ISBN : 978-958-781-326-5
ISBN digital: 978-958-781-327-2

Conferencias

El cadáver narrado y fotografiado. Una relectura de la violencia en México, más allá del narcotráfico y del Estado fallido

Sergio Rodríguez-Blanco

Licenciado en Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid. Especialidad en Estudios Avanzados de América Latina en la misma universidad; magíster y doctor en Historia del Arte en la UNAM.

sergio.rodriguez@ibero.mx

Federico Mastrogiovanni

Periodista, profesor del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana de México, Campus Ciudad de México-Tijuana. Coordinador del Programa Prensa y Democracia.

federico.mastrogiovanni@ibero.mx



En el debate académico actual sobre la interpretación de la violencia en México, materializada en el cadáver que se hace visible —ya sea porque el cuerpo aparece en medio de un espacio público o semipúblico, debido a que alguien lo puso ahí para que fuera descubierto; o bien porque, habiendo sido ocultado o semiocultado, el cuerpo aparece después de un proceso de búsqueda, generalmente en fosas clandestinas que borran el nombre y la identidad de los sujetos—, se impone la necesidad y la urgencia de redefinir las categorías interpretativas y de lectura del cadáver como síntoma de la violencia.

La historia que estamos acostumbrados a escuchar, que en la narrativa hegemónica explicaría en México el aumento desmedido de la violencia en los últimos diez años, se enfoca en el papel central que desempeñarían los llamados “cárteles” del narcotráfico en la generación de la violencia. En esta narrativa hay una clara distinción entre los grupos del así llamado “crimen organizado” y un Estado que intenta someter a los criminales por medio de una política “de seguridad nacional”, que se cristaliza en la militarización del país. La relectura que proponemos en este trabajo busca apuntalar una perspectiva crítica capaz de superar la narrativa hegemónica que, mediante la construcción y reproducción de una fantasía, explica supuestamente esta violencia, pero que en realidad, lejos de explicar, lo que hace es subsumir la categoría de violencia a la condición de significante vacío.

Utilizamos aquí la expresión “narrativa hegemónica” en referencia a la forma en que la tradición gramsciana entiende la noción de hegemonía, que contempla la existencia de discursos dominantes, que, lejos de ser coercitivos, son ejercidos socialmente por los grupos dominantes e impuestos por medio de diversos mecanismos de seducción que trasminan en las grandes masas (Piñón, 1989, p. 273)1. A partir de esta genealogía, nos interesa particularmente el sentido en que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe actualizan el concepto de hegemonía en su libro Hegemonía y estrategia socialista, en cuyas páginas establecen que sí es posible poner en entredicho la configuración de relaciones de poder que define el mundo globalizado o tardocapitalista, que ellos ven como “el resultado de movimientos hegemónicos por parte de fuerzas sociales específicas que han sido capaces de implementar una profunda transformación en las relaciones entre corporaciones capitalistas y estados-nación” (Laclau y Mouffle, 2015, p. 21).

Desde estos marcos conceptuales, analizaremos dos producciones materiales de la cultura (un texto periodístico y una exposición fotográfica), que ilustran, a nuestro parecer, el problema en México de la narrativa hegemónica generada en ámbitos institucionales y de Gobierno en todos sus niveles, y que es reproducida de forma constante y acrítica por la mayor parte de los medios de comunicación mexicanos e internacionales, por medio de contenidos periodísticos, que a su vez se convierten en la fuente de otros canales de representación de la violencia, como las exposiciones fotográficas que utilizan documentos y fotografías tomados de la prensa, las series televisivas, la industria musical, la publicidad y otras industrias de la cultura visual. Todas estas representaciones construyen un imaginario sobre la violencia en México que subraya la participación de los grupos criminales y oculta las implicaciones de las dependencias gubernamentales.

