ISBN : 978-958-781-326-5
ISBN digital: 978-958-781-327-2

Conferencias

Rafael Barrett y James Lovelock: dos lecturas modernas para la animación del planeta

Leandro Delgado

Profesor en la Universidad Católica del Uruguay. Licenciado en Comunicación por la Universidad Católica del Uruguay, MA en Mass Communication por la Universidad de Leicester (UK) y PhD en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Rutgers (New Jersey).

ledelgad@ucu.edu.uy



El interés por hacer dialogar a estos dos autores proviene de sus concepciones originales sobre la naturaleza, que resultan de una comprensión cabal de los profundos cambios económicos, políticos y sociales que transformaron el planeta durante la modernidad. En ambos, esta comprensión fue llevada adelante desde los márgenes de un sistema científico. El español Rafael Barrett (1876-1910) y el inglés James Lovelock (1919) fueron figuras excéntricas dentro de sus propios campos de acción, y sus ideas (científicas y/o políticas) los marginaron, al tiempo que los habilitaron a reflexionar sobre el encuentro con la naturaleza como parte del proyecto moderno, el cual se caracterizó menos por una mirada compasiva hacia el medio ambiente y más por una dominación que garantizara la extracción interminable de los recursos naturales.

Con sensibilidades diferentes y comprensibles, que obedecen a las distintos momentos históricos en los que vivieron, el encuentro cara a cara con la naturaleza se presentó, en ambos, como el destino final al cual el sujeto moderno debería, debe o deberá enfrentarse fatalmente, y como la convicción de que el problema ambiental ya no se puede ubicar sino en un presente crítico. Es relevante decir que ambos autores fueron —para usar un término compatible con los estudios culturales— hombres de ciencia, por lo que pudieron expresar la complejidad del funcionamiento de la naturaleza por medio de una aventura escritural sofisticada y de largo aliento; uno desde el anarquismo y el otro desde el ambientalismo.

Es escasa la información sobre la vida de Barrett previa a su llegada a América. Nació en Santander, hijo de una española y un funcionario de la Corona inglesa. Estudió ingeniería en la Facultad de Ingenieros de Madrid y en poco tiempo se volvió una figura destacada de la aristocracia española. Fue un reconocido pianista; acostumbraba retarse a duelo, y demostraba sus amplios conocimientos científicos en publicaciones de la Revista Contemporánea de Madrid. Sin embargo, un acontecimiento escandaloso lo impulsó a abandonar esa ciudad, llegar a Buenos Aires y radicarse en Paraguay, donde se unió al movimiento obrero y a las organizaciones sindicales anarquistas. En su pasaje por Buenos Aires, es posible que haya fundado, junto con el matemático Julio Rey Pastor, la Unión Matemática Argentina. Una vez establecido en Paraguay, accedió a un empleo de auxiliar en la Oficina General de Estadística, comenzó a dar clases de matemática a los obreros y realizó tareas de agrimensura, que le permitieron conocer de cerca las condiciones de esclavitud de los trabajadores de los yerbales (Delgado 2012), condiciones que denunciaría luego en el folleto Lo que son los yerbales (1910) y en varias crónicas de El dolor paraguayo (1911).

Por su parte, James Lovelock es un inventor inglés, creador de instrumentos científicos, muchos de los cuales fueron desarrollados para los programas de exploración espacial de la NASA. En ese organismo trabajó para el programa Viking, que tenía como objetivo determinar la existencia de vida en Marte, por lo cual se vio interesado en la composición de su atmósfera. Lovelock descubrió que esta atmósfera se encontraba en condiciones estables debido al equilibrio químico en su composición. A partir de esta constatación, comprendió que la atmósfera terrestre se encuentra en un permanente desequilibrio, y que este desequilibrio era el resultado de la existencia de la vida en la Tierra. Para Lovelock, la atmósfera misma es una extensión misma de la biósfera (Lovelock, 1985, p. 13).

A Lovelock se le ha identificado erróneamente como un científico ingenuo, como un inventor excéntrico o como un representante de la imaginación lisérgica estadounidense de los años sesenta y setenta del siglo XX. En sus términos, la catástrofe ambiental sería una amenaza exclusiva para la especie humana (el único enemigo del planeta), y la contaminación ambiental o la amenaza nuclear no habrían de tener consecuencias trascendentes para el resto de la vida en la Tierra, pues el planeta ya habría atravesado catástrofes ambientales mucho mayores, como las descargas de radiaciones solares o la misma aparición del oxígeno, catástrofes que, paradójicamente, habrían dado lugar a la vida tal como la conocemos.

Este factor de desequilibrio es central en el argumento de Lovelock para comprender mejor el atractivo que puede tener dentro del proyecto moderno. Para el científico, el desequilibrio permanente estaría contrarrestado por una autorregulación constante u homeostasis de esta forma, considerando a la biósfera y al manto de gases que la envuelve como una sola entidad autorregulada. La “hipótesis Gaia”, que es el nombre que Lovelock da a esta concepción sobre la vida en la Tierra, no convierte al planeta en un ser consciente. Sin embargo, la homeostasis que contrarresta el desequilibrio constante permite pensar, al menos, en una forma de animación del planeta, tal como afirma Bruno Latour en su lectura de la hipótesis Gaia.

