ISBN : 978-958-781-326-5
ISBN digital: 978-958-781-327-2

Conferencias

Cocinas literarias

Julio Hevia Garrido Lecca

Magíster en Comunicación y Cultura. Profesor principal de la Facultad de Comunicación en la Universidad de Lima.

jhevia@ulima.edu.co

A manera de introducción

En principio, habría que llamar la atención sobre el hecho de que, en el mundo actual, las cocinas se han tornado amplias, abiertas, espaciosas, pletóricas de luminosidad. Así pues, en el imaginario contemporáneo de la cocina-tipo, suerte de ensueño de las clases medias, dialogan hoy los flujos de lo vintage con el aura de una modernidad high-tec; tanto se afirma lo que hay de más tradicional en el mobiliario y la utilería doméstica, como el mundo de los materiales cromados y las transparencias del vidrio. ¿Cómo oponer tajantemente esa plétora de bronces y cobres, aquella rusticidad ecológica que la cocina de campo encarna, a esas otras odas de lo metálico, culto hiperreal de lo acerado y lo pulcro? ¿Por qué obligarse a elegir entre el atractivo vanguardista de lo compacto y las aspiraciones a lo aireado? Lo cierto es que, con el paso de los siglos, el decorador de vitrinas se va viendo obligado a compartir sus pretéritos laureles con los, hoy llamados, arquitectos de la interioridad hogareña.

Y sin embargo, a propósito de toda una gama de escenas y de crestas narrativas de los thrillers contemporáneos, la cocina es también el lugar donde la fuerza de la pasión y la violencia de unos se encuentra con el temple de la supervivencia que actualizan los otros. Vale la pena mencionar que, a despecho de los toques exhibicionistas con que fotográficamente se le promociona, la cocina sigue haciendo valer su condición de ámbito de retiro, de transitorio enclaustramiento; es allí donde la cotidianidad se hace inextricable, con la secuencia preparación/degustación y devoración de los alimentos en sus distintas programaciones horarias; y eso, cuando no representa, en clave más socializante, el lugar donde cada miembro de la familia se ve y se mide ante los otros, o donde pierde a veces la calma, el equilibrio y la perspectiva.

Discutir con la pareja o apartarse de algún familiar en la cocina es tan típico y frecuente como jugar en el piso, sobre la mesa o en el jardín, celebrar y embriagarse en la sala, o discutir y reír en el comedor: escenarios y guiones que se corresponden biunívocamente, uno a uno, como llamándose entre sí, al mejor estilo del actor goffmaniano. En verdad se trata de ejercicios, una y otra vez recuperados, en que los afectos que pugnan por manifestarse suelen encontrar territorios funcionales a ello, sin que nada de tal encaje nos llame la atención. Quizá se trate de lo que Bourdieu denominó efecto de naturalización, ergo, un mandato orientado y unas prácticas organizadas por los hábitos que nos dominan.

Para el análisis que compartiremos con ustedes, hemos seleccionado tres relatos cuyas autoras presentan como protagonistas a otras tantas figuras femeninas. No soslayamos que se pueda cuestionar, en clave feminista sobre todo, los límites o trabas con que una supuesta feminidad fue encapsulada, históricamente contorneada, como estuvo, por las auras de lo sensible, por la magia de la intuición o, en clave más romántica, por los silencios y los enigmas de las musas. Justamente por ello, nos interesa ir detrás de algunas pistas interpretativas: la conexión, por ejemplo, dada entre estética, socialidad y destreza motora femenina insinuada por Simmel; la dinámica de los juegos seductores y despliegues ceremoniales recuperados por Baudrillard; e incluso aquel tópico que tanta resonancia ha merecido en la obra de J. Butler, es decir, el de unas performances femeninas que, explícitamente críticas o soterradamente irónicas, aleatorias o cambiantes, le dan diversos sentidos a los estereotipos de ayer, cuando no exacerban su ya debilitada vigencia.