Narrativas periodísticas sin verificación de datos: el caso de la noticia en El País sobre los cuerpos arrojados desde avionetas

Una de las consignas de cualquier trabajo periodístico es que el periodista no solo debe ser fiel a los hechos, sino mantener en el texto toda referencia que permita comprobar esta fidelidad; es decir, debe realizar siempre el contraste de las fuentes y la verificación de los datos (Chiappe, 2010, p. 10). En México, las narrativas en torno al crimen organizado son difundidas, sin embargo, desde dependencias gubernamentales, de forma tal que establecen una clara distinción entre los grupos criminales y un estado que intenta someterlos por medio de una política “de seguridad nacional”. Expresiones como “cártel”, “sicario”, “levantón”, “crimen organizado”, “encajuelado”, o la anteposición del prefijo “narco” para construir neologismos como “narcofosa”, “narcoviolencia”, “narcotúnel”, “narcoestado”, constituyen un campo semántico creado desde la narrativa oficial, y que presupone la existencia de una especie de régimen binario, de “buenos y malos”, en el que los buenos (las fuerzas del Estado) se ven aparentemente obligados a intervenir con violencia para defender a la sociedad de los malos (el llamado “crimen organizado” o “narco”).

Esta forma de comprender el contexto constituye una narrativa hegemónica que en realidad es una fantasía que exime al Estado de toda responsabilidad, pero que se difunde acríticamente a través de la mayoría de trabajos periodísticos publicados en medios generalistas, y también en algunas crónicas muy celebradas, que privilegian sus recursos literarios por encima del rigor investigativo, como el libro El cártel de Sinaloa (Osorno, 2009); la crónica Carta desde Laguna (Almazán, 2013), con la que Alejandro Almazán obtuvo el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo, y las novelas de no ficción Gomorra (Saviano, 2006) y ZeroZeroZero (Saviano, 2013). En todos ellos, la materia prima con la que se construye el relato no cuestiona la narrativa binaria de un “crimen organizado” externo al poder institucional, lo que reproduce la narrativa oficial y contribuye a abonar en la idea de México como un “reino” dominado por la omnipotencia, casi sobrenatural, de los capos de los cárteles2.

Insuflados quizá por este imaginario de México como un narcoterritorio, algunos medios internacionales reproducen, a su vez, la información no contrastada que han publicado los medios nacionales, de modo que los mismos textos periodísticos que fueron construidos desde México, quizá con buena intención, pero sin ningún proceso de verificación de datos, se convierten directamente en fuentes, sin que se realice un trabajo de reporteo ni de verificación profunda de la información citada, o parcialmente citada.

Veamos como ejemplo ilustrativo una noticia publicada en El País, generada desde la oficina de este medio español en la Ciudad de México y firmada por J. Lafuente, en 2017. En ella se informa sobre la aparición de un cadáver que fue “arrojado presuntamente desde una avioneta”. Nos permitimos subrayar algunos elementos que explicaremos más adelante, en el que llamamos el caso del cadáver volador:

Títular: La ‘narcoviolencia’ alcanza un nuevo pico de crueldad en México: cuerpos arrojados desde avionetas

Texto: La escena podría ser la secuencia de cualquier serie sobre narcos, pero una vez más, cuando todos los límites de la brutalidad parecían desbordados, en México, la realidad consigue superar de nuevo a la ficción. Un cuerpo fue hallado este miércoles después de ser arrojado presuntamente desde una avioneta en Eldorado, una localidad a 50 kilómetros de Culiacán, la capital del Estado de Sinaloa, donde el cartel de la zona libra una batalla interna tras la extradición a Estados Unidos de su líder, Joaquín Guzmán Loera, El Chapo Guzmán.

El suceso ocurrió la madrugada del miércoles y el cuerpo fue hallado a primera hora de la mañana, en torno a las 6.30, completamente desfigurado, en el techo de una clínica. Según apuntan varios medios locales, el hombre, al que no se ha podido identificar aún por el estado en que se encontró su cuerpo, vestía una camiseta roja, unos calcetines grises y no tenía pantalón. Algunos medios apuntan también a que horas después fue hallado otro cuerpo, también destrozado, mientras que otras informaciones señalan que se trataba de dos cadáveres más, que fueron recuperados por un grupo armado de la zona.

