Cátedra Unesco de Comunicación

Comunicación, información y lenguajes en tiempos de pandemia

Cátedra Unesco de Comunicaciones 2020

ISBN: 978-958-781-870-3    |    DOI: https://doi.org/10.11144/Javeriana.9789587818703
Cómo citar este libro: Pereira, J. M. y Gutiérrez, G. E (eds.). (2023). Comunicación, información y lenguajes en tiempos de pandemia. Cátedra Unesco de Comunicación 2020. Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana.

Del mercado mojado a las redes sociales. La comunicación en la pandemia1Dos versiones de un texto más amplio —en elaboración— sobre el tema se han presentado en la xxvii Cátedra unesco de Comunicación, de la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana (octubre de 2020) y en la Cátedra Pandemia, hábitat y nuevo orden mundial, de la Maestría en Hábitat de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Colombia (septiembre de 2020).

Germán Rey2Asesor de la Facultad de Comunicación y Lenguaje y profesor de la Maestría de Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia).

Introducción

En una Guía de la Organización Mundial de la Salud (2008) se dice que “La comunicación eficaz de los riesgos es un elemento indispensable de la gestión de brotes epidémicos”. En los textos de prácticamente todos los historiadores y pensadores de las pestes, la comunicación ocupa un lugar fundamental.

La comunicación del origen de la pandemia no distingue las pestes medievales de las contemporáneas, pero lo interesante es que mantiene varias ideas originales: la negación del brote, la distorsión, la manipulación de las cifras y la minusvaloración del contagio. Lo que se pone a prueba al comienzo de la peste es la verdad.

En la pandemia del covid-19 todo ello sucede en un contexto comunicativo diferente. Es la primera pandemia que cuenta con un paisaje comunicacional lleno de medios, nuevas tecnologías, sitios sofisticados de internet, plataformas y redes sociales, hasta el punto de que nadie negaría ya la importancia de este paisaje en la conformación de las sociedades globales y de los desastres planetarios. La pandemia es en sí misma un fenómeno global, en tiempos globales y con un conjunto de dispositivos comunicacionales que la humanidad de las pestes no había conocido. Pero aun en medio de esta eclosión informativa, los orígenes antiguos de las epidemias del pasado parecen replicarse casi a la letra en la epidemia contemporánea. Porque este origen también es habitualmente vinculado a la concepción social del afuera, del peligro inminente, del contagio por lo invisible, de la idea de traslado y, por tanto, de movilidad del contagio, del encerramiento y las distancias, como demostraré más adelante en el caso de Bogotá y, específicamente, de su sistema de transporte masivo y de la central de abastos más grande del país. Y todas estas mutaciones no solo están presentes en la comunicación, sino que la modelan de manera definitiva.

Todo empieza a cambiar en este proceso lleno de mutaciones. De los murciélagos y los pangolines desmembrados en el mercado húmedo de Wuhan al mapa genético, de este a la distribución social de las ideas, el sentido del grupo, la disposición física, simbólica y sentimental de la casa y los espacios, los rituales colectivos, la autoimagen o la relación de los cuerpos. Como lo escribió Alain Badiou, “una epidemia es compleja porque siempre es un punto de articulación entre las determinaciones naturales y sociales. Su análisis completo es transversal: debemos captar los puntos donde se cruzan las dos determinaciones y dibujar las consecuencias” (Badiou, 2020; cursivas añadidas). He encontrado esta transversalidad narrada en otro texto (Rey, 2009) en las culturas ancestrales de la Sierra Nevada de Santa Marta, cuando los indígenas que habían bajado al Laboratorio Matrix, de la Universidad Javeriana, para aprender las artes del sonido y de la edición digital, participaron después en una ceremonia de pagamento por los eventuales efectos que las tecnologías tendrían en la naturaleza. Ahí supimos que en un lugar oculto del Corazón del Mundo (la Sierra Nevada) estaba el dios de las imágenes, que es, según los Mamos, el mismo dios de los espejos.

La comunicación es muy parecida a la pandemia, porque permanentemente pone en relación el instrumento material —por ejemplo, las tecnologías— con los contenidos simbólicos. Es la radio con sus ondas y el sentido de diseminación de lo que se dice y se escucha o la naturaleza de lo digital y su incorporación a la circulación de la información por Facebook o Twitter. Con razón, mucho antes de la pandemia se hablaba popularmente de información viral y de viralización, para enfatizar el carácter expansivo y contagioso de las informaciones que circulan por la web.

