«Llamo a que cultivemos la verdad y seamos más amigos de la verdad», P. Francisco de Roux, S.J.
Después de 4 años de escuchar a las víctimas, victimarios, personas del gobierno, de las fuerzas militares para encontrar la verdad de cada persona que ha sido golpeada por el conflicto armado, ¿Qué significa para los colombianos y para el mundo conocer estos testimonios y el informe de la Comisión de la Verdad?
Padre Francisco de Roux, S.J.: Si los colombianos tenemos la generosidad y la grandeza de escuchar los relatos de dolor de las víctimas y el coraje de plantearnos las preguntas que esa realidad levanta, lo que puede esperarse es una resignificación de nosotros como comunidad nacional, y una transformación de nuestra propia identidad.
Nuestra identidad es al mismo tiempo la Colombia bella de paisajes naturales esplendorosos y la Colombia herida en los pueblos del Pacífico y el Catatumbo, es al mismo tiempo nuestra diversidad cultural desbordante y nuestros millones de campesinos desplazados, nuestra riqueza étnica de indígenas y afros y raizales y rrom y nuestras comunidades destruidas por masacres, nuestra creatividad económica y nuestros millones de pobladores excluidos, nuestras fiestas juveniles esperanzadoras y los miles de jóvenes que de todos los lados murieron la lucha armada sin sentido, la belleza y perspicacia de nuestras mujeres y los miles y miles de cuerpos de mujer convertidos en campos de batalla, la felicidad de nuestros hogares y el dolor de las familias destrozadas que buscan a decenas de miles de desaparecidos, la agilidad de las piernas de nuestros futbolistas y los muñones de huesos amputados por las minas antipersona de los que sobreviven en sillas de ruedas
¿Qué significa para usted cómo presidente de la Comisión de la Verdad, cómo jesuita y como persona, entregar este informe?
P. FR: La responsabilidad de invitar a mirar la verdad y seguir buscándola y al mismo en lo posible, lograr que esa búsqueda, por dura que sea, sirva para el bien y nos lleve a la comprensión de nosotros mismos como comunidad nacional y a la reconciliación y la construcción de un futuro mejor desde nuestras diferencias.
Como sacerdote jesuita ¿Cuál ha sido su aporte y el sello que le ha dado a este titánico trabajo de la Comisión de la Verdad?
P. FR: Mi aporte ha sido mantener en el centro la actitud de Dios en Jesús que es la pasión incondicional por cada ser humano y de manera preferencial por cada víctima del conflicto armado interno y de los entramados que dieron lugar al conflicto: los más de 120 mil desaparecidos y las esposas y mamás que les buscan, los más de 50 mil secuestrados y sus familias, las mujeres abusadas y destrozadas, los más de 16 mil niños y niñas llevados a la guerra y arrebatados de su juventud, los pobladores que vieron todo destruido y más de 4 mil masacres en sus pueblos, los más de 7 mil soldados y policías golpeados o muertos por minas antipersona, los más de 8 mil hombres inocentes asesinados como “falsos positivos” y presentados como guerrilleros dados de baja en combate. Y también ha sido aporte tener una mirada de comprensión – que no quiere decir estar de acuerdo – para con los victimarios que reconocen la verdad de sus crímenes, sean ex guerrilleros de las FARC o ex paramilitares o policías o soldados, funcionarios públicos o empresarios. Finalmente contribuir a mantener unido al grupo de miembros de la Comisión de la verdad en medio de fuertes debates y ayudar a sostener el coraje para seguir a pesar del impacto de los testimonios desgarradores de las víctimas y para nombrar la verdad de en medio de los ataques las estigmatizaciones y las amenazas.
Usted fue Provincial de los jesuitas en Colombia y Vice Gran Canciller de la Javeriana, ¿Cuál es su mensaje a la Universidad y a las obras de la Compañía de Jesús frente al informe de la Comisión de la Verdad y sus recomendaciones?
P. FR: Invito a que lean con cuidado y espíritu crítico y constructivo los volúmenes de la Comisión y que los enriquezcan, los corrija, los mejoren, pero igual los escuchen y los mediten y los lleven a la práctica. Esos volúmenes son: La convocatoria a la paz grande, Hallazgos y Recomendaciones, No Matarás o la visión histórica del conflicto, Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, Niños y Niñas en la guerra, Mujeres y personas LGTBI, Los grupos étnicos Afrocolombianos e Indígenas y raizales y rrom, La Colombia en el Exilio, los Impactos y efectos que dejó la guerra y las formas de resistir de personas y comunidades; la colección de los diez ensayos de territorios del conflicto y de lo vivido y sufrido por los campesinos y finalmente el texto de Voces de testimonios “Cuando cantaban los pájaros”.