Big Brother, de Lionel Shriver

Historia

Es una pareja, como hay muchas, cuya relación está gobernada por un orden racional tácito, asumido en silencio, que le permite a cada uno de los cónyuges encontrar en tal matriz su propio lugar, para desempeñar de memoria las funciones que le competen y los requerimientos del caso, como concediéndose, en paralelo, la posibilidad de ser cada cual, de ser él mismo o ella misma; universo, por así decirlo, de autonomías relativas, de respetos mutuos, quizá de ignorancias recíprocas.

Ella, una mujer exitosa sin habérselo propuesto. Un personaje sin ambiciones notorias, que, por medio de distintos indicadores, se convence de que al haberse comprometido con un hombre que aportaba su propia prole, consigue así eximirse del martirio de la crianza materno-infantil. Corroboración literario-ficcional de aquello que el genial Borges habría deseado en su propia existencia: la idea de contar, sin escalas intermedias ni sacrificios inenarrables, con hijos adolescentes o vástagos jóvenes, en buena cuenta, interlocutores maduros u opinantes válidos.

Él, un hombre inequívocamente confiado en la solidez del vínculo matrimonial o en los pilares en los que parecía respaldarse tal vínculo, hasta que arriba al corazón de esa feliz convivencia su cuñado, un obeso a más no poder (o a más no comer); factor encargado de resquebrajar tal mito conyugal y de revelar en simultáneo, queriéndolo y/o sin querer, lo insospechado de una conexión fraterna que tanto parecen ignorar, desde posiciones abiertamente opuestas, los miembros de la pareja referida.

El cuadro familiar lo completan los dos hijos que el marido hereda de un anterior compromiso. Interesa especialmente el perfil de un adolescente esforzadamente antipático —suerte de tautología que el relato trabaja con singular acuciosidad—. Un quinceañero pedante, revestido con un ego que solo el mundo exterior (y no los propios progenitores) habrá de amaestrar y debilitar, a fuerza de impactos que el entorno hogareño oculta, en su rol exageradamente facilitador y abiertamente proteccionista.

En cuanto al polémico cuñado, será el peso literalmente aplastante que sobrelleva el factor que irá a anunciar, desde su aparición, una especie de hecatombe que nadie asimilará con fluidez en la realidad que los invade, por no referirnos al rechazo pasivo-reactivo y esforzadamente civilizado que posibilita. Máquina de demolición o bomba de tiempo, máquina de devoración o bomba de carne, llamémosle como le llamemos, su impacto en el hogar de la protagonista implica el desarrollo de una serie de hendiduras y de distancias que van yendo de menos a más, al punto que las cosas se tornan mutuamente excluyentes: se tratará, para la protagonista, de optar por el marido o por el hermano. No en vano, los diálogos entre los cuñados están, por cierto, entre los más áridos que ofrece la novela.

Ya en tiempos idos, tal personaje supo ser, con destacable precocidad, un músico de jazz harto talentoso. Hablamos de un sujeto incorporado, quizá de modo demasiado abrupto y sin previas escalas, en el circuito de los ejecutantes neoyorkinos más prestigiados; allí, bajo tal paraguas, pierde sucesivamente la perspectiva que se le abría, el control de su mismo éxito, en fin, el amor al oficio para el que surgía como singularmente dotado. La compulsiva trituración alimentaria en la que milita el big brother da pie a la emergencia de una especie de interzona en la que la depresión está de ida, mientras que la gula es avizorada de vuelta.

Nada explica a plenitud, por cierto, el volumen del sacrificio al que se aboca la protagonista en nombre del hermano. Su afán, eso sí, va emergiendo en la medida en que el propósito que persigue, irreal en su pretendido alcance, no es otro que el de recuperarlo para una vida saludable y autocontrolada. Por el tiempo, el esfuerzo y el interés allí volcados, lo concreto es que tal decisión compromete en alto grado la estabilidad e integridad del grupo familiar, ergo, el mantenimiento de su matrimonio como tal.