El afuera es una presencia constante en la comunicación pandémica. Está en la imagen que pone el inicio del mal en una populosa ciudad de China y, más concretamente, en el reducto de un mercado en el que se entremezclan los animales y sus vísceras, los restos de sus flujos sacrificiales y el agua de baldes y mangueras que borran los restos de la sangre, el sentido de lo afrodisiaco y la sanción de lo sucio. Pero también el afuera ha sido fundamental en la representación social de la pandemia y del encerramiento, y lo he encontrado en la recopilación y el análisis que he hecho de 300 expresiones culturales colombianas; la mayor parte, recogidas entre marzo y agosto de 2020, en medio de la cuarentena. Ni las puertas ni las ventanas son umbrales, sino límites de defensa del virus y el contagio. Los balcones se convirtieron en sitio de encuentro, aplauso colectivo, intercambio comunicativo con los vecinos y lugar de expresión cultural a través de músicas, danzas y muestras de arte. Las tecnologías audiovisuales permitieron transgredir los límites y reconstruir el afuera a través de cámaras web y teléfonos celulares. Los paisajes sonoros captaron los sonidos de una ciudad diferente y las fotografías compusieron una vida hacia dentro y hacia afuera impresionante. El proyecto en Instagram covid Latam 19, de 9 fotógrafas, 9 fotógrafos y un virus, es uno de los testimonios más ricos y plurales de la pandemia en Latinoamérica. El afuera se dibuja en las calles, los mercados, los edificios, las terrazas, e incluso, en las mascarillas, que son límites evidentes.

Pero en términos más estrictamente comunicativos, los pensadores de la pandemia resaltan el rumor y los relatos. Tanto el primero —episódico y veloz— como los segundos —más estructurados y consistentes— atraviesan la historia de la comunicación y las pandemias. “La otra reacción universal y aparentemente espontánea de la humanidad a las pandemias —escribe Pamuk— ha consistido siempre en crear rumores y difundir falsas informaciones. En el pasado, los rumores se alimentaban sobre todo de las informaciones erróneas y la imposibilidad de captar la situación global” (Pamuk, 2020). El sendero del rumor es el boca a boca, y en la pandemia, las redes sociales, que los recogen, los reelaboran y los difunden viralmente, hasta que se extinguen o quedan en el reservorio de los discursos y los actos fallidos de la peste.

En “Las pandoras de la pandemia”, Siri Huvstetd recuerda que “Todas las culturas humanas crean relatos para explicar por qué las cosas son como son”. Los relatos de la pandemia son en extremo semejantes entre culturas distintas, como si la unificación condensara las narrativas en una enunciación global en que los detalles los aportan las circunstancias locales: los cadáveres de Guayaquil, las fiestas clandestinas de Barranquilla o las calles vacías de Nueva York son algunos ejemplos. La pandemia y el confinamiento que produjo han influenciado en diversos niveles de la comunicación: en la comunicación subjetiva e interpersonal, en los medios de comunicación, en los nuevos medios digitales, en las plataformas y en las redes sociales y en la comunicación pública. Entenderemos la comunicación como un proceso de producción, circulación y apropiación de significados y a la cultura, como una red de significados que merece ser descifrada, como lo propuso Clifford Geerts en “La interpretación de la cultura”.

La pandemia y la comunicación subjetiva e interpersonal

Uno de los primeros resultados de la pandemia fue la reducción de los ámbitos más cercanos y subjetivos de la comunicación, hasta llegar, incluso, a su clausura: la calle, la escuela, el bar, el cine y la plaza se desocuparon y las imágenes que se reproducían de ellos estaban definidas por la soledad. Hay una soledad que la pandemia aceleró: la de muchos espacios de la convivencia que quedaron vacíos, tomados por animales expósitos que desaparecieron para habitar las láminas populares, los zoológicos y las narrativas de la extinción.

La pandemia expone los lugares que habitamos y, sobre todo, las formas como lo hacemos radicalizándolas de una manera generalizada y universal. Y al hacerlo convierte al mundo en un laboratorio que genera reflexiones que de otro modo pueden parecer simples convenciones académicas. “En una ciudad densa y diversa las personas tienen que tener trato con otras personas diferentes de ellas mismas. Sin embargo, para prevenir o inhibir futuras pandemias, seguramente necesitaremos encontrar otras formas de densidad física que permitan a las personas comunicarse, ver a los vecinos y participar en la vida de la calle, aunque estén separadas temporalmente. En el pasado, los urbanistas chinos encontraron esta clase de flexibilidad en los patios shikumen. Los arquitectos y los planificadores tienen que idear su equivalente contemporáneo” (Sennet, 2020) (cursivas añadidas). A quienes investigamos la comunicación, nos corresponde una parte de la tarea.