Estos libros, trabajado en medio de la escucha de las víctimas y de encuentros de reconocimiento entre afectados y responsables no son textos académicos, no están escritos por especialistas, pero son trabajo muy serios, producidos por una metodología que partió de la realidad indiscutible del dolor para preguntarse el por qué y el cómo y debido a qué responsabilidades y decisiones; que continuó con el contraste de fuentes y documentos para poder entender lo ocurrido y que sopesó evidencias para llegar a afirmaciones cuando la realidad se imponía. Con todo sabemos que son solo un comienzo, que la verdad está siempre más allá porque vendrán nuevas informaciones y nuevas interpretaciones y sin embargo lo indiscutible, lo que no es tolerable y tenemos la responsabilidad de que no se repita, son las diez millones de víctimas que están allí, que siguen creciendo, que son parte de Colombia y de nosotros mismos.
Invito a que en las labores académicas y pastorales, en las relaciones con la sociedad sean con quien fuere, tener siempre presente la realidad humana que no podemos ocultar y la pregunta sobre nuestra responsabilidad ante esta barbarie.
Invito a nuestros alumnos y exalumnos a ser libres de toda subordinación social o política o económica, de todo grupo económico o de poder, de izquierda o de derecha, que les quite la independencia y la audacia para estar al lado de las víctimas de todos los lados, del ser humano roto, sin excepciones. Porque si se quedan callados, si dan la espalda a esta realidad, la dignidad humana de cada uno de ellos y de ellas se desploma y se desvanece la autoridad moral e intelectual de los Jesuitas, puestos por Dios en la tragedia humana de la Colombia de hoy.
Finalmente llamo a que cultivemos la amistad pero siempre seamos claros con todos para decirles: “somos amigos de ustedes, pero somos más amigos de la verdad que de ustedes”.
Y finalmente invito a que esta búsqueda de la verdad nos ayude a comprendernos mejor. Y a que esta comprensión supere las desconfianzas y las estigmatizaciones y los señalamientos. Que nos lleve a aceptarnos y a aceptar responsabilidades de hacer, en el respeto mutuo, un futuro colectivo desde nuestras diferencias culturales, étnicas, políticas, de género, de concepción del desarrollo. Esa diversidad nos hace más fuertes. Nos invita al diálogo continuo. Y nos tiene que llevar a la decisión de nunca más matar a nadie por ningún motivo.
¿Desde su experiencia, y luego de escuchar más de 30 mil personas en el país y en el exilio, podría decirnos ¿Cómo y por qué Colombia llegó a tal nivel de violencia? ¿Qué nos hizo falta para evitar tal situación?
P. FR: Porque perdimos el sentido del valor del ser humano y de la naturaleza y en la codicia y el espejismo llegamos a comportarnos como si el dinero y las empresas y los negocios y las tierras y las cuentas bancarias y el prestigio académico y el honor militar y el poder político y la “revolución”, fueran más importantes que las personas. Y peor, si las personas eran negros o indígenas o niños de Agua Blanca o de Soacha. Y perdimos el sentido de la dignidad igual, que no se la debemos a nadie y que tenemos todas y todos en la misma grandeza simplemente porque somos seres humanos. Y perdimos la comprensión de ser una comunidad en la diferencia, un cuerpo en el que todos nos necesitamos y que no podemos aceptar que esté descabezado en El Salado, quebrado de piernas en El Catatumbo, sin ojos en Tumaco, rotos en la vagina en Tierralta, espiritualmente destruido en los resguardos del Vaupés, reventado en el estómago en el Catatumbo, encadenado de brazos en Arauca, con pedazos de sí mismo arrojados en el Canal del Dique. Y perdimos la conciencia de que somos seres falibles que construirnos desde la inevitable realidad de nuestros errores y por eso tenemos que apoyarnos unos a otros.
Porque históricamente cuando a principios de los años 60, pequeños grupos se levantaron en armas porque interpretaron que la única solución a la exclusión social era la lucha armada, y el Estado defendió con las armas la legitimidad de las instituciones; desde entonces, en lugar de solucionar un problema político entre ciudadanos, en la mesa de negociaciones, y presionados por el contexto de la Guerra Fría, que invitaba a la confrontación total, nos trenzamos en una guerra sin término, que se recrudeció con la entrada del narcotráfico en los años 80 para financiar a guerrilleros y paramilitares y meter la corrupción en el conflicto. Y seguimos enganchados en la confrontación mortal creciente por encima de la Constitución del 91, y vinieron los años más brutales a partir de 1995 cuando se produjo el 70% de todas las víctimas. Y si bien en La Habana se logró el cese al fuego bilateral y, después de perdido el plebiscito, el Acuerdo del Colón, y se alcanzó la paz con las FARC, lo cierto es que como sociedad no hemos salido del “modo guerra”.
