
La violencia que no pasa
Los medios de comunicación en nuestro país han informado sobre cada una de las 20 masacres que tuvieron lugar en las últimas diez semanas y cobraron la vida de 86 jóvenes en distintas poblaciones colombianas, entre ellas, Venecia (Antioquia), Samaniego (Nariño), Cúcuta (Norte de Santander) y Cali (Valle). Se trata de actos atroces que nos han obligado a volver la mirada sobre esas realidades de violencia que están arraigadas en distintos sectores de la sociedad. Si a las masacres unimos los asesinatos de líderes sociales y tantos otros hechos de sangre, es necesario reconocer que estamos ante una nueva escalada de la violencia, que además del repudio de todos los ciudadanos, merece nuestra atención inmediata y demanda
la acción pronta y eficaz del Estado.
Algunos dicen que se trata de “una nueva violencia”, afirmación que es discutible. Al respecto, vale la pena que repasemos el siguiente párrafo: “Colombia ha venido sufriendo
el impacto de una dura prueba desde 1930, agudizada desde 1948, a la que, por sus características siniestras, se ha denominado ‘la violencia’. Mucho se ha escrito sobre ella, pero no hay acuerdo en cuanto a su sentido. Ha habido, en cambio, el peligro de habituarse a la situación patológica que ella conlleva”. Aunque se podría pensar que estas líneas están tomadas de alguna columna reciente, se trata del párrafo inicial del libro publicado en 1962, La violencia en Colombia, célebre obra escrita a tres manos por los académicos Mons. Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna.
Veinticinco años después, en 1987, el Gobierno Nacional integró una comisión para que investigara “las perspectivas de este fenómeno y el tipo de medidas que podrían contribuir a frenar su inquietante avance”, en momentos en que el narcotráfico había echado raíces profundas en nuestra patria. En su informe, la comisión hacía referencia a un trabajo similar, realizado tres décadas antes, en 1958, sobre las causas de la violencia en Colombia, por entonces asociadas con la política partidista. En ese importante estudio realizado a finales de los 80, se hizo “un replanteamiento de la naturaleza del fenómeno, que permitió diferenciar, al lado de la violencia política, otras tres modalidades básicas: la violencia socioeconómica, la violencia sociocultural y la violencia sobre los territorios”, con esta grave consideración: “formas todas ellas que se ven reforzadas por una cultura de la violencia que se reproduce a través de la familia, la escuela y los medios de comunicación, como agentes centrales de los procesos de socialización”.
Como puede verse estamos ante uno de los grandes problemas colombianos, de los más estudiados, que sigue pendiente de solución. No hace cinco años, cuando se firmaron los acuerdos con el grupo guerrillero Farc, la esperanza embargó a la mayoría de los colombianos, el mismo sentimiento que surgió en 1991 cuando se promulgó la nueva Carta política, como promesa de paz. Sin embargo, tal como lo indica la revista Semana, en un texto de recopilación titulado “Así sucedieron más de 30 masacres en Colombia en lo que va de 2020”, a pesar de ese histórico paso que “prometió aminorar la violencia, en Colombia persiste un conflicto entre guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y agentes estatales que en más de 60 años supera los 9 millones de víctimas”.
Ante la pregunta que muchos se plantean sobre si este país está irremediablemente condenado a la violencia, nuestra respuesta tiene que ser un categórico ‘no’, porque toda la labor que desarrollamos en la Javeriana está encaminada a hacer realidad el ideal de sociedad “más civilizada, más culta y más justa” que nos hemos propuesto. En efecto, educamos para que cada vez haya más hombres y mujeres que enarbolen las banderas de la ‘no violencia’, siguiendo las enseñanzas de Gandhi y Martin Luther King, y en época reciente, las del papa Francisco; para
que más y más colombianos se comprometan decididamente en la lucha contra la violencia en todas sus modalidades.
Ahora bien, el control de la violencia y la superación de esa penosa e inveterada “situación patológica”, exige acciones eficaces y continuadas por parte del Estado. Tal como lo afirma el abogado javeriano Carlos Negret, quien acaba de terminar una encomiable labor como Defensor del pueblo, “estos crímenes suceden en contextos de altísima conflictividad y vulnerabilidades sociales y territoriales. No se puede desconocer que las economías ilegales atraviesan la dinámica y los intereses de los grupos armados, pero sabemos que las causas provienen de la ausencia del Estado”. Ciertamente, se necesita una fuerte presencia del Estado para enfrentar a los violentos, a quienes desean imponer su ley por medio de las armas; y al mismo tiempo, para llevar el desarrollo a la Colombia marginada y mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. Solo así, podrá establecerse una cultura de la ‘no violencia’ con verdaderas posibilidades de futuro.