Indignación en clave de esperanza
La palabra ciertamente cobró fuerza en los últimos meses gracias a las manifestaciones que se presentaron en diversos lugares del mundo, en las cuales los llamados indignados se hicieron visibles de forma notoria. Se podría decir que la razón de su protesta fue ese creciente sometimiento de las condiciones de vida de millones de seres humanos a medidas estrictamente económicas, porque para algunos individuos y ciertas entidades, la pobreza, el desempleo y también el deterioro del medio ambiente, entre otros asuntos, no deben ser el criterio principal para el manejo de una economía que parece haberse convertido en un fin en sí misma. En nuestro país, la indignación ha surgido recientemente de otra manera. Los colombianos recibimos con estupor hace pocas semanas la noticia del asesinato de cuatro compatriotas que llevaban más de una década secuestrados. Estos hombres, miembros de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional, culpables solamente de haber defendido las instituciones legítimamente constituidas en Colombia, habían sido víctimas del flagelo del secuestro, arma tenebrosa esgrimida sin consideración alguna por los grupos al margen de la ley que decidieron enfrentar de manera violenta al Estado. Por supuesto, el país tenía que manifestarse de distintas maneras para condenar tan execrable hecho, para pedir que se haga justicia, y por supuesto, que recobren su libertad muchos otros compatriotas que permanecen secuestrados.
Como puede verse, la indignación es la consecuencia natural de actos que lesionan al ser humano, que menoscaban su dignidad, no solamente en términos individuales, sino también colectivos. En este contexto, la indignación es una expresión legítima de las víctimas y también una demostración de solidaridad con ellas, que a su vez nos permite reconocernos como una sola nación, un solo pueblo, y que conlleva a que otras naciones y otros pueblos también nos reconozcan como tales. No hay que olvidar que por esa solidaridad que enaltece a la persona en ocasiones se debe pagar un alto precio. Las persecuciones no son una estrategia del pasado. Cada día conocemos del atropello que padecen aquellos que se ponen del lado de los oprimidos y junto a ellos luchan abiertamente en favor de la justicia.
Han coincidido estos hechos con la celebración del adviento, la preparación litúrgica para el nacimiento de Jesús, y el inicio de la temporada navideña que está teñida de luces y alegría, que invita al descanso y la reconciliación, que arraiga y fortalece de manera extraordinaria la esperanza. Es cierto que en medio del festejo corremos el riesgo de olvidar los grandes problemas que enfrenta la humanidad y en particular, nuestro país, afectado seriamente por el inclemente invierno que de nuevo nos ha hecho cuestionar la eficiencia de la gestión pública. Sin embargo, también tenemos ahora la oportunidad de hacer una lectura de los hechos de tal forma que más allá de buscar responsables, nos empeñemos en encontrar soluciones y en hacerlas realidad. Nadie podría cerrarle las puertas a la Navidad, época que si bien despierta especialmente el entusiasmo de los niños y de los mayores, de los más desfavorecidos, que se convierten en el centro de atención, en objeto de cuidados y regalos, a todos nos invita a reflexionar sobre la contribución que cada uno hace en términos de humanidad.
La llegada del Niño Dios, expresión que por el uso reiterado va perdiendo su valor y llega a recitarse sin que tengamos conciencia de su profundo significado, debería ocupar lugar de privilegio en la agenda de nuestras reflexiones. ¡La llegada del Niño Dios! Se trata nada menos que del acontecimiento que para los creyentes divide en dos la Historia porque Dios, el Creador, el que es Amor que todo lo puede transformar, se hace hombre, decide habitar entre nosotros y compartir nuestro camino, inundándolo de luz. Su palabra, contenida en el Evangelio de la Libertad, y su espíritu, el Espíritu Santo, son legado maravilloso que nos permite mirar al mundo con otros ojos y, sobre todo, enfrentar sus problemas con otras manos. Indignados, sí; abatidos, ¡jamás! En efecto, nuestra indignación tiene que ser eficaz, tiene que tener consecuencias, ir más allá de las palabras, traducirse en acciones, en todo ajustadas a los principios y los valores que orientan nuestras vidas y explican nuestras decisiones. Nuestra protesta no debe empeorar las cosas, acrecentar el caos ni el desencanto, sino por el contrario, crear condiciones que promuevan de manera irreversible el mejoramiento de la situación y servir de estímulo para un renovado quehacer que le abra paso a la justicia, que asegure la libertad y la paz. Tal fue el mensaje de Jesús, signado por el incontrovertible testimonio de la cruz y la resurrección, mensaje de esperanza que se actualiza plenamente en estos días de fin de año y que busca hombres y mujeres “de buena voluntad”, bienaventurados, que defiendan con todas sus fuerzas la causa de la dignidad de todos los seres humanos.