Maternal o fraternal, tal gesto, en su escasa ortodoxia, ya lo dijimos, roza el plano de lo increíble. Así, según se van desencadenando los eventos, el lector quizá llegue a dudar de la veracidad de tal empresa, efecto ilusorio merced al cual el personaje principal anhela saldar cuentas con un espectro de culpas que asaltan sus pensamientos y afectos.

Pocos podrán imaginarse que se trata de un simulacro narrativo: nada hay pues de real en aquel intento, todo debe atribuirse al deseo de desdoblar otra dimensión al relato, como aquellas historias que se proponen contar con más de un final (tal recurso, recordémoslo, ya fue implementado en la obra de algunos realizadores notables de la pantalla grande). En consecuencia, nos queda claro que tanto en el plano ficcional como en este mundo y época concretos que nos ha tocado habitar, nadie puede salvar a nadie, y cada cual tiende, por probabilidades, a aferrarse al camino ya trazado, al rumbo más familiar, término este último doblemente útil e ilustrativo en el caso analizado.

De más está señalar que el destino que le espera al big brother es, como mínimo, fatídico; máxime si el personaje del que se habla se define por el afán, enfermizo e ininterrumpido, de comer hasta la fatiga, de comer para seguir comiendo, de comer contra todo criterio de salud. Más allá de que el relato corra el riesgo de convertirse en un alegato más contra aquellos tan denostados y generalizados consumismos, igualmente nos devuelve, por qué no decirlo, a lo que hay de estadounidense en el mundo. No olvidemos que bajo esa lógica de la voracidad adquisitiva se encuentran, igualmente atenazados, el gremio de arrepentidos que planean, culposos, sobre lo gozado, y dan cuenta de sus obsesivos arrestos por borrar toda marca que, sobre el cuerpo presente y la salud futura, imprimen los desbordes chatarreros aludidos.

A la manera de ciertas militancias dietéticas por aplicar desde el lunes siguiente, se administrarán por doquier toda suerte de correctivos y paliativos; búsquedas irracionales de placebos, credos y fórmulas a la medida para borrar los excesos de la víspera. No es en vano que la equivalencia entre comida y droga —comida que deviene adictiva al escapar del plano de la nutrición; droga que, a su manera, también nutre lo que precise nutrir— asalte permanentemente la narración que acompañamos, así como certifica, en otro plano, los constantes fracasos adultos en el vano intento de dibujar trayectorias a futuro que resulten en algún grado atractivas para ese joven temerosamente aferrado al presente.

La obra es tanto tragicomedia de grupo, como desvanecimiento, a otra escala, de un macrocosmos opulento en el que pugnan el fascismo alimentario —el del comer correcto y balanceado— y la perversa liberación de este, no pocas veces travestida de libre elección democrática. Entre pros y contras, perjuicios y beneficios, todos los personajes parecen perder algo o perderse de algo en la historia que transcurre: la inocencia, las oportunidades ya inalcanzables, las ilusiones pretéritas, el aliento que todo proyecto exige; en fin, si se quiere, buena parte de la memoria. La fragilidad que pasa revista a todos los protagonistas, se vincula inextricable con un componente o estado, con unos modos de ser o estilos sociales hoy en plena vigencia: esos que se aglutinan en torno a la soledad contemporánea, soledad poblada o soledad de dos, como cuando otrora la psiquiatría francesa nos hablaba de una folie à deux.

La cocina

La cocina es o debe ser, en esta ocasión, el lugar donde todo permanezca limpio, ordenado y, en el mejor de los casos, impecable. El setting donde una esposa, buena y hacendosa en teoría, debiera preparar los platillos a la altura de la expectativa marital y familiar. El lugar donde, de vez en cuando, un amante esposo, no poco afecto a las consignas y a las razones, confirma que también cuenta con dotes culinarias, para que lo suyo no se circunscriba al puro plano de las exigencias imperiales al otro. También, lugar en que el tópico de las jerarquizaciones y las llamadas de atención emergen al primer descuido, sobre todo en lo que a higiene mobiliaria y residuos indeseables se trata. Puede que allí, además, se escenifique la escena, armónica, del encuentro entre padres e hijos, entre adultos y jóvenes, o donde se haga patente el divorcio entre estos, la tensa reciprocidad de un silencio poco prometedor, cuando no la lucha de posturas, argumentos y reclamos, que, como flechas, viajan de un extremo al otro de ese punto. Según se divisa, entonces, la cocina propiamente dicha, puede ser y va a ser invadida por algún agente externo, por algún ente de la periferia, que desfigura o reconfigura así, para mal, el orden a duras penas implementado.

