abril 2011 | Edición N°: año 50 No. 1266
Por: Daniela M. Vargas Caipa | Pontificia Universidad Javeriana



Daniela Vargas, estudiante de Comunicación social y periodismo, fue una de 250 javerianos que participaron como voluntarios en la jornada de construcción más grande de viviendas de emergencia que ha hecho en Colombia la fundación Un Techo para mi País. La siguiente crónica cuenta su experiencia.

Viernes 18 de marzo 4:00 p.m. Así empezó la aventura

“No fue buena idea traer dos maletas”, pensé mientras, sostenida de la baranda del colectivo verde, increíblemente lleno, veía pasar de un lado a otro una de ellas. Aún faltaba camino, así que me resultó bastante divertido ver la mochila contonearse al ritmo del bus mientras yo continuaba atrapada entre una mujer robusta y dos sillas. Después de 40 minutos ya estaba cerca, así que tomé mi trasteo y timbré con prontitud, pero el bus no paró en esa cuadra, ni en la siguiente, ni en otro par de cuadras después. 5:00 p.m. El encuentro A lo lejos se veía una ola de camisas blancas. Unos 800 jóvenes voluntarios de Un Techo para mi País Colombia se agolpaban hacia el teatro de la Universidad Libre de Chapinero. La energía era tal que se contagiaba en segundos, nadie podía escapar de ese frenesí. Sleeping bags, maletas de camping y unos cuantos infladores de colchón adornaban la entrada. Se escuchaban risas y parloteos en medio de abrazos y se veían caras nuevas expectantes, afanosas de actuar, de ser parte del cambio. Adentro, el teatro estaba aún más repleto que la entrada, los corazones palpitaban rápido y los ánimos estaban desbordados. Todos cantaban, pero una sola voz se escuchaba “Comenzó y no para”. Y era cierto, habíamos empezado a recorrer el camino hacía un sueño, un camino que recorreríamos juntos, aunque nunca antes nos hubiésemos cruzado y al cual no renunciaríamos hasta verlo hecho realidad. Muchos habían aceptado el reto: construir en un fin de semana 120 techos, en la más grande construcción masiva de la Fundación. Los buses cargados de herramientas, maletas y manos trabajadoras arrancaron como monstruos, eliminando distancia, prejuicios, diferencias sociales, políticas y económicas; la causa empujaba más que los 200 caballos de fuerza del transporte; este fin de semana sólo importaban decenas de familias que, hasta entonces, nadie se había detenido a mirar.

11:30 p.m. La llegada

Al llegar nuestros cuerpos nos pedían descanso, pero esta misión ya había empezado, así que nos enfilamos a descargar herramientas, maletas y uno que otro voluntario que se había dejado vencer por Morfeo. Las horas de sueño fueron pocas, pero la ansiedad por conocer esos nuevos rostros y de empezar a trabajar pudo más que los 5 minutos más de sueño que siempre pedimos en casa.

7:00 a.m. El nuevo día

Un pocillo de agua de panela caliente con un trozo de pan bastó para empezar la jornada. Cientos de voluntarios empezamos a caminar uno junto al otro; la mancha blanca se apoderó de Ciudad Bolívar, Usme y los suburbios de Soacha, como un ejército de paz, que empuñando palas y martillos construirían un nuevo amanecer para otros colombianos. De repente empezaron a aparecer frente a nuestros ojos cientos de casitas improvisadas. Pueblitos hechos de papel, lata y cartón de los que se asomaban pequeñas cabecitas llenas de ilusión y de vida a quienes sólo una mirada podía arrancarles una sonrisa. Pronto nos dividimos y cada grupo inició la búsqueda de las familias asignadas. La expectativa nos invadía. Entonces llegaron ellos, hombres y mujeres con rostros marcados por el trabajo y los años, acompañados de pequeñas personitas de naricitas mojadas, cacheticos rojos y zapatos desamarrados. No necesitamos nada más para que nuestros cuerpos y almas se llenaran de ganas de trabajar. Tomamos palas, picas, hoyadores, martillos, puntillas, madera, serruchos y hasta piedras. Y tabla a tabla junto a ellos empezamos a construir su sueño, un hogar caluroso, propio y seguro en el que la lluvia no mojara sus días ni sus noches.

7:00 p.m. Las noches

Después de los días de trabajo, las noches no se hacían largas. Tras una jornada de fogata, chistes, juegos de cartas y una que otra serenata, caíamos en la cama como objetos inanimados. Al principio era fácil dormir, el calor humano en el cuarto lo hacía posible, pero cerca de las 2:00 de la mañana el frío se alcanzaba a colar por las ventanas, los huesos de las piernas dolían y no había cobija ni sleeping que pudieran mantenernos calientes. 6:00 a.m. Los otros días “Trabajo bruto pero con orgullo, aquí se comparte, lo mío es tuyo, este pueblo no se tumba con barullos y si se derrumba yo lo reconstruyo”, era lo primero que escuchábamos en las mañanas al despertar. Después de ello, el día debía comenzar con un “baño de gato” a punta de pañitos húmedos, una lavada de dientes comunal y una fila interminable para desayunar. Ya en la obra, debíamos terminar de picar piedra para poder ubicar los pilotes –15 troncos gruesos de madera que deben ser enterrados en la tierra, para así formar la base de la casa–; en mi cuadrilla ubicarlos nos tomó casi 2 días. Enseguida, debimos colocar las vigas de piso para unirlos y desde allí a punta de martillo y puntilla empezar a armar –al mejor estilo de un Lego– la nueva casa. Primero ubicamos los 3 paneles de piso, luego debimos levantar y acomodar las paredes para poner las vigas de techo, las ventanas y la puerta y, finalmente, techar. Todo eso en un solo día. Al final lo conseguimos.

Lunes 21 de marzo 5:30 p.m.  Fin de la aventura

Al caer la tarde, esa primera misión terminó. Lo habíamos logrado y debo decir que en verdad valió la pena. A partir del 21 de marzo 120 familias pudieron descansar resguardadas del frío y la lluvia. Es imposible decir que fue fácil; los 3 días estuvimos acompañados de un clima bipolar de lluvias torrenciales y un sol picante. El trabajo físico fue duro; el cansancio, el dolor de los moretones y las heridas pequeñas le pedían al cuerpo descanso. Pero hubo algo que evitó que nos detuviéramos, la ilusión de unos padres que lloran de felicidad porque se dan cuenta que no están solos y el pequeño rostro lleno de moquitos que te abraza y te llama “héroe” –aunque no lo seas–. Fue eso lo que pagó las noches de desvelo y los 3 días de trabajo duro, pesado e imparable. Pero este sólo fue un primer paso de muchos que faltan. En el mundo hay cerca de 2 mil millones de personas que no tienen un techo digno para vivir. Este es el reto que ahora tenemos que asumir, porque esto comenzó y no para.