Dentro de ese modo de sociedad en guerra, pusimos la seguridad en las armas y le entregamos esa responsabilidad a los soldados y policías; y nos desentendimos de la seguridad que se basa en la construcción de confianza colectiva, una responsabilidad que los ciudadanos no podemos descargar en otros. Y llegamos a tener la fuerza de seguridad y defensa mejor entrenada, mejor equipada, de mayor prestigio y posiblemente la más grande del Continente después de los Estados Unidos para que nos diera seguridad. Y el resultado son diez millones de víctimas, en una magnitud de dolor humano y de intranquilidad que no existe en ningún otro lugar de América. Y además, convencidos de que el asunto es con armas, hicimos las empresas de seguridad privada que hoy tienen cerca de quinientos mil hombres con armas para defender a los colombianos contra los otros colombianos. Y ese modo de seguridad no trajo seguridad a las personas, ni a las familias.
Ni las armas de la guerrilla nos trajeron justicia social ni cambios positivos. Al contrario, la guerra fue absolutamente inútil. Inconmensurablemente costosa. No solo por los millones de víctimas por todo tipo de afectaciones sino devastadora de la vida, cuando constatamos que entre 1985 y 2018 hubo en el país un poco más de 450 mil homicidios producidos por la guerra. Muertes violentas que no se hubieran dado de no haber habido conflicto armado interno. Y lo peor es que de cada diez de esos muertos 8 eran ciudadanos sin armas, de manera que no se ha tenido una guerra civil sino una guerra contra los civiles; y una guerra en la que 90 mil jóvenes colombianos, entre soldados, policías, guerrilleros y paramilitares, murieron en batallas absurdos, en lo que hay que matar una vez que se entra en combate, y donde muchos ni siquiera sabían por qué tenían que matarse.
Pero el “modo guerra” más profundamente está en nuestro mundo cultural y simbólico. De lado y lado, de izquierda y derecha, vernos como enemigos internos, señalarnos como peligrosos, estigmatizarnos. Y por todas partes el racismo que viene de lejos para excluir por el color de la piel o las costumbres.
«Lo indiscutible, lo que no es tolerable y tenemos la responsabilidad de que no se repita, son las diez millones de víctimas que están allí, que siguen creciendo, que son parte de Colombia y de nosotros mismos», P. Francisco de Roux, S.J.
¿Qué es lo que no podemos volver a repetir como nación y como ciudadanos para caer en tanta violencia, odio, discriminación e intolerancia?
P. FR: El que nos sigamos odiando, señalando y matando y no tomemos la determinación como sociedad de que aquí a nadie por nada se le quita la vida, nadie más será amenazado ni extorsionado, ni secuestrado, ni obligado al exilio. No podemos seguir sospechando que los demás colombianos son peligrosos y seguir expandiendo la desconfianza. No podemos seguir considerándonos más gente o más persona o con más dignidad que los demás porque tenemos educación universitaria o títulos o dinero o piel más blanca. No podemos continuar despreciando a nuestros hermanos negros afrocolombianos e indígenas, sus vidas, sus culturas sus territorios y creernos que somos más gente que ellos. No podemos seguir haciendo empresas y negocios que utilizan las ganancias extraordinarias para sacar capitales del proceso productivo y congelarlos en riqueza privada, sin la visión empresarial ni la disciplina fiscal de poner esos capitales en la creación de nuevas empresas con los millones de jóvenes excluidos que esperan confianza, y así generar más entusiasmo y solidaridad y pasión por la vida en Colombia. No podemos continuar con la escandalosa concentración de la tierra que acabó con nuestra soberanía y seguridad alimentaria. No podemos seguir destruyendo al campesinado. Y no podemos permitir que el narcotráfico siga penetrando como una hiedra toda la estructura social, política y económica del país.
¿Cuál es la recomendación a cada uno de los colombianos para que apropien este informe de la Comisión y hagan suyo el compromiso de construir la paz en su día a día?
P. FR: Que no tengamos miedo de enfrentar la tragedia humana de Colombia y de apropiarla como parte de nuestra identidad que además tiene la fuerza de las culturas, de las etnias, de la ecología, de las tradiciones espirituales, de la creatividad artística, productiva y económica; y que no tengamos miedo de rechazar definitivamente lo intolerable que nos ha destruido como seres humanos. Y tengamos la audacia de acoger nuestra historia como es, y construir futuro desde la verdad. Y hacerlo en la solidaridad con las víctimas, y en la fe en la juventud, y en el dialogo estudioso de los problemas, transparente y valiente y respetuoso, donde de las diferencias nos enseñan, nos enriquecen y potencian.