Marzo 2018 | Edición N°: Año 57 Nro. 1335
Por: Redacción Hoy en la Javeriana | Pontificia Universidad Javeriana



La noticia de la muerte del físico inglés Stephen Hawking, un investigador y profesor universitario que a lo largo de su vida alcanzó notoriedad a nivel mundial, fue divulgada ampliamente en los medios de comunicación y las redes sociales. Todos coincidían en que había desaparecido una de las mentes más brillantes de los últimos tiempos, un científico eminente cuyo nombre ha quedado inscrito junto a los de Galileo, Newton y Einstein; un hombre que siempre se preocupó por que los resultados de su trabajo y su pensamiento acerca de diversos temas, trascendieran el ámbito reducido de intelectuales y académicos. De esta forma, con sus libros y los programas de televisión dirigidos al público de masas, este extraordinario ser humano llegó a ser conocido por millones de personas, a lo largo y ancho del planeta y se convirtió en un personaje admirado y también muy querido.

En una entrevista concedida a The Guardian, en 2011, Hawking comentó lo siguiente: “En los últimos 49 años he vivido con el anuncio de una muerte a temprana edad. No le tengo miedo a la muerte, pero yo no tengo prisa en morir. Tengo tantas cosas que quiero hacer antes”. En efecto, en 2013 publicó el último de sus libros, titulado ‘Breve historia de mi vida’, en el cual, no solo nos contó acerca de su fascinante itinerario intelectual, sino también compartió recuerdos de su familia y su educación, de los lugares que habían determinado su andar por el mundo, el primero de ellos, Oxford, donde nació en 1942. La narración termina con las siguientes líneas: “Me lo he pasado en grande estando vivo y dedicándome a la investigación en la física teórica. Soy feliz y he aportado algo a nuestra comprensión del universo”. Así fue Hawking, un hombre guiado por la curiosidad, que no se detuvo ante las dificultades y continuó su singular búsqueda hasta el final de sus días.

La vida de este célebre profesor de Cambridge, que gozó de buen humor, ha sido fuente de inspiración para muchas personas, en especial para aquellos que se dedican a la investigación científica y a la enseñanza en las instituciones universitarias. Más allá de su contribución a la ciencia y a la reflexión sobre los grandes interrogantes que llamaban su atención desde muy joven, “de dónde venimos y por qué estamos aquí”, Hawking constituye un gran ejemplo de
superación frente a graves limitaciones físicas. En su autobiografía anota que “cuando uno se enfrenta a la posibilidad de una muerte temprana, -apenas tenía 21 años al confirmarse su enfermedad-, se da cuenta de que la vida vale la pena y de que quieres hacer muchas cosas”. Cincuenta años después, su balance no pudo ser mejor: “He tenido una vida completa y satisfactoria. Creo que los discapacitados deberían concentrarse en las cosas que su discapacidad no les impida hacer y no lamentarse por las que no pueden hacer. En mi caso, he conseguido hacer la mayoría de las cosas que quería”. Se podría decir que, en cierta forma, esto explica el motto escogido por él: “no hay límites”. Una faceta importante de Hawking que también vale la pena destacar, se refiere a su relación con la fe y la Iglesia Católica. Sus planteamientos acerca de la existencia de Dios y la confesión de su ateísmo, no fueron impedimento para que ocupara una silla en la Academia Pontificia de Ciencias. El Papa Pablo VI, el primero de cuatro pontífices que se relacionaron personalmente con él, en 1968 lo nombró miembro de esta corporación; y en 1975 le concedió, al entonces científico de 33 años de edad, la reconocida Medalla de Oro Pío XI.

Al celebrar la vida de Stephen Hawking, los hombres y mujeres de ciencia, los universitarios, debemos recordar una vez más que tenemos una maravillosa oportunidad para hacer nuestros aportes al conocimiento y a la formación de las nuevas generaciones. Las huellas de este hombre, que no se dejó atrapar en una silla de ruedas, nos hablan de amor a la vida y pasión por lo que se hace. Sin duda alguna, él fue un comunicador fenomenal, amigo del diálogo y el debate, sin fundamentalismos. Su grandeza de espíritu ha quedado recogida especialmente en una magistral frase suya, repetida una y otra vez en los últimos días, en esa inconfundible voz que, gracias a la ciencia y la tecnología, le permitió seguir hablando cuando la parálisis selló sus labios: “Recuerda mirar arriba, a las estrellas, y no abajo, a tus pies. Intenta encontrar el sentido a lo que ves, y pregúntate qué es lo que hace que el universo exista. Sé curioso. Y por muy difícil que te parezca la vida, siempre hay algo que puedes hacer y en lo que puedes tener éxito. Lo único que cuenta es no rendirse”

Su vida ha sido fuente de inspiración para muchas personas, en especial para aquellos que se dedican a la investigación científica y a la enseñanza en las instituciones universitarias.