No es que la Tierra carezca de perfecciones, sino todo lo contrario; no es que esconda en sus trasfondos la oscura morada del Infierno sino que posee —¿solo ella?— el privilegio de hallarse en desequilibrio, lo que también quiere decir que posee cierta manera de ser corruptible (o, […], de estar, de un modo u otro, animada). (Latour, 2017, p. 96, cursivas de Latour)

En este sentido, la idea de corrupción, de fisura, de falla son intrínsecas y constitutivas de la idea de modernidad, en el sentido de que el proyecto moderno, entendido como destrucción de toda tradición, guarda en su interior la posibilidad de su propia destrucción (Harvey, 1998). Ante la imposibilidad de mantener el mismo proyecto —porque se transformaría en tradición—, no tendría otra alternativa que destruirse a sí mismo. Es importante destacar además que, como parte del proyecto moderno, esta noción de animación no es un recurso metafórico de Latour, sino una afirmación que surge a partir de la reflexión de Lovelock.

Es importante esta precisión, porque se trata de autores (Barrett y Lovelock) que se ubican en los extremos temporales de la modernidad, con aproximaciones y cautelas muy diferentes: el primero al inicio del proceso modernizador en América Latina y el segundo al final de los años sesenta del siglo XX en Estados Unidos, en plena Guerra Fría. Sus concepciones implican, de manera diferente, la idea simultánea típicamente moderna de la corrupción implícita del proyecto, junto con la necesidad imperiosa y paradójica de llevarlo adelante. En el auge modernizador de fines del siglo XIX, este pesimismo se ubica o se ancla en un mismo sujeto que no puede escapar a esa contradicción esencial y que constituye el rasgo principal del sujeto moderno: la atracción y el rechazo simultáneos por el progreso, el cual es necesario e inevitable, pero que nos llevará, también inevitablemente, al fin (Harvey, 1998). A Barrett se le puede ubicar en este periodo.

Así, su escritura se articula constantemente sobre la tensión entre utopía y fracaso, entre progreso y explotación, entre destrucción y tradición, entre pesimismo y esperanza, una tensión heredada quizá de la sensibilidad romántica que cultivó tanto con finalidades estéticas como políticas. En esto es importante recordar la resignificación política de la selva que realizó a lo largo de varias de sus crónicas; es decir, la selva no como el lugar de la contemplación estética, sino —por medio de similares recursos literarios tomados del romanticismo— como el lugar escondido de la explotación esclavista.

En el caso de la modernidad de la mitad del siglo XX, el triunfo estadounidense en la Segunda Guerra Mundial imprimió un optimismo tecnocrático a la organización de la sociedad, al tiempo que el pesimismo corría de manera paralela como pensamiento crítico (aquí es importante mencionar la renovación en el pensamiento de la escuela crítica en los autores de la Escuela de Fráncfort). Se trata de un pesimismo respecto al proyecto moderno, que ya no es compartido con ninguna esperanza ni optimismo en un mismo sujeto. En tal sentido, la modernidad habría atravesado una suerte de clivaje que habría originado dos corrientes o dos sensibilidades dentro de esta: aquella que la ve como un proyecto de destrucción y aquella que la ve como un proyecto utópico (Harvey, 1998). A Lovelock se le puede ubicar en este periodo, y seguramente dentro del grupo de los optimistas, al menos al momento de sus primeras reflexiones públicas.

La hipótesis de que el planeta es un sistema autorregulado que reacciona de manera resiliente frente a los desequilibrios causados por la acción humana fue muchas veces malinterpretado precisamente por los detractores del recalentamiento global o, en términos de Latour, por los “climatoescépticos”, por lo cual no habría que guardar ningún tipo de recaudo frente al problema ambiental, ya que la Tierra se las arreglaría por sí misma y, en todo caso, solo estaría en juego la supervivencia de la especie humana. Por otro lado, la posición de Lovelock fue criticada también por gran parte de la comunidad científica, quienes cuestionaron que la selección natural al operar en organismos individuales pudiera conducir a una homeostasis o autorregulación a escala planetaria.

Justamente es Latour, en 2015, en una serie de conferencias tituladas en español “Cara a cara con el planeta”, quien revisita el pensamiento de Lovelock y ofrece mayor luz sobre su posición, al explicar, entre muchos otros aspectos, cómo intenta, de forma permanente y con éxito, no caer en su propia trampa, en el sentido de no ver al planeta Tierra, la vida que la habita y que la singulariza del resto de los planetas conocidos, como un sistema holístico, integrado, orgánico ni unitario, sino que se trata de una agregación disonante a diferentes e incontables escalas, en una suma imperfecta y, ante todo, desequilibrada; es decir, sometida a una suerte de caos que garantiza, paradójicamente, su permanencia.