Ninguna fuente oficial ha confirmado hasta ahora que el cuerpo fuese arrojado desde una avioneta, pero los conocedores del terreno y la guerra que se ha abierto en el cartel de Sinaloa en ausencia del Chapo, dan por descontado que esto confirma las prácticas que se venían especulando desde hacía tiempo. El terror como mensaje. (Lafuente, 2017). (Subrayados nuestros)

Desde el titular, con el neologismo “narcoviolencia”, el texto está atribuyendo directamente al narcotráfico la responsabilidad del acto violento, si bien, como veremos, esta información ni está verificada ni tampoco cita correctamente las fuentes. A continuación, el cuerpo del texto arranca con la comparación de la escena del cadáver lanzado desde un avión con la representación en la cultura visual del fenómeno del narcotráfico, a través de ciertas series televisivas; así, hacen alarde del estereotipo de que la realidad supera la ficción. Posteriormente, en el mismo párrafo, se asume como un hecho irrefutable algo que no está comprobado, y que obedece más bien a una construcción desde el imaginario colectivo: el hecho de que cierto cartel está librando una batalla interna. En el siguiente párrafo se indica que las fuentes con las que se elaboró el texto son medios locales, que, además, ni siquiera aparecen citados por su nombre (“según apuntan medios locales”, “algunos medios apuntan también”, “otras informaciones señalan que…”). No se nombra un solo periódico. Sin un trabajo de reporteo en terreno por parte del periodista y sin realizar una verificación real de los datos, se indica que “ninguna fuente oficial ha confirmado hasta ahora que el cuerpo fuese lanzado desde una avioneta” (pero tampoco se incluye ninguna cita que corrobore esta afirmación).

Estos dos párrafos introductorios construyen una retórica que no tiene ningún argumento ni fuente, pero es suficiente para que el periodista interprete que se encuentra ante un caso de “terror como mensaje” (y aunque no lo dice, se sobreentiende que el mensaje provendría del narco). Esta interpretación, según indica el texto, está basada en “los conocedores del terreno”, a quienes no se cita. Además, se asume como un hecho “la guerra que se ha abierto en el cartel de Sinaloa en ausencia de El Chapo”, que, de nuevo, no se explica.

Lo que el periodista quizá no sabe es que todo el discurso pseudoperiodístico que construye este texto está vertebrado, en realidad, por la narrativa hegemónica que localiza el tráfico de drogas en el centro de una crisis de seguridad nacional, cuyas coordenadas epistemológicas han sido marcadas por el Estado. Este texto obedece a un régimen discursivo muy similar, pero aún más burdo por la falta de fuentes, al que Oswaldo Zavala deconstruye y evidencia en su libro Los cárteles no existen. El autor analiza cierto tipo de crónica sobre el narco (Diego Enrique Osorno, Alejandro Almazán, Anabel Hernández, etc.) que “está de entrada limitada al análisis de los supuestos cárteles como el principal factor de criminalidad, dejando por fuera la histórica relación entre la clase política y el crimen organizado”(Zavala, 2018, p. 57). Es decir, en este caso, la noticia de El País genera una narración pseudoperiodística sobre el narco, que se construye alrededor de un objeto configurado políticamente por discursos oficiales, y no como resultado de un proceso de investigación y de reflexión periodística.

Un elemento fundamental de esta narrativa hegemónica es que al ubicar al narcotráfico como el principal causante de la violencia, nunca se explican las relaciones profundas que existen entre los grupos delincuenciales y los diversos sectores de las instituciones, funcionarios públicos y altos niveles de gobierno, involucrados directamente en negocios ilícitos que generan violencia para controlar el territorio. Carlos Montemayor, en su libro La violencia de Estado en México, considera que hay constantes que permiten apuntalar la hipótesis de que en muchas ocasiones la decisión del gobernante de turno de usar la fuerza de la ley para abatir o hacer desaparecer a los supuestos “malos” (véanse los casos de Ayotzinapa, Tlatlaya o Apatzingán en el sexenio de Enrique Peña-Nieto) es en realidad una práctica de violencia de Estado:

Estas premisas de análisis podrían allanarse si recurrimos al deslinde inicial de algunos elementos constantes y básicos en estos procesos complejos: me refiero a los órdenes del discurso, de la acción militar o policial, de las instancias de procuración e impartición de justicia y en ocasiones de la legislación misma. Proponer las constantes mínimas que concurren en este tipo de violencia social ayuda a entender cuándo la decisión de un gobernante deja de ser administrativa y se convierte en violencia de Estado. (Montemayor, 2010, pp. 179-180)

Montemayor urge a asumir y construir un marco que permita identificar un tipo de violencia que, de ser reconocida así internacionalmente, podría llegar a ser calificada como crimen de lesa humanidad. Hasta el momento, uno de los pocos ejemplos en que una sentencia ha reconocido la participación del Estado en la muerte de un ciudadano es la condena a México por parte de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, por la muerte de Rosendo Radilla Pacheco, que tuvo lugar en Guerrero, en 1974.