Kitchen, de Banana Yoshimoto

Historia

A partir de sus protagonistas, adolescentes o jóvenes, la novela levanta un encuadre biográfico casi abstracto, se diría geométrico, en que el paisaje, las más de las veces despoblado, acentúa el factor de la incomunicación y el distanciamiento en que parecen instalarse, desde hace varias décadas, las generaciones menores. Esos agentes que hacen de su particular insularidad un estigma que deviene emblema, para decirlo con Goffman, o que cuentan entre sus figuras emblemáticas a los conocidos emos.

La propia cultura japonesa, vía mangas y animes, y material gráfico y audiovisual en general, ha contribuido en gran medida a ahondar la brecha entre los códigos del adulto y los de la juventud; terreno en el que se imbrican esencias y apariencias, éticas y estéticas, vale decir, criterios distintos, valores en mutación, en fin, credenciales identitarias no siempre reconocibles por los mayores.

Si de incomunicación se trata, habría que enfatizar el hecho de que la protagonista es doblemente huérfana, de padre y de madre, y que la historia misma que nos es contada exacerba y radicaliza más aún tal condición, dada la pérdida de la abuela, que debemos considerar fundamental, pues era el único acompañante familiar de la joven. Por si fuera poco, nos encontramos con esa suerte de entidad sexual anfibia que resulta ser el padre/madre de su amigo más cercano.

Al hablar, de modo ambiguo, de un padre/madre o de una madre/padre no lo hacemos con el propósito de insistir en el viejo dualismo en el que se vería atrapado el progenitor o progenitora que, a falta de pareja, debe asumir, contra viento y marea, el doble rol que la familia tradicional demanda, sino porque tal personaje nos es presentado desde el saque como un transexual, condición que, lejos de constituirse en tema polémico, es aceptado con especial candor y ternura por los jóvenes involucrados en la historia. Más que moderno, se trata de un gesto que adelanta un entendimiento y una comprensión posmodernos de los géneros sexuales, e instituye en la estructura misma de la narración un plano que hoy calificaríamos quizá, mantengamos el prefijo, de posverdadero.

Volvamos a la desertificación del mundo al que da acceso el relato. Se trata de una desertificación dominante, no solo confirmada en el puro plano ecológico —calles desoladas, parques y jardines poco habitados; panoramas que, como marcos en suspensión, solo destacan las mudanzas climáticas—, sino que, además, nos reenvía en el universo del drama a una suerte de minimalismo protagónico. Tres personajes que básicamente se dan abasto para sostener los acontecimientos, ellos mismos casi imperceptibles en su ausente discurrir. El entorno se sitúa en el otro extremo de lo masivo, en la orilla opuesta del bullicio grupal, de la densa pertenencia que caracteriza a los espacios juveniles japoneses —esos con los que hábilmente jugó González Iñárritu en uno de los tres relatos de su conocida cinta Babel—. Hablamos de un entorno que va haciendo de lo intimista un mejor y más acorde escenario para la sutil emergencia de cambios humorales, no siempre previsibles, y para microestallidos afectivos, más intensos e intestinos como tales, que requeridos de desplegarse al exterior.