“Por esta razón, los planificadores de París y Bogotá están estudiando las denominadas ‘ciudades de 15 minutos’, en las que la población puede desplazarse a pie o en bicicleta a los nodos densos del núcleo urbano en vez de viajar por medios mecánicos a los centros densos”, ratificó Sennet (2020). La comunicación interpersonal se concentró en el ámbito familiar, en el que, a la vez, aumentaron dramáticamente la violencia y la intermediación tecnológica, lo cual algunos han visto como el fortalecimiento de una tendencia que venía creciendo, y otros, como un ascenso episódico que descenderá cuando retorne la normalidad a las relaciones presenciales; es decir, cuando las multipantallas sean reemplazadas por el triunfo de la experiencia.

Pero hay por lo menos dos temas cruciales. Uno es el incremento de la comunicación pública en la vida privada y comunitaria. El otro es la neo-higienización del lenguaje y la interacción comunicativa. Muy rápidamente, el Estado asume una forma de comunicación que construye un discurso público fundamentado en la caracterización de fases para la contención de la pandemia, así como estrategias para permitir la preparación del sistema hospitalario e prevenir su colapso, el aplanamiento de la curva de contagio y de fallecimientos, la divulgación y la promoción de medidas concretas como el distanciamiento físico, el lavado de manos y el porte de mascarilla, el seguimiento de algunas de las estadísticas que iban mostrando la evolución de la situación y el anuncio de medidas de protección económica para las empresas y las poblaciones más vulnerables, por parte de las diferentes agencias del Estado. Concentrado en el gobierno y en el Ministerio de Salud, el discurso epidemiológico y salubrista fue el hegemónico en la comunicación pública, lo cual lo tornó descendente, institucional, poco participativo y demasiado rígido en la percepción y el análisis que la pandemia estaba teniendo en la vida social.

De los medios de comunicación a la otra comunicación

Los medios de comunicación entraron a la pandemia en uno de los momentos más difíciles de su historia. Su confianza se ha deteriorado; como muestran los barómetros institucionales, los jóvenes no están entre sus audiencias habituales, la circulación de sus productos ha disminuido mientras su modelo de negocio se fractura cada vez más, la pauta publicitaria se diversifica y cambia de beneficiarios, las concesiones y los acomodamientos a la política hegemónica les han traído problemas severos de credibilidad, el cansancio de sus narrativas llega en el momento en que otros productores de contenidos les toman la delantera y su incapacidad para la innovación no logra responder adecuadamente a la irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación ni a la expansión de los medios digitales. Quizás por todo ello, la presencia de los medios en la pandemia ha sido muy previsible: la información siguió las pautas del discurso salubrista y ha sido consecuente con la prevalencia informativa de las anormalidades; es decir, de los comportamientos excepcionales, cuya exaltación ha formado parte de su narrativa habitual en la sociedad.

Pero hay que mirar hacia otro lado de la comunicación para encontrar las versiones más interesantes y originales de la pandemia, que recogen, a través de la fotografía, sus recorridos más vitales y subterráneos, como sucede en el registro visual latinoamericano en Instagram de Covidlatam 19; en las emisoras de radio, como la del Coreguaje, en Caquetá, que combina el soporte a la educación de los niños y las niñas de la región con el significado de la chagra; la participación de padres y maestros en plataformas y magazines como La ración, de Medellín, creada por jóvenes skaters y grafiteros, que dejan correr otras visiones de lo que está sucediendo a través de textos e ilustraciones gráficas; en la Geología del Nochero del Parque Explora, que hace un mapa emocional de las lecturas en los barrios de la ciudad; en La carreta literaria de Cartagena, que cambia el desplazamiento físico de un sencillo carrito por la conversación web; en la lecturas por parlantes o por WhatsApp que se producen en el Sumapaz, o en Susúrrame cochinadas, que se acercó a los confinados a través de poesía erótica leída por teléfono.

Este desplazamiento de la mirada lleva de los medios de comunicación por lo menos hacia otros dos lugares donde la comunicación se hizo más vital y expresiva: los centros de la mirada colectiva durante la pandemia y el catálogo de sus anormalidades.

La plaza de mercado (Paloquemao), el transporte (Transmilenio), los migrantes (venezolanos), los mórbidos (obesos, diabéticos e hipertensos), los viejos (los “abuelitos”), las cárceles y los cines, los teatros, las iglesias y los sitios del espectáculo concentraron una buena parte no solo de la comunicación, sino de la producción imaginaria y simbólica de la pandemia. En el catálogo de las anormalidades aparecieron las fiestas clandestinas, las aglomeraciones, los disturbios callejeros, los rituales festivos de los sanados al salir de los hospitales, los aplausos al personal de salud, el tránsito de los respiradores de la Amazonía a La Guajira y la unión entre protesta social y contagio.