Ahora bien, el tipo de narrativa que trata de combatir Montemayor ni es nuevo, ni fue construido después de 1968.

Imaginarios diabólicos desde la fotografía. El caso de la exposición El estado de las cosas, en Foto Museo Cuatro Caminos

Se pueden rastrear dos imaginarios que insisten injustamente (y en términos racistas) en un origen prehispánico de la violencia en México; imaginarios que todavía hoy reaparecen en las construcciones narrativas de la violencia. Como ha señalado Mariana Botey, el más tajante se encuentra en la idea del México indígena que interesó a Georges Bataille como paradigma de la reactivación de la dimensión cancelada de lo sagrado (Botey, 2009, pp. 131-143). En textos como L’Amerique disparue (1928) o La parte maldita (1933), Bataille exalta aquella sociedad precolombina en la que, mediante el sacrificio, el hombre regresaría deliberadamente a habitar la inmanencia de lo animal. Aunque Bataille mira a estas sociedades con ojos bucólicos, en realidad inscribe el imaginario sacrificial entre sus costumbres. Por otro lado, como señala Botey, se encuentra la tesis opuesta que Octavio Paz vertió en la colección de ensayos Postdata (1970). Para el Nobel de Literatura, la soberanía del México moderno es autoritaria y violenta, porque expresa el contenido reprimido de la máquina sacrificial azteca. Es decir, siguiendo a Botey, en Bataille la fantasmagoría azteca de la violencia es la del salvaje ejemplar y en Paz, la del condenado violento. Mientras Bataille conjura al fantasma y lo invita a acechar sobre una humanidad idealizada y activar sus poderes destructivos, Octavio Paz estaba claramente a favor de practicar un exorcismo (Rodríguez-Blanco, 2015).

Precisamente, este imaginario del “condenado violento” de Octavio Paz aparece una y otra vez cuando las coberturas periodísticas nos muestran cabezas cortadas, miembros cercenados y cuerpos enterrados en fosas en mitad del campo, sin explicar los contextos en los que se generan estos actos y asumiendo la existencia de un mal diabólico que hay que combatir, materializado en el cadáver como efecto y en el narco como causa.

En realidad, estas narrativas y discursos solo logran resucitar un fantasma de lo siniestro en el público. Por siniestro nos referimos al concepto freudiano de lo unheimlich, traducido también como lo ominoso, que Freud define como “aquella suerte de espantoso que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás” (Freud, 1981, p. 2484). Lo siniestro es un recuerdo presente que, habiendo sido familiar en el pasado, llega a resultar extraño y hosco, y precisamente por ese motivo provoca una perturbación, pues revive algo que debía permanecer oculto. Lo siniestro, en cualquier representación de la violencia que incluya la exposición y mancillamiento del cadáver, remite de forma injustificada al fantasma de la violencia salvaje, que, condensado en los imaginarios tanto de Bataille como de Paz, muchos asocian con lo azteca.

Un caso que puede ilustrar cómo estos imaginarios de la violencia se perpetúan desde los contenidos de los medios de comunicación se encuentra en la exposición fotográfica El estado de las cosas, con la que se inauguró el Foto Museo Cuatro Caminos (del 9 de septiembre al 29 de noviembre de 2015). Nos detendremos en este ejemplo, porque nos parece ilustrativo de todo un fenómeno.