Todo lo anterior da paso, hay que decirlo, a un estilo escritural que le debe, y no poco, a la estilística del haikú; discurso que enhebra, vía unos pocos trazos, retratos elípticos; atmósferas genéricas y panoramas envolventes que se abastecen de unos pocos y simples detalles. El relato no disemina nada; se diría que ahorra descripciones y caracteres para trabajar sobre lo indispensable. Podría incluso postularse que esa suerte de hermetismo expresivo conecta, fluida y naturalmente, con el modo en que, de preferencia, operan los códigos del joven de hoy, más inclinado a decirlo todo con pocos términos que a abundar en paráfrasis y retóricas grandilocuentes.

No es gratuito, insistimos en ello, que la abuela de la protagonista fallezca en los tramos iniciales de la novela, y que el otro adulto de la historia diluya su género sexual primero y su propia existencia al poco tiempo. Se trata quizá de una soledad que el joven debe irremediablemente experimentar por sí mismo, dado que el adulto se ve hoy desprovisto de fuerza o claridad para acompañarlo en las tareas que el mundo le extiende o le ahorra al primero.

Cocina

La cocina es un refugio o un nicho imprescindible para aislarse o, mejor, para experimentar la soledad. Es el laboratorio en el que, en clave alquímica y amorosa, se gestan los más exóticos y sensuales potajes como el terreno impenetrable a los influjos del exterior; es allí donde el mundo suele ponerse entre paréntesis, al igual que se ponen entre paréntesis algunos parentescos que la protagonista nunca consiguió afianzar; como ocurrió con otros vínculos más cercanos a la amistad o al propio enamoramiento, que significaron, más temprano que tarde, otras tantas pérdidas y renovadas ausencias. Es de notar la humedad, la frescura, el clima casi lírico que la protagonista busca y encuentra en la antigüedad de las cocinas, en el óxido de la utilería, en la grasa acumulada por doquier, cuando no en el mismo piso donde suele recostarse, con el fin de suspender toda verticalidad, toda socialidad, todo contacto, y así retornar a una suerte de punto cero, de pasaje a otra realidad, placenta tanto más placentera, cuanto más inhóspita resulte para los terceros.

Como agua para chocolate, de Laura Esquivel

Historia

Fabulatoria, simple, incluso didáctica, Como agua para chocolate no se anda con complejidades, y resuelve buena parte de su trama apelando a lugares comunes, cuando no a un espectro lacrimógeno que nos hace pensar en Corín Tellado o en un territorio ciertamente bastante más elaborado, en un García Márquez a la carta: realismo mágico para dummies, desplegado, entonces, de modo harto digerible. En todo caso, lo recordamos, no es nuestra intención dar cuenta de obras memorables en el orbe literario, sino de aparearlas entre sí, con el fin de encontrar, en el corpus elegido, zonas afines y posibles distinciones en el tratamiento de lo familiar o en el de la conexión, siempre estrecha, entre lo cotidiano doméstico y el valor de la esfera comestible como baluarte de aquel.

Como en las otras novelas acá comentadas, emergen distintas posibilidades de confrontar la realidad adulta frente a la de los más jóvenes; por no hablar del modo en que la cocina tanto se opone como vincula entre sí los demás espacios hogareños. Se destaca también la conexión entre afectos y degustaciones, la polaridad entre espacios interiores y expectativas mundanas, entre micro y macroespacios sociales. En cuanto recrea un escenario ajeno a lo urbano, como apartado, retraído, provincial, la protagonista parece naturalmente conformista y obligadamente resignada. Se diría que la prevalencia de lo romántico en la que se ve suspendida y las censuras morales por salvar para toda realización sexual concreta perfilan sustancialmente a la protagonista.

Y es que, a fuerza de dialogar y girar en torno a una cierta concepción de lo natural, este relato reivindica también una corporeidad fenomenológica en la que se entreabren las sensaciones táctiles y las gustativas, los registros epidérmicos y su inexpresable cinesia. Se alternan allí, entonces, en la experiencia y visión de la protagonista, deseos y prohibiciones, tentaciones y grilletes, mandatos insalvables y alucinaciones reivindicativas. En varios de sus pasajes, y más allá de que su propuesta discursiva nos complazca o no, Como agua para chocolate ratifica lo que Mannoni anunció buen tiempo atrás: que no se trata precisamente de la creencia en la magia, sino de la magia que anida en toda creencia.

