julio 2011 | Edición N°: año 50 No. 1269
Por: Alberto Gutiérrez, S.J.* | Ex Vicerrector del Medio, Académico de la Historia



Los albores de la Compañía de Jesús se dieron en el medio universitario de París: Iñigo de Loyola se matriculó en el colegio de Santa Bárbara para seguir los cursos de artes; esto bajo el nombre latino de Ignacio y bajo la tutela del teólogo y doctor Juan Peña. Este ilustre catedrático era el mismo que dirigía los estudios del saboyano Pedro Fabro y del navarro Francisco Javier, los primeros compañeros de Loyola. Corrían los años 1529 y 1530, los mismos en que Juan Calvino, el reformador protestante, adelantaba sus estudios jurídicos y teológicos en el colegio de Monteagudo, de la misma universidad parisina. En aquel momento de movimiento ideológico y controversia se conformó el grupo fundador de una orden religiosa que fue aprobada por los papas Paulo III y Julio III con el título de la Compañía de Jesús. Las constituciones, elaboradas por Ignacio y aprobadas por sus compañeros, abrían el campo de acción a las múltiples posibilidades apostólicas sin restricción alguna, siempre dentro de un juicioso discernimiento de lo que más convenía para gloria de Dios y edificación de la Iglesia, bajo el Romano Pontífice.Así formaron el primer núcleo jesuítico en la disciplina universitaria de París, y pronto vieron la necesidad de preparar sus efectivos de manera sólida, dentro de los mejores patrones académicos de instituciones con orientación corporativa, científico y con un decidido criterio de educación integral de las personas. Cada comunidad de jesuitas conformaba un grupo apostólico eminentemente interdisciplinario, con una dimensión colegial en su apostolado. El colegio era, por tanto, una comunidad de trabajo y, naturalmente, una de sus más importantes actividades era la de la educación formal de la juventud. De esta forma surgieron las primeras instituciones o colegios jesuíticos con una finalidad pedagógica dentro de los parámetros de la época: formación básica en las artes y preparación para el ejercicio profesional dentro de las facultades de teología, derecho y medicina. Siempre la prioridad estuvo en mantener los criterios humanísticos y metodológicos, formulados en lo que llegó a ser el método característico de la educación en los colegios de la Compañía. Dentro de los colegios fundados, entonces, se encuentran: el colegio de Gandía, fundado por el duque Francisco De Borja, futuro general de la Compañía; el de Mesina, en cuya realización se emplearon algunos de los mejores talentos de la Orden; finalmente, el Colegio romano, fundado por el propio Loyola, con el parecer altamente favorable de los Papas: fueron tres experiencias pioneras a las que siguieron, ya en tierras de fuerte confesionalismo protestante, los colegios de Alemania, de los países bajos y de la Europa oriental. La Compañía entró a colaborar en universidades francesas y españolas, exacatamente en París, Salamanca, Alcalá y en Coimbra, el alma máter portuguesa. En todos esos sitios, y en Austria, Silesia, Polonia, Rusia blanca (Bielorrusia) y Lituania, los colegios de la Compañía fueron conformando un medio educativo que sería importante para la estructuración de la Europa moderna.

El influjo jesuítico en el mundo universitario del renacimiento y de la época moderna se basó fundamentalmente en su disciplina dentro de los métodos científicos, tanto tradicionales como nuevos: en el Colegio romano surgen las cátedras de matemáticas, astronomía, física, química e historia natural. Allí, el célebre Padre Clavio tiene discípulos como el misionero de la China, el jesuita Lorenzo Ricci, que llegó hasta el más selecto grupo de sabios del celeste Imperio, donde creó toda una revolución científica que pudo haber sido la base para la penetración del Cristianismo en el seno de una de las más antiguas y poderosas culturas de la humanidad. La universidad jesuítica participó durante siglo y medio (XVII y XVIII) en las grandes polémicas teológicas, filosóficas y científicas del mundo moderno: el protestantismo, el jansenismo, el racionalismo enciclopedista y la pugna ideológica, que abrió el panorama a las grandes revoluciones del mundo contemporáneo. Hubo naturalmente eclipses del influjo positivo de la Compañía en la cultura, como el producido por la extinción de la Compañía desde 1773 hasta 1814. Pero la Orden renació y renacieron sus colegios y universidades: el Colegio romano, corazón universitario de la Compañía, se convirtió en la Universidad Gregoriana y, en el mundo científico y pedagógico, volvió a resonar la cátedra jesuítica con la palabra al servicio del ser humano y de la verdad. Modesta, sí; pero verdadera, al fin y al cabo.