En la antesala que daba acceso a esta muestra, constituida casi en su mayoría por imágenes publicadas en la prensa, un texto del periodista Alejandro Almazán describía lo que le sucedería al espectador que cruzara más allá de la mampara blanca que daba acceso a la exposición: “El estado de las cosas zamarrea porque está dedicado a los miles que han matado o han desaparecido durante estos años en los que ha arreciado la impunidad”3. Más abajo, una nota breve prevenía acerca del contenido violento de la exposición: “Dejamos a criterio personal el ingreso a la misma”. Quedaba claro que la sacudida visual (es decir, generar un sentimiento de lo siniestro) era la experiencia sensible por la que apostaba esta muestra curada por los fotógrafos Francisco Mata Rosas y Gerardo Montiel Klint.

Esta sacudida visual genera, en realidad, una bulimia de la mirada ante la contemplación —explícita casi en su totalidad— de la violencia, a lo largo de 500 metros cuadrados del segundo piso, de un recinto cuyas paredes y suelo estaban tapizados de imágenes, en su mayoría fotoperiodísticas, que presentaban al cuerpo abyecto en sus diversas formas: lacerado, machacado, cortado, cosido, violado, descuartizado. Cuando no hay rostro, ni nombre, ni edad, ni una información mínima que ayude a saber si estamos frente a la víctima o al victimario, el ser humano aparece como un mero trozo de carne que funciona como síntoma y signo de la violencia.

Salvo las excepciones de algunas obras individuales, en su conjunto, El estado de las cosas mostraba al cuerpo exactamente en los términos con que Pere Salabert define el cadáver: como la manifestación misma de un límite insuperable por donde se escurre y se evacua todo el sentido (Salabert, 2004, p. 116). Lo que provocaba sinsentido no era lo gráfico de las imágenes, sino el aplanamiento de la violencia y la consiguiente banalización del mal, a causa de la falta de contexto. No se veían personas, sino muertos. La exposición pinchaba al ojo.

El estado de las cosas era un título que remitía erróneamente a “estado de la cuestión” o “estado del arte”, expresiones propias de la investigación científica. Sin embargo, esta analogía de términos solo despistaba sobre la intención de la muestra, que nada tenía que ver con tratar de comprender, a través de la fotografía, las articulaciones de la violencia y la violación sistemática de los derechos humanos en México; ni con generar pensamiento crítico al caminar entre fotografías de fosas comunes, ahorcados en formato monumental, con dedos amputados, manos cosidas, una caja de guayabas que contenía una cabeza arrancada a cuajo, o un cadáver sin nombre a pocos metros de la playa de la Caleta, examinado por una agente mientras los bañistas, al fondo, disfrutaban del mar.

La cosificación y descontextualización del cuerpo violentado provocaba, en cambio, que en lugar de identificarse, el público rechazara la imagen en la que el otro quedaba excluido en cuanto cuerpo injuriado y deshumanizado. Este estremecimiento de la mirada ante una imagen casi intolerable difícilmente podría haber movido a una experiencia estética reflexiva en el espectador, como a veces sucede en algunas exposiciones que recuperan material visual de los periódicos, pero que también aportan información que permite contextualizar las imágenes.

Recordemos la famosa fotografía de la niña y el buitre con la que Kevin Carter ganó el Premio Pulitzer en 1993, que se convirtió también en el símbolo del desprecio de Occidente por la tragedia humanitaria en África. Sin contexto (como permaneció la imagen durante dos décadas), la fotografía de Carter sugiere que el buitre está acechando a la niña desnutrida, esperando a que ella muera para comerse sus restos. Así permaneció en el imaginario durante mucho tiempo, hasta que la investigación de un periódico español realizada hace unos años a partir de los números de la pulsera blanca que la niña llevaba en la muñeca reveló otra historia. La niña no era niña, sino niño; se llamaba Kong Nyong, su tribu estaba siendo asistida por Naciones Unidas (por eso llevaba la pulsera), y Kong se había agachado en un basurero para defecar los desechos de la comida entregada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en esos días. El buitre estaba ahí para comer heces, no niños.

Aunque, como vimos, ya desde su texto introducción, Almazán expresaba que lo que había en la exposición no era pornografía de la violencia (escribía que la muestra “busca combatir la indiferencia de la gente”), la forma acumulativa y parcial con la que estaba construido el discurso avivaba la idea de la existencia de un territorio llamado México que estaba subsumido en el mal absoluto, como un infierno dominado por una violencia sistémica de origen tenebroso. De hecho, así lo mostraba en esta exposición otro texto del escritor Daniel Saldaña París: “La violencia es, en definitiva, sistémica”, aseguraba el autor.