La comunicación suele huir hacia otros lugares diferentes de los institucionalizados, y la investigación antropológica y de las ciencias sociales debería seguir sus recorridos para hallar esos sentidos que las sociedades producen e intercambian, de maneras posiblemente más sugestivas. Porque después llegan los medios y hacen lo suyo simplificando o distorsionando lo que se encuentra de manera más intensa en los lugares o en los comportamientos de origen.

Los mercados siempre han tenido una conexión con las pestes al unir los alimentos con lo sano y lo podrido, las carnes con los vegetales, las aglomeraciones con el contagio, la vida con el sacrificio. En los mercados mojados de Asia es frecuente encontrar peces vivos chapoteando en tinas de agua, hielo derretido para mantener la carne fría y la sangre y los intestinos de animales sacrificados.

Muy pronto la plaza de Paloquemao, la más grande de Colombia, apareció en la escena de la pandemia. Su abigarramiento, el ir y venir de carros y camiones, la venta callejera de productos, la entrada y la salida de gente y la inmensa disposición de toda clase de alimentos la hacían un sitio de confluencia de la ciudad con el contagio. Los confinados miraban con sorpresa ese mundo que transcurría con una gran vivacidad frente a su encierro, como si en este afuera se permitiera todo lo que en las casas y los apartamentos se negaba. Contrastaban el movimiento frente a la quietud, el ruido ante el silencio, el territorio aparentemente sin normas y las reglas estrictas de la cuarentena. Hasta que el virus empezó a tocar a ese mundo diferente con sus condiciones uniformes de contagio y de muerte. Cuando las autoridades intervinieron, la plaza de mercado se convirtió en un lugar de la protesta. Su poder comunicativo estaba en las confluencias entre los alimentos, la aglomeración, lo que llega diariamente de afuera y la evidencia del intercambio.

Desde el primer momento de la pandemia, la movilidad fue crucial, y Transmilenio, su signo. Aunque en todas las pestes el transporte del contagio es uno de los imaginarios más persistentes y peligrosos, nunca como ahora, tanto la comunicación como el transporte han sido tan móviles o tan fluidos, como diría Zygmunt Bauman. El aeropuerto fue la puerta de entrada, y Transmilenio, el peligro de un contagio que no se encerraba, sino que transitaba de un lado a otro por los sitios más distantes de la ciudad. El terror de los salubristas. Porque frente al distanciamiento físico, Transmilenio es el resaltamiento de la cercanía de los cuerpos y de su aglomeración y, frente al control del encierro, es la asechanza del descontrol. Dos cuestiones sobre las que hay una abundante picaresca urbana, y que confirman la reflexión de Gabriel Giorgi cuando señala la pandemia como un acelerador de procesos que ya estaban en la sociedad. Cuentan los cronistas bogotanos que en la peste de 1918 corrió la idea de que desde los cerros donde vivían los pobres bajaba el contagio a los barrios de los ricos, de la mano con el viento, los hedores y las miasmas. Esta topografía del contagio también está presente en el Transmilenio: una ciudad pobre avanza sobre otra trasladando la infección.

La relación entre la pandemia y la migración tendrá que estudiarse con detenimiento. El migrante es una suerte de apestado contemporáneo, como se lo representa a diario en los medios, con los flujos de empobrecidos del sur que intentan cruzar océanos y desiertos, para llegar a un norte próspero, individualista y envejecido. Las diásporas de hombres, mujeres, niños, niñas y ancianos a pie por las carreteras colombianas es una imagen descarnada de los despropósitos políticos y sociales de nuestros tiempos. A eso se agregan varias contaminaciones más: la contaminación de los que llegan, la de quienes vienen de afuera y se desplazan sin rumbo preciso y se convierten así en un eventual peligro. Es la horda —en todo el sentido lingüístico e histórico de la palabra— de los desamparados, de los que no tienen casa, o seguridad social o conocidos. Tampoco, futuro. Con la excepción del sida, nunca como ahora la morbilidad se había convertido en una dimensión de la discriminación social. Solo que la estigmatización llegó a una puerta más ancha, habitada por personas obesas, hipertensos y diabéticos. El peligro se extendió y lo no suficientemente explicado pasó del coronavirus a una población importante de afectados que podrían sobrellevar la muerte. Eran los que estaban signados.

En un país con una de las tasas demográficas más jóvenes del continente y un bono que se extingue irremediablemente, los viejos habían podido vivir con algunas aprehensiones. Una de las primeras constataciones médicas, como lo corroboraron The Lancet y otras publicaciones académicas (otra manifestación comunicativa de importancia), fue la demoledora acción del virus en los adultos mayores. Pero, también, uno de los primeros apelativos utilizados por el presidente para referirse a esta población de riesgo fue la de “los abuelitos”, que, además, pasó a formar parte central del discurso epidemiológico. Bajo el discurso de su protección se escondía un efecto pragmático que muy pronto fue descubierto por sus protagonistas: su confinamiento severo, que ni siquiera les permitía salir a la calle por unas horas para hacer ejercicio, como lo podían llevar a cabo todas las demás poblaciones, buscaba disminuir de tajo la presión de los viejos sobre las unidades de cuidado intensivo, su bajo número y el enorme déficit de respiradores artificiales en clínicas y hospitales.

