentimiento de pertenencia” o reconocimiento y estima social, dimensiones que “han de ir a la par si deseamos asegurar ciudadanos plenos y a la vez una democracia sostenible”. Naturalmente, su larga trayectoria como asíntota del pensar y del obrar ha estado marcada por profundas tensiones, luchas, contradicciones, opacidades y desencantos, de manera que se convierte en una lente crítica para pensar el presente. No se trata de un concepto unívoco; por el contrario, es objeto de un continuo debate en los ámbitos de la moral, la política y el derecho, esferas de la racionalidad práctica.
“Hablar de un término tan antiguo como del de ‘ciudadanía’ se ha vuelto de actualidad”, Adela Cortina.
La ciudadanía no es un factum determinado por la pertenencia geográfica a un territorio, se trata más bien de un conjunto de construcciones simbólicas y de prácticas, de disposiciones emocionales, virtudes, lealtades, creencias y normas, así como de procedimientos de coordinación de la acción individual y grupal dirigida a resolver problemas y a dirimir conflictos generados en el mundo de la vida cotidiana. Ser ciudadano es sentirse partícipe y convocado por dichos sentidos y prácticas, motivado por buenas razones –no por coacción ni por simple cálculo interesado– a sostenerlos e implementarlos de manera reflexiva, construyendo, de manera simultánea, una vida que valga la pena de ser vivida y una sociedad estable.
Convertirse en ciudadano es un proceso formativo de la sensibilidad, de la opinión y de la voluntad en interacción con otros, de manera que es determinante pensar la educación para la ciudadanía, para el cultivo de nuestra humanidad, como tarea prioritaria de las instituciones educativas, en una dinámica de continuidad entre la educación básica, media y superior. Evidentemente, la educación formal, para cumplir con este fin, requiere del apoyo crucial de una cultura política pública robusta. Ambos escenarios han de converger en el objetivo de desarrollar en el niño, en el adolescente y en el adulto la capacidad de percibir la plena humanidad de todas las personas y tratarlas en consecuencia.
Como destaca Martha Nussbaum, una de las filósofas contemporáneas más lúcidas y originales en su propuesta de educación para la ciudadanía, “la educación es un objetivo, pero también supone una oportunidad. Cuando la sociedad se compromete con la educación, se compromete también con su propia estabilidad futura, no solo en aspectos económicos sino también en lo relacionado con la búsqueda de la materialización de sus metas políticas”.
La inquietud fundamental que deja la comprensión de la ciudadanía como textura emocional para la educación es cómo tender, en nuestras prácticas cotidianas, un arco que nos transporte del miedo a la esperanza, de una vida ciudadana impulsada por las emociones propias del círculo vicioso, que impiden afrontar los problemas reales acuciantes con una mirada de futuro –emociones exacerbadas en la cultura de la mera competitividad y en la sociedad del rendimiento– hacia una vida en común orientada por el amor y el servicio a ideales comunes, basada en la confianza horizontal entre seres humanos diferentes pero que interactúan basados en el respeto a la igual dignidad de todos, en el reconocimiento recíproco, ciudadanos bien educados, capaces de enfrentar los retos del presente con un espíritu esperanzado y comprometido con construir un futuro más humano.