Repetir este mismo discurso, que remite al significante vacío del “Estado fallido” como consecuencia de una violencia estructural incontrolable es, en en realidad, perpetuar una postura acrítica ante la versión de los hechos, difundida también por instancias gubernamentales, y que alimenta la impunidad y la corrupción. Esta narrativa genera miedo más que entendimiento y pone siempre en marcha imaginarios en los que el terror aparece representado como aquello que la ley produce como su exterioridad, aquello que está fuera de la ley, aquello irrepresentable (Foucault, 2000). En realidad, la fantasía de la violencia sistémica es el mejor pretexto para no ahondar en las causas que subyacen en cualquier intención de revisar el estado de las cosas.

La culpa, insistimos, no es de las fotografías en sí, sino del discurso que se construye en la forma de presentarlas: al extirparles el contexto, se cancela la posibilidad de generar pensamiento. La imagen periodística va ligada casi de forma indisoluble con la información que la explica, que suele transmitirse por medio de palabras. La fotografía de un niño yacente en el mar, captada en 2015 por la fotoperiodista turca Nilufer Demir y difundida por Associated Press, no habría dado la vuelta al mundo si no supiéramos que se trata de un niño sirio de tres años, que se llamaba Aylan Kurdi y que murió junto con su familia durante la huida de una situación de guerra.

Apuntalando algunas narrativas contrahegemónicas: explotación de recursos naturales y violencia

Si relacionamos las desapariciones forzadas, y la enorme difusión de imágenes y textos periodísticos que responsabilizan al fenómeno del narcotráfico por la muerte de cientos de miles de personas, consideramos que la narrativa oficial oculta otras lecturas del aumento de la violencia, que no están relacionadas únicamente con la producción y el tráfico de drogas. La hipótesis que se propone aquí, como una posible vía de estudio que ya ha sido abordada, pero que funciona únicamente como una narrativa contrahegemónica, toma en cuenta un espectro interpretativo más amplio, para subrayar la importancia estratégica de grandes sectores del territorio mexicano en términos geopolíticos.

El territorio mexicano es extremadamente rico en recursos naturales, energéticos y mineros, y son muchas las empresas transnacionales interesadas en la explotación masiva de esos recursos. Diferentes estudios llevados a cabo por equipos independientes4 han evidenciado que las zonas con mayores recursos energéticos y mineros son también las que tienen los mayores índices de aumento de la violencia, específicamente de la desaparición forzada, entre 2006 y 2016. Los datos han sido principalmente recopilados por organizaciones de defensa de los derechos humanos y ambientales, y organizaciones de familiares de víctimas, debido en parte a que no existen bases de datos fiables procedentes de las instituciones federales, estatales y municipales. Un ejemplo es el informe del Centro Miguel Agustín Pro Juárez, Megaproyectos, violaciones a derechos humanos y daños ambientales en México, en el que se plantea la relación sistemática entre el capitalismo extractivo y la generación de violencia de Estado.

La narrativa oficial hegemónica, repetida una y otra vez en trabajos escritos y coberturas fotoperiodísticas difundidas en medios de comunicación, no solo no revela, sino que más bien oculta el gran interés de empresas transnacionales energéticas y mineras de tener acceso a los enormes recursos existentes en el territorio mexicano. Según esta hipótesis, por medio de un control basado en el terror, el Estado mexicano se habría vuelto, de facto, en el principal controlador de las zonas más ricas en recursos energéticos y mineros.