La llamada “rebelión de las canas” no se hizo esperar, y la tutela que un grupo de ciudadanos presentaron ante los jueces, para buscar la protección de sus derechos, fue considerada por el gobierno un verdadero peligro contra el diseño estratégico de las políticas de control de la pandemia, y por otros, un parteaguas entre el autoritarismo del Estado y los derechos de la ciudadanía. El acontecimiento tenía claras características comunicativas, entre otros motivos, porque los demandantes apelaban a la participación de los ciudadanos a través de una consulta que nunca se dio y a la serena reivindicación de la edad, y no de su estigmatización.

Uno de los primeros gestos de la pandemia fue el cierre de teatros, cines, bibliotecas, museos y librerías, el fin de las fiestas y la clausura de todos los espectáculos públicos. Cuando la cuarentena disminuyó y comenzó lo que, de manera eufemística, se ha llamado la nueva normalidad, casi todos estos lugares de la cultura continuaron cerrados, lo cual provocó efectos catastróficos en su frágil sostenibilidad. Mientras languidecieron unas, aparecieron otras expresiones culturales de la pandemia; la gran mayoría, determinadas por una gran creatividad, por la intención de romper de alguna manera las limitaciones del confinamiento, por la búsqueda de soportes tecnológicos y digitales, así sean precarios, para su producción y su apropiación (cámaras web, teléfonos móviles, grabadoras, utensilios domésticos), por un afán participativo indudable y unos usos inéditos de la música, la lectura, las artes visuales o el teatro, apenas insinuados en el pasado. Todas estas expresiones pueden considerarse comunicativas por los propósitos que tienen (poner en común, representar socialmente, compartir sentidos y emociones, reconvertir el límite en posibilidad, usar creativamente recursos exiguos), pero también, por los sentidos que escenifican e intercambian.

El catálogo de las anormalidades

Es muy interesante contrastar la unificación discursiva de la salubridad —formal, reiterativa y apegada a la autoridad— con la anarquía de los comportamientos des-ordenados de la clandestinidad, las fiestas, las aglomeraciones y la protesta social. Una relación muy similar a la que se da entre el carnaval, el juego y la risa, y que numerosos autores —desde Batjin y Callois hasta Caro Baroja y Eco— han resaltado.

En el carnaval se elabora —escribe Bajtin (1971)— en una forma sensorialmente concreta y vivida entre realidad y juego, un nuevo modo de relaciones entre toda la gente que se opone a las relaciones jerárquicas y todopoderosas de la vida cotidiana. El comportamiento, el gesto y la palabra del hombre se liberan del poder de toda situación jerárquica (estamento, rango, edad, fortuna), que los suele determinar totalmente en la vida normal, volviéndose excéntricos e importunos desde el punto de vista habitual. La excentricidad es una categoría especial dentro de la percepción carnavalesca del mundo.

Las fiestas clandestinas aparecen en los medios de comunicación de manera reiterada y obsesiva, pero perdiendo toda particularidad. Son fiestas sin historia, sin contextos e, incluso, sin protagonistas. Su representación es estereotipada, plana y despojada de toda singularidad, no que las justifique, sino que las explique. Se las convierte en un hecho que contrasta con las medidas del Estado y que es una especie de arquetipo moral y de la voluntad que introduce el contagio en la sociedad, tomada por el desenfreno y castigada por la autoridad. Al nombrarlas como “clandestinas”, se las reduce a espacios des-controlados, pero también, al anonimato de lo que supuestamente es repudiable para la sociedad ordenada; se unifica de esa manera una determinada expresión simbólico-cultural con el delito. Desaparece el origen de su organización, que no es identificable, y se pierde por su diseminación de las redes, a través de las cuales, supuestamente, se convoca al encuentro, lo que no deja de ser otra de las figuraciones sociales del contagio.

“Las 7701 fiestas que han violado la cuarentena en cuatro ciudades” es el titular de la noticia de El Espectador del 18 de agosto, en el que se halla una rara descripción que la diferencia de otras informaciones sobre el mismo acontecimiento: “En un país de ferias y fiestas, a los colombianos les sigue costando acatar normas, a pesar de las alarmantes cifras de contagio y muertos que ha dejado el coronavirus”.

