octubre 2010 | Edición N°: año 49 No. 1262
Por: Gerardo Remolina, S.J | Pontificia Universidad Javeriana



Nadie duda de la autoridad científica de Stephen Hawking, el autor de la reciente obra “the grand design”, (“El diseño grandioso”) -junto con Leonard Mlodinow-. su carrera académica como físico y cosmólogo es algo verdaderamente asombroso. los numerosísimos premios recibidos y las distinciones a que se ha hecho merecedor son un testimonio incontrovertible de su calidad científica: entre otros galardones, ha obtenido doce “Doctorados Honoris Causa”. Es esta autoridad la que ha causado un extraordinario revuelo ante las afirmaciones de su último libro: “Dado que existe una ley como la de la gravedad, el Universo pudo y se creó de la nada. la creación espontánea es la razón de que haya algo en lugar de nada, es la razón por la que existe el Universo, de que existamos. No es necesario invocar a Dios como el que encendió la mecha y creó el Universo”. las investigaciones de Hawking se han desarrollado en el campo de la física cuántica, de los agujeros negros, de la ley de la relatividad, de la teoría del big bang, y de otros asuntos relativos a las leyes del Universo. Y allí, dentro del Universo, es imposible encontrar a Dios. Dios no es un objeto de la ciencia, de la investigación empírica. Y en esto Hawking tiene toda la razón: la física no necesita de la “Hipótesis de Dios” para explicar el mecanismo del Universo. bastan las leyes de la naturaleza para hacerlo. Ya en su primera obra “breve historia del tiempo” Hawking había aspirado a conocer la mente de Dios: “si pudiéramos descubrir una teoría completa, sería el máximo triunfo de la razón humana, porque entonces conoceríamos la mente de Dios”. Esta expresión trae a la memoria la famosa sentencia de Agustín de Hipona: “si lo comprendes, no es Dios”, es otra cosa. porque Dios es incomprensible para nuestras limitadas facultades humanas; él excede nuestra capacidad de comprensión. Es un exceso de inteligibilidad. Hasta aquí, Hawking tenía razón. pero desde la física da un salto mortal a la metafísica cuando afirma que, dado que existe una ley como la de la gravedad, “el Universo pudo y se creó de la nada”. pero la “Nada” es la ausencia total, absoluta, de todo ser, de todo existir; y de la diferencia radical entre el ser y la nada depende precisamente la noción metafísica de creación. la creación no es un cambio o una transformación de algo ya existente, sino, la producción total de algo a partir de la nada. Cuando Hawking afirma que, dado que “existe” la ley de la gravedad, el mundo pudo crearse de la nada, y que “la creación espontánea es la razón por la que hay algo en lugar de nada”, está haciendo una afirmación metafísicamente equivocada. En efecto, para referirse a la creación parte de algo “pre-existente”: de la ley de la gravedad. pero ella no está en el vacío, sino que rige algo ya existente. además, hablar de creación “espontánea” es otro sinsentido: la espontaneidad presupone un sujeto existente que actúe “espontáneamente”.

Hawking tiene toda la razón cuando afirma que “una nueva serie de teorías torna superfluo pensar en la existencia de un creador del Universo”. Ciertamente, Dios no es un objeto de teorías científicas. Dios no es parte de la creación. a Dios no se llega como a una conclusión científica, sino que se lo encuentra través de la sabiduría. a este propósito, vale la pena traer a colación un texto sapiencial del siglo I antes de Cristo: “Faltos de sabiduría son todos los hombres que vivieron sin conocer a Dios; los cuales, a pesar de ver tantas cosas buenas, no reconocieron al que verdaderamente existe; (…) si los asombró el poder y la actividad de aquellos seres, deberían saber que más poderoso es quien los hizo; (…) a esos hombres, sin embargo, no se les puede culpar del todo, porque quizás se equivocaron en su afán mismo de buscar a Dios y querer encontrarlo. (…) sin embargo, no tienen excusa, porque si fueron capaces de saber tanto, hasta el punto de investigar el universo, ¿por qué no descubrieron antes al señor de todos?” (libro bíblico de la “sabiduría” cap. 13, 1-9)