El trabajo de la periodista y académica Dawn Paley, Drugwar Capitalism (2014), explica a profundidad la relación entre extractivismo y conflictos ambientales en México, Guatemala y Colombia. De la misma forma, en Ni vivos ni muertos (Mastrogiovanni, 2016) se plantea la conexión entre el fenómeno de la desaparición forzada y la práctica de controlar territorios por medio del terror, que después son entregados en concesión a empresas mineras o, de forma más general, de explotación petrolera. Uno de los ejemplos que aparecen en este libro es el trabajo de Flaviano Bianchini y su organización Source International, que ha investigado este mismo tema tanto en México, en la mina de oro de Carrizalillo, Guerrero, como en otros países de América Latina. Más recientemente han sido publicados otros trabajos de investigación periodística, como el libro de J. Jesús Lemus, México a cielo abierto; en este, el periodista michoacano evidencia la colaboración entre empresas mineras, grupos criminales y sectores del Estado mexicano.

La violencia, los asesinatos, las desapariciones han transformado grandes áreas de México en territorio “narco”, según la narrativa oficial, y esta ha sido la justificación para intervenir masivamente con una política de seguridad nacional, que en la práctica ha coincidido con una militarización capilar del país. Los medios han difundido únicamente los síntomas (los cadáveres que aparecen o que se colocan en el espacio visible), pero no han indagado en las causas ni en los alcances de este fenómeno.

Los cuerpos sin vida en mitad de la calle, en el campo y en las fosas son la otra cara de la desaparición forzada de personas. El hecho de que se sigan encontrando decenas, cientos, de cuerpos no identificados nos habla del posible paradero de miles de desaparecidos. No es descabellada, por tanto, la hipótesis de estudiar con mayor profundidad la estrategia de generación de terror por parte de amplios sectores del Estado, en conjunto con grupos empresariales y actores privados armados, sobre territorios de México de gran interés geoestratégico. Esos territorios son abandonados masivamente por su población, y los que se quedan permanecen sujetos a un aniquilamiento causado por los altos índices de violencia, asesinatos, desapariciones. Todo bajo un marco extendido de estado de excepción —es decir, la suspensión provisional del orden jurídico— que favorece la impunidad.

La violencia se convierte, entonces, en el elemento que justificará la militarización de esas zonas, dado que la narrativa hegemónica no ofrece ninguna otra posibilidad que no sea la ocupación por parte de las fuerzas de seguridad de las zonas más violentas. Las fosas comunes clandestinas, en este escenario, tienen un sentido más coherente: son el lugar donde terminan miles de cuerpos que nunca serán buscados, que nunca serán reconocidos. Son la tumba sin nombre de miles de personas desaparecidas.

A modo de conclusión: buscar el reverso del estado de excepción

El investigador camerunés Achille Mbembe, investigador de la Universidad de Witwatersrand, en Johannesburgo, en su escrito “Necropolítica” (Mbembe, 2003, pp. 11-40), deconstruye los problemas de violencia, poder, muerte, guerra y política; relaciona su teoría, además, con la teoría de Foucault de que el racismo es la mejor herramienta para el biopoder (Mbembe, 2003, p. 12) (concepto según el cual el poder lo ejerce aquel que tiene control sobre la vida), y la conecta también con la idea de Giorgio Agamben de que el estado de excepción lleva a la deshumanización (Agamben, 2010). El estado de excepción mexicano es el momento de obscenidad del territorio mexicano, subsumido en una estructura de necropoder que está fuera de la ley; una estructura de producción de muerte de miles de personas de estratos sociales humildes, definidas como población desechable, sin derechos, despojadas del estatuto de lo humano, convertidas en cadáveres enterrados en fosas comunes, y cuyos vestigios, al ser hallados, vuelven a ser enterrados en los archivos bajo montañas burocráticas de papel, polvo y ácaros, mientras los cuerpos no reciben una sepultura digna, porque no tienen nombre, ni voz, ni derechos.

El buen periodismo es el que refleja las problemáticas globales y proporciona las herramientas para que el público pueda construir una postura crítica e informada ante la realidad. La buena fotografía de prensa, igualmente, puede denunciar la miseria, la corrupción, pero si esta se encuentra descontextualizada, también puede confundir e, incluso, representar lo contrario de lo que registró. Quizá el gran reto del periodismo y del fotoperiodismo es no solo mostrar el zoom, sino, sobre todo, la panorámica que revele también lo que no se ve, aquello que está oculto en la narrativa hegemónica.