Las fiestas clandestinas se muestran en barrios populares acompañadas de aglomeraciones e imágenes caóticas, como en un informe de la televisión sobre Moravia, en Medellín, en el que la multitud se confundía homogéneamente en el baile, las contorsiones y el perreo, subrayando, sobre todo, la idea del desenfreno colectivo. La constante visual era la mezcla indiscriminada y el desafuero. Si el orden —estatal o médico— organiza, modera y evade el caos, la fiesta clandestina desfoga la excentricidad, la ignorancia y el desorden. Y los medios de comunicación hacen su labor de aleccionamiento renunciando a la mínima posibilidad de aportar a la comprensión de lo que efectivamente sucede.

“Pero gracias a un video de la fiesta difundido por el cantante de champeta Zaider, presentado por El Tiempo en el barrio Mandela de Cartagena, las autoridades ubicaron la esquina caliente del carnaval ilegal. … no hice la publicación con la intención de incentivar a violentar la cuarentena dice el cantante, ni mucho menos para propagar que salgan a fiestas y se contagien de este renombrado virus. Hice la publicación porque mientras ustedes ven el lado negativo, yo veo cómo mi gente, en medio de la crisis que estamos viviendo, saca el lado positivo a los problemas y a la vida” (Revista Semana, 2020). Las fiestas clandestinas centralizadas en barrios llevan los apelativos de “calientes” y, sobre todo, de “carnaval ilegal”. El festejo se ilegaliza, se lo acerca a las connotaciones de lo criminal uniendo la irresponsabilidad con el desconocimiento de las normas y el caos con el contagio.

La aglomeración es otra figura de la anormalidad. Pautada por el distanciamiento físico, la pandemia solo puede ser combatida con una distancia que contrasta de inmediato con las reglas cotidianas de la proxémica. Si la fiesta tiene el sello de la disminución en muchos sentidos de las distancias, la aglomeración es el caldo de cultivo del contagio. La gente se aglomera en las plazas de mercado, el transporte público, las calles comerciales, los bares o los gimnasios. Pero también en los teatros, los espectáculos públicos, las piscinas o los estadios, donde se combinan todas aquellas espacialidades que tienen como elemento unificador a la aglomeración, pero con propósitos tan diferentes como inusitadamente convergentes. La aglomeración en las que los individuos desaparecen desequilibra las reglas de la distinción, homogeniza lo diverso y lo diferenciado y permite un desorden que tiende hacia una cohesión provisional y criticable.

Las aglomeraciones se presentan como riesgosas, no tanto por sus peligros como por sus indistinciones, que se vuelven insoportables en sociedades con una diferenciación de clases muy marcada y que se exterioriza en los espacios, los vestidos y los códigos que rigen sus prácticas sociales y culturales. En muchas ocasiones, la aglomeración cobra un sentido social y político de rebelión, porque es la encarnación del desorden, como diría Pablo Fernández Christlieb al referirse a esos grandes espacios de París que “la chusma podía volverlos a ocupar en el instante menos pensado; un pequeño descuido y el desorden y el caos podían volver a aparecer” (Fernández, 1994, p. 29). Y más adelante escribe que “las multitudes, es decir, las manifestaciones subjetivas de la vida pública, eran sobre todo criminales, y por definición, patológicas. Ciertamente, para ese pensamiento, lo social y lo colectivo estaba asociado irremediablemente con lo anormal; no es raro, después de todo, que a la revista de la época de psicología social se le añadiera lo de anormal, apareciendo así el Journal of Abnormal and Social Psychology: era lo mismo” (Fernández, 1994, p. 29).

Moteles, barrios, calles y casas conforman los espacios de lo anormal en los que se desmantelan las fiestas. “Estaban con picó, torta y gente tomando en el interior de la vivienda”, dice el periódico El Heraldo, al hablar de las covid-fiestas. Jair Vega analizándolas afirma, en el mismo periódico de la costa del Caribe, que “La gente cree que reacciona frente a las normas de una manera de no legitimar las institucionalidades”. Y para ello escogían el ámbito de las fiestas.

La relación entre desorden, contagio y protesta social pertenece también a este catálogo de anormalidades. La clandestinidad, lo ilegal, la aglomeración y la oposición a la institucionalidad se encuentran en las movilizaciones sociales que habían empezado meses atrás en las calles de Bogotá y otras ciudades colombianas, y suspendidas abruptamente por el confinamiento y las cuarentenas de la pandemia. También, por los dispositivos de control y vigilancia que se operaron de inmediato en la alianza entre el poder estatal y el discurso salubrista y epidemiológico, y que utilizaron conceptos como encerramiento, contención, testeos, plataformas de seguimiento y confinamiento.

