Noviembre- Diciembre 2009 | Edición N°: año 48 No. 1253
Por: Antonio José Sarmiento Nova, S.J. | Vicerrector del Medio Universitario



El 16 de noviembre de 1989 el Ejército de El Salvador ingresó a la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y asesinó a su Rector, a cinco jesuitas más y a dos mujeres. La Javeriana asistió a la conmemoración de los 20 años de su muerte.

Pintura que se encuentra en la capilla de la UCA donde se pueden observar los seis padres jesuitas y las dos mujeres que fueron masacrados por el Ejército de El Salvador en noviembre de 1989.

Escribo esta crónica desde San Salvador, República de el Salvador, en Centroamérica, en el emotivo contexto del vigésimo aniversario del martirio-asesinato de los jesuitas Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Barón, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López, Segundo Montes, de su empleada doméstica Elba Julia Ramos y de la hija adolescente de ésta, Celina Mariset Ramos. El crimen fue cometido por efectivos del ejército de este país, siguiendo órdenes expresas del alto mando militar.

Estoy en una cafetería de la universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, dirigida por los jesuitas, mientras redacto estas líneas para “Hoy en la Javeriana”. en este mismo campus fueron asesinados en la madrugada del 16 de noviembre de 1989, en el contexto de la cruenta guerra civil que asoló este hermano país en los años ochenta.

Ellos fueron, respectivamente, el Rector, el vicerrector Académico, el Director del Instituto de Derechos Humanos, dos profesores de teología y el Director nacional de Fe y Alegría. Profundamente jesuitas, con alta conciencia de su misión académica y de la inculturación de ésta en la dramática realidad de pobreza y violencia de este país de 21.000 kilómetros cuadrados y 6 millones de habitantes, fueron hombres de gran fidelidad a su conciencia cristiana y humanista y esto los llevó a insertarse con pasión solidaria y comprometida en el destino de las “mayorías populares”, según la expresión que acuñó el mismo Padre ellacuría.

La universidad Centroamericana se hizo así voz y representación de todos los humillados y ofendidos, a través de su cátedra de realidad nacional; de su revista institucional “estudios Centroamericanos”; de su Instituto de opinión Pública, fundado por el mártir Martín-Baró; y de su Instituto de Derechos Humanos, también guiado por otro de los sacrificados, Segundo Montes.

En este orden de cosas la UCA se convirtió en el foro que denunciaba la muy inequitativa estructura socioeconómica del pequeño país, con 14 familias propietarias de la tierra, sometiendo al trabajador campesino a condiciones incompatibles con su dignidad humana, y a la maquinaria de muerte suscitada por la represión estatal y paramilitar que acusaba a la Iglesia Católica, a la universidad Centroamericana, a la Compañía de Jesús y a las organizaciones de derechos humanos, como fachadas de la estrategia comunista para apoderarse del país.

Este compromiso, de extrema generosidad y cercanía comprometida con el pueblo salvadoreño, los hizo sospechosos a los ojos de los sucesivos gobiernos y altos mandos militares, se les etiquetaba como ideólogos de la guerrilla y de la subversión comunista en Centroamérica. Pero su postura fue transparente, profética, derivada de su condición de creyentes cristianos y religiosos encarnados en esta historia, rigurosos en su ejercicio de hombres de academia, limpios en su relato vital. Así, la siniestra orden militar los llevó al martirio con elba Julia y Celina en esa madrugada novembrina, en la que fueron arrancados de las habitaciones de la austera residencia jesuítica para ser sacrificados en el jardín de la misma. Su sangre regó con fecundidad la tierra de El Salvador.

Cientos de salvadoreños marcharon en una vigilia de faroles por el campus de la UCA y las avenidas vecinas. Los estudiantes cada año diseñan alfombras de sal como la que se observa en la fotografìa con los rostros de los mártires.

Su gran mentor, Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdamez, había corrido la misma suerte del martirio nueve años antes, en la tarde del 24 de marzo de 1980, y su compañero jesuíta Rutilio Grande, el protomártir de esta guerra, el 12 de marzo de 1977. Con ellos ochenta mil salvadoreños: campesinos, obreros, activistas de derechos humanos, sacerdotes, catequistas, líderes comunitarios, educadores, cayeron en esta demencial escalada de violencia, cuyo recuerdo aún estremece la sensibilidad de la humanidad solidaria.

Hoy, 16 de marzo de 2009, he participado en el acto en el que el nuevo presidente de la república, Mauricio Funes, ha condecorado de modo póstumo a estos mártires con la máxima distinción del estado salvadoreño, destacándolos como hombres que se señalaron hasta la muerte cruenta para salvaguardar la dignidad de los hombres y mujeres de este país. emotiva ceremonia en la casa presidencial que me permitió ser testigo directo de la reivindicación de la memoria de estos hombres evangélicos, cuyo crimen fue negado sistemáticamente durante 20 años por los gobiernos de turno.

Emocionante estar al lado de las buenas gentes de el Salvador: campesinos, universitarios, líderes cívicos y sociales, académicos, profesionales, trabajadores, honrando esta memoria que para ellos resulta sagrada por su alto contenido de autenticidad y entrega. eucaristías con participación masiva, eventos culturales y artísticos, publicaciones, arte popular, reflejando con elocuencia que la sangre de estos seis jesuitas y de las dos humildes mujeres sembró de vida esta tierra que lleva por título el escatológico nombre de El Salvador.

Acompañado de dos jóvenes periodistas de nuestra oficina de Comunicaciones hicimos entrevistas testimoniales, registramos material visual, accedimos a estudios sobre esta realidad, para sintonizar con esta historia al mismo tiempo adolorida pero saturada de vitalidad, para conectar también con nuestra Colombia mártir: la de los desplazados, la de los secuestrados, la de los masacrados, la del asesinado Arzobispo de Cali Isaías Duarte Cancino, la de nuestro compañero jesuíta Sergio Restrepo, cuya vida fue arrebatada por paramilitares el 1 de junio del mismo año 1989.

Emocionante estar al lado de las buenas gentes de El Salvador: campesinos, universitarios, líderes cívicos y sociales, académicos, 5 profesionales, trabajadores, honrando esta memoria que para ellos resulta sagrada por su alto contenido de autenticidad y entrega.

Regreso a Bogotá con la mente y el corazón plenos de emoción, con palabras de vida en medio del conflicto, las gentes del común en el Salvador son buenas, recias, creyentes, emprendedoras, luchadoras y abnegadas, para ellos la sangre de Monseñor Romero, de Rutilio Grande, de Ellacuría y compañeros, es martirio, testimonio supremo del amor y, en cuanto tal, esperanza de dignidad, visión ilusionada de una historia de equidad y de justicia.

Qué grato ha sido portar la voz solidaria de los jesuitas de Colombia y de la universidad Javeriana en este aniversario tan exigente y comprometedor. Gracias a las comunidades campesinas de Las vueltas y Jayaque, a los jesuitas José María Tojeira, Jon Sobrino, Dean Brackley, a Mario Dimas, a Juana María López: en ellos leemos la fecundidad de este martirio, su palabra y su cercanía nos estimulan a seguir construyendo una historia de vida y respeto para todos.