Cocina

En este relato, que no tiene poco de las llamadas novelas de aprendizaje, la cocina es un terreno de relativa invisibilidad, como si entre su delimitación física y la del resto del hogar existiera una suerte de brecha, de abismo, solo a veces salvados. Espacio alterno, marginal, periférico; como alternativos y con frecuencia reprimidos son los afectos que allí se contienen y detienen, que allí se desenvuelven y devuelven. Se trata de una cocina interior, conectada por contigüidad con un huerto que abastece de todas las especies requeridas, para darles peso real a las recetas que abren cada capítulo del texto. Allí, en la cocina, se sufre y se goza, o se goza a pesar y al pasar el sufrimiento; y al igual que deben mantenerse en secreto unos saberes declarados intransferibles para cualquiera que no pertenezca al gremio intestino que dibuja la esfera familiar, la cocina secreta y guarda secretos sobre los más íntimos sentimientos de la protagonista y sus fieles allegadas.

No es solo que, como reza el sentido común, la comida deba ser preparada con amor, sino que también, entre sus hornos y sus fuegos, en medio de sus ollas y cucharones, circulan venganzas larvadas y competencias no dichas, amores a medio madurar y odios guardados entre dientes.

Tres modalidades narrativas de la depresión

Visitar la depresión y despejar el peso del pasado

La protagonista de Big Brother es quizá, entre los tres personajes abordados, la que trasunta mayor control y dominio; se ha advertido además que está tácitamente conforme con sus logros, que no aspira a más. Planteado desde otra lógica, ella es del tipo de seres que no esperan demasiado del destino o del futuro, quizá por pertenecer al gremio de los que han logrado más que aquellos y aquellas que se plantearon grandes cosas. Sea como fuere, en su caso la depresión opera a destiempo, tardíamente, por así decirlo; su efecto es indirecto, pues se conecta con la demorada reaparición, en su entorno conyugal, de su único hermano. Esa depresión, no pocas veces ataviada de reflexión, se realiza como una retrospección, como un flash-back de toda su trayectoria biográfica, incluida una visión novedosamente crítica de la experiencia matrimonial que sostiene y de la insospechada fuerza que para ella conservaba la conexión fraterna.

Despertar de la depresión y volver a ella

Contrario al personaje de Big Brother, la protagonista de Kitchen vive sumergida en la depresión, y muy eventualmente emerge de ella. Incluso el tono bucólico del relato empata muy hábilmente con ese tenor tímico, con ese clima anímico otoñal, ajeno, ralentizado y ensimismado respecto a los cronotopos habituales. El modo quieto y apaciguado con que se perfilan los involucrados propicia una suerte de conectividad narrativa, una correa de transmisión entre la respuesta depresiva y la calma que le es adyacente, como si la depresión propiamente dicha, en su sentido fuerte y patologizado, equivaliera a una suerte de abandono indeseable, mientras que la otra depresión, aquella en la que nuestra protagonista se instala, parece transitar calma, ser ajena al conflicto, y operar a manera de un dulce aletargamiento, como una coraza contra toda reactividad.

Luchar contra la depresión e inventarse corazas contra ella

La protagonista de Como agua para chocolate tiende, más vitalmente, a luchar contra la depresión, la experimenta con amarga quietud o inevitable amargura, lo que hace evidente que cuenta con recursos y razones para nunca amilanarse del todo ante el tamaño e intensidad de la marea autoritaria que la circunda y aflige. Tal disforia es en este caso, por así decirlo, exterior, ajena a la propia naturaleza del personaje y al apasionamiento que la ilusiona, y desde el que, no es gratuito, se oxigena. El hecho de coexistir con seres acostumbrados a no destacar, con personajes que no suelen ser rescatados, ergo, con aquellos que deben lidiar con el lado más opaco y sombrío de la existencia social, permite que la protagonista aprenda de ello, y se constituya en una membrana absorbente de ese medio.

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