La representación de la protesta social rápidamente adoptó el discurso estatal de la pandemia, porque las movilizaciones eran no solo oportunidades de contagio, sino brotes pandémicos, orientados por el desorden y el descontrol de unos sectores inconformes de la sociedad. La garantía constitucional de las manifestaciones se confrontó desde las medidas de seguridad contra la pandemia, y logró que junto a la biopolítica surgiera plenamente la bioseguridad y que las acciones globales tuvieran resonancias locales como las de Black Lives Matter, en Washington. Las críticas a la brutalidad policial se sentían también en las calles de las ciudades colombianas, en las que se confrontaba el poder y los procedimientos del Esmad3Escuadrones Móviles Antidisturbios, de la Policía Nacional de Colombia., que recibieron el respaldo de un pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia.

Todo ha quedado aún más manifiesto y explícito en la minga indígena, que marcha sobre Bogotá buscando diálogos directos con el presidente de la República, especialmente sobre la situación de violencia y masacres que sufren los habitantes de sus comunidades. Las calificaciones de infiltración —presuntamente, por las disidencias de las farc-ep y el eln— aparecieron pronto junto a los tuis del expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien señaló que su objetivo era “la toma socialista del Estado”, por lo que el presidente Duque debería concentrarse en el “ejercicio de autoridad”.

“El tema, respondió Hermes Pete, Consejero Mayor del cric, es debatir sobre las políticas de la democracia, de la vida, de la paz y las políticas del territorio, puntos que son demasiado extensos y grandes, porque dentro de esos también está el tema de la reforma laboral pensional, consulta previa, la criminalización de la protesta social y las masacres”4“Si no hubiéramos protestado nos hubieran eliminado hace rato; líder de minga”, El Tiempo, 16 de octubre de 2020..

Cuando se une la minga con la pandemia, el líder indígena, señala: “Nosotros hemos tomado todas las medidas a través de nuestras plantas medicinales. Nosotros hemos sobrevivido a muchas pestes cuando ni siquiera existía la tecnología, gracias a nuestras plantas. A cada comunero se le da las indicaciones de cargar la bebida de las plantas, tapabocas y el lavado de manos. Así que nosotros no estamos llevando el coronavirus, ese ya está en Bogotá” (El Tiempo, 2020, 16 de octubre). Una comprensión muy coherente con la expresión cultural del virus por parte de comunidades indígenas.

La pandemia y los nuevos medios digitales

El papel de las redes sociales no parece ser muy diferente en la pandemia de sus épocas inmediatamente anteriores, pero la incidencia en general de las tecnologías de la comunicación sí ha sido fundamental en su reconocimiento como fenómeno planetario y en su incidencia simbólica en la vida cotidiana durante el confinamiento. El debate sobre lo primero ha sido una de las constantes en la reflexión comunicativa y se ha movido entre la valoración del acontecimiento que han significado las redes sociales, el diálogo que han promovido y la participación que han abierto y la crítica a las distorsiones que han traído al debate y la argumentación pública, la proliferación de mentiras y la distorsión de las interacciones entre grupos e individuos.

John Keane ha escrito que “el distanciamiento físico es la realidad, pero gracias al amplio uso de medios digitales se crean puentes y vínculos sociales, a veces de maneras inesperadas” (2020, 1 de mayo). Quizá, lo que más llama la atención y sugiere posibilidades son, precisamente, estas “maneras inesperadas”. A su vez, Alain Badiou (2020), también refiriéndose al papel de las redes sociales durante la pandemia, ha escrito, a diferencia de Keane, que ellas muestran una vez más que son las primeras, además del hecho de que engordan a los multimillonarios más grandes del momento, un lugar de propagación de la parálisis. Bravuconería mental, rumores incontrolados, el descubrimiento de “novedades” antediluvianas, cuando no un fascinante oscurantismo”.

La refundación por las redes sociales de la que habla Alan Rudsbriger (2020) es multiforme, porque está presente en la circulación de las teorías conspirativas de la pandemia, pero también en el crecimiento del correo electrónico como escrituras del encuentro y del soporte afectivo, el desbordamiento del streaming frente al miedo y el aburrimiento del encerramiento, la obsesión informativa junto a la interpretación social de un fenómeno de la incertidumbre.

Pero, tal vez, uno de los aportes comunicativos más interesantes de la pandemia fue la coalición cotidiana de cultura, creación y tecnologías, en las que se dieron fenómenos muy interesantes. Por una parte, la relación entre tecnologías sofisticadas que han sido producidas por grandes corporaciones (plataformas, aplicaciones, soportes de infraestructura, redes, servicios de streaming, integración de máquinas, tecnologías de acceso) y tecnologías “hechizas” que en su disponibilidad —e incluso, en su obsolescencia— ofrecen oportunidades para la realización en casa, el bricolaje y el cacharreo, la transmutación de oficios (como sucedió con los integrantes del grupo estable del Teatro Colón de Buenos Aires, que se convirtieron en generadores de contenidos audiovisuales, los curadores del Banco de la República, los mediadores de lectura del Parque Explora o los organizadores de avistamiento de aves en Barranquilla) y la aparición de géneros híbridos de la apropiación cultural y el espectáculo público, como pasó con los festivales en el sofá, las multipantallas musicales, los concursos de filminutos con teléfonos móviles, las maratones fotográficas o la producción en formatos inmersivos: 360°, realidad virtual, realidad aumentada y realidades mixtas.