Para emprender esta tarea, antes es necesario identificar la narrativa hegemónica. Esta contribución trató de apuntalar algunas pistas que pueden ser útiles para quienes hacen periodismo, y para aquellos que utilizan las producciones periodísticas y otras producciones materiales de la cultura para investigar de forma crítica las conexiones entre política, narrativa y representación.

Referencias

Agamben, G. (2010). Estado de Excepción. Homo Sacer II. Madrid: Pre-Textos.

Almazán, A. (2013). Carta desde Laguna. Gatopardo. Recuperado de https://gatopardo.com/revista/no-139-marzo-2013/carta-desde-la-laguna-narcotrafico/

Botey, M. (2009). Hacia una crítica de la razón sacrificial: necropolítica y estética radical en México. En C. Medina, (Ed.), Teresa Margolles. ¿De qué otra cosa podríamos hablar? (pp. 131-143). México: Editorial RM.

Chiappe, D. (2010). Tan real como la ficción. Herramientas narrativas en el periodismo. Barcelona: Laertes.

Foucault, M. (2000). Defender la sociedad. México: Fondo de Cultura Económica.

Freud, S. (1981). Lo siniestro. En Obras completas (p. 2484). Madrid: Biblioteca Nueva.

Laclau, E., y Mouffe, C. (2015). Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Madrid: Siglo XXI.

Lafuente, J. (14 de abril de 2017). La ‘narcoviolencia’ alcanza un nuevo pico de crueldad en México: cuerpos arrojados desde avionetas. El País. Recuperado de https://elpais.com/internacional/2017/04/13/mexico/1492115920_111835.html

Mastrogiovanni, F. (2016). Ni vivos ni muertos. México: Grijalbo.

Mbembe, A. (2003). Necropolitics. Public Culture, 15(1), 11-40.

Montemayor, C. (2010). La violencia de Estado en México. Antes y después de 1968. México: Debate.

Osorno, D. E. (2009). El cártel de Sinaloa. México: Grijalbo.

Paley, D. (2014). Drug war capitalism. Oakland: AK Press.

Piñón, F. (1989). Gramsci: prolegómenos. Filosofía y política. México: Plaza y Valdés.

Rodríguez-Blanco, S. (2015). Palimpsestos mexicanos. Apropiación, montaje y archivo contra la ensoñación. México: Centro de la Imagen/Conaculta.

Rodríguez-Blanco, S., y Mastrogiovanni, F. (2018). Narrativas hegemónicas de la violencia. El crimen organizado y el narcotráfico entre el periodismo y las ficciones televisivas. Anàlisi. Quaderns de Comunicació i Cultura, 58, 89-104.

Salabert, P. (2004). La redención de la carne. Hastío del alma y elogio de la pudrición. Murcia: Cendeac.

Saviano, R. (2006). Gomorra. Madrid: Debolsillo.

Saviano, R. (2013). ZeroZeroZero. Italia: Feltrinelli Editoriale.

Zavala, O. (2018). Los cárteles no existen. México: Malpaso.


1 Como explica Francisco Piñón, “hegemonía no es una simple mezcla o alianza del dominio y el consenso […] sino hegemonía social, propia no del gobierno político o ‘dominio directo’, sino relativa al ‘consenso espontáneo’ dado por las grandes masas de la población a la dirección de la vida social impuesta por el grupo gobernante”.

2 La explicación detallada y el análisis de estos textos puede consultarse en Rodríguez-Blanco y Mastrogiovanni (2018).

3 La zamarra es la piel del cordero, y de aquí proviene la palabra “zamarrear”; es lo que hace un lobo cuando sacude a la presa que trae en sus fauces para terminar de matarla. “Zamarrear” también es llevar a una persona a golpes de un lugar a otro.

4 Véanse los siguientes documentos en línea:

(Paley, Correa-Cabrera, 2014). Drug War Capitalism. https://www.akpress.org/drug-war-capitalism.html

Página web del Centro PRODH: https://www.centroprodh.org.mx/index.php?option=com_docman&task=doc_download&gid=149&Itemid=28&lang=es

(Lemus, 2018). México a Cielo abierto. https://www.megustaleer.mx/libros/mxico-a-cielo-abierto/MMX-008912/fragmento;

Página web de geocomunes: https://geocomunes.org