Hay unas características de la comunicación en estas expresiones culturales de la pandemia que merecen destacarse, y que van desde el paso de los escenarios habituales de la circulación cultural a lugares íntimos y aislados que se exponían a través de las redes, el acceso a la creación y no solo a los consumos por parte de mucha gente que no pertenecía a los círculos canónicos de la creación, las transposiciones de las miradas y las aproximaciones a contenidos simbólicos novedosos que se articulaban a la vida del confinamiento, la adaptación de técnicas con usos cotidianos regulados a tareas creativas inéditas o por el contrario el acercamiento a través de hackactividades.

Con excepción de la radio, la presencia creativa de la televisión, los periódicos y las revistas en la pandemia ha sido muy reducida. Amedrentados por su propia crisis, los gremios televisivos pidieron al gobierno la suspensión provisional de la cuota de pantalla nacional en los horarios prime y se encaletaron en telenovelas de los noventa que aún tienen, tres décadas después, la fortaleza de sus ratings altos. Mientras las plataformas online movían con facilidad su oferta, la televisión abierta languidecía por inanición. Solo los que superaron la pesadez de unos medios huidizos lograron hallar su puesto en medio de las conmociones de la pandemia. La radio volvió a mostrar su capacidad adaptativa y su condición de acompañamiento, tal como lo recordó Marita Mata recientemente, en los 100 años de la radio, cuando destacó su congruencia con la expresividad colectiva: “la de quienes se atreven a romper lógicas mercantiles y jurídicas para enriquecer el discurso social con la emergencia de lo acallado, lo sometido, lo minusvalorado, lo reprimido” (Mata, 2019). Cuando la “alternancia” se propuso como un modelo educativo en la pandemia, radios locales ocuparon el lugar de los computadores y los soportes técnicos inexistentes, para apoyar a los niños y las niñas, los maestros y los padres de familia en cuarentena.

Y de la imaginación colectiva confinada surgieron fanzines, cámaras de teléfonos, audiotecas digitales, contenidos sonoros por WhatsApp, parlantes con lecturas, telones en barrios para cine en los balcones, avistamientos de aves, historietas y web comic, salas didácticas de museos, registros fotográficos caseros, lutheria, zoombastas, narraciones en podcast, representaciones corporales de pinturas… todas ellas, tecnologías de la humildad, que atestiguan que la comunicación vive no solo en las plataformas o en los grandes medios, sino que adopta formas muy variadas que permiten vislumbrar en ella, como dice Pamuk, “algo intrínseco a la condición humana”.

Referencias

Badiou, A. (2020). Sobre la situación epidémica. Lobo suelto, 21 de marzo de 2020.

Bajtin, M. (1971). La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. Barral Editores.

El Tiempo. (2020, 16 de octubre). “Si no protestamos, nos hubieran eliminado hace rato”: líder de minga. https://www.eltiempo.com/politica/minga-indigena-hermes-pete-consejero-mayor-del-consejo-regional-indigena-543692

Fernández Christlieb, P. (1994). La psicología colectiva un fin de siglo más tarde. Antrophos.

Keane, J. (2020, 1 de mayo). La democracia y la gran pestilencia. Letras libres. https://letraslibres.com/revista/la-democracia-y-la-gran-pestilencia/

Mata, M. C. (2019). Radios populares: aportes para pensar la comunicación. Revista Argentina de Comunicación, 7(10).

Pamuk, O. (2020, 16 de mayo). Lo que las grandes novelas sobre pandemias nos enseñan. La Nación, Buenos Aires.

Rey, G. (2009). Reflexiones y refracciones de un prisma. Signo y Pensamiento, 28(54), 18-33.

Revista Semana. (2020, 14 de julio). Polémica por fiesta en plena calle de Cartagena. https://www.semana.com/gente/articulo/polemica-fiesta-con-champeta-en-cartagena--noticias-colombia-hoy/686523/

Rudsbriger, A. (2020, 29 de marzo). En medio de nuestro miedo, estamos redescubriendo esperanzas utópicas de un mundo conectado. The Guardian, Londres.

Sennet, R. (2020, 4 de mayo). Hacia ciudades de 15 minutos. El futuro después del coronavirus. El País, Madrid.