Es justamente el desorden o la impredictibilidad de un sistema lo que estaría garantizando la vida desde el momento en que surge. Este desequilibrio no sería una condición de la existencia de la vida en la Tierra, sino el síntoma, la señal o la consecuencia de tal existencia. Hay un desequilibrio en la composición de gases de la atmósfera, porque hay vida en la Tierra. Aún más, no es la atmósfera la que garantiza la existencia de la vida, sino que es la vida la que habría originado la proporción particular de gases que envuelve al planeta.

En este punto, Latour va más allá de la propuesta de Lovelock y aclara que el clima es justamente el resultado histórico de conexiones recíprocas entre todas las criaturas. No hay nada exterior a Gaia y no hay nada que ella contenga. No hay “niveles” en la naturaleza en la hipótesis Gaia. “Si el clima y la vida han evolucionado juntos, el espacio no es un marco, ni siquiera un contexto: el espacio es un hijo del tiempo” (Latour, 1985, p. 125).

En primer lugar, esta inversión de los términos en la concepción del origen de la vida en la Tierra, es decir, invirtiendo la dirección del movimiento (primero la vida, luego la atmósfera), conduce inevitablemente tanto a las concepciones básicas de anarquía como a las concepciones de Barrett sobre un planeta modelado por la acción del hombre. La idea misma de anarquía, es decir, como rechazo a toda autoridad exterior, remite siempre a una agencia que comienza en el individuo y se proyecta hacia el exterior, de adentro hacia afuera, en un movimiento centrípeto con que el individuo modifica su entorno.

En segundo lugar, la noción de desequilibrio no es lejana a la definición de anarquía, entendida estrictamente como desorden o caos. Para los anarquistas, la idea de anarquía no solo permite enfrentar o rechazar las formas de la autoridad impuesta desde un orden externo al sujeto (que por externo se percibe autoritario), sino que este desorden garantiza la libre asociación de sujetos humanos o no humanos para aproximarse o rechazarse, según decisiones que surgen de la satisfacción de necesidades vitales. Para los anarquistas, la vida es esencialmente conflicto.

Sin embargo, Latour previene sobre la noción de inestabilidad de la naturaleza como tal en dos registros por tener en cuenta: en primer lugar, por la inestabilidad que supone cualquier manifestación que tiende a contrarrestar constantemente un desequilibrio, pero también, en segundo lugar, por la inestabilidad de la misma noción de naturaleza, y transforma así el problema de la representación (como problema de la modernidad) en un problema de lenguaje (como problema de la posmodernidad).

En este punto, tanto Barrett como Lovelock rechazan o desestiman la idea de un ser humano que pertenece o es parte de la naturaleza, ya que eso sería ubicarla ontológicamente fuera del sujeto. Dice Latour que, estrictamente, la naturaleza no existe (como dominio), sino solo como la mitad de un par definido por un concepto único. Por lo tanto, hay que tomar la oposición naturaleza-cultura como el foco del problema. La dificultad para establecer una noción de naturaleza reside en la expresión misma “relación con el mundo”, que supone dos clases de dominio: el de la naturaleza y el de la cultura, dominios a la vez distintos, pero imposibles de separar.

Tanto Barret como Lovelock dedican tiempo y espacio para discutir las nociones de naturaleza como problemas en sí mismos, uno en los inicios de la modernización y el otro desde su culminación tecnocrática. Esta aclaración es necesaria para poder entender, en la distancia temporal y política que los separa, las afinidades y coincidencias que los unen.

En el caso de Barrett, hay pasajes donde pone de manifiesto la dificultad de la representación de la naturaleza, al menos en la interpretación de sus manifestaciones. La descripción de la selva paraguaya, plena de resonancias románticas, es una oportunidad para presentar la imposibilidad de la representación como un rasgo central que, no obstante, se exhibe en toda su posibilidad expresiva.

Pudo el antropoide, tronco de nuestra extraña especie, no haber salido jamás del misterioso no ser a donde tantas otras especies tornaron al cumplirse los tiempos, y estos llanos alternarían idénticamente su ritmo infinito, y estos montes exhalarían la lóbrega intimidad de su fondo, igual aliento salvaje. La inmensidad nos tiene prisioneros. “No”, dice el cielo, ensanchado por la tierra: “no”, dice el árbol que levanta sobre la siniestra espesura sus brazos eternos; “no”, repiten los buitres inmóviles, espías de la muerte (Barrett, 2012, p. 5).

En el paisaje, la imposibilidad de ver en la selva un sistema de signos se manifiesta a través de una paradoja: que los árboles y los animales puedan expresar una negación (“no”) estaría ofreciendo al observador señales demasiado concretas de una supuesta conciencia de la naturaleza. El “no” parece representar la afirmación permanente del mundo observado. La naturaleza “sí” existe, a pesar de la imposibilidad de su interpretación. Pero la paradoja estimula al observador a presentar la búsqueda de su lugar y tiempo en el mundo de la naturaleza como un camino que debe prescindir de toda certeza y de esfuerzo interpretativo. Por el contrario, esta búsqueda no debe ser orientada en ninguna dirección, sino que debe abandonarse a la incertidumbre constante, de forma que todo sentido eventual surja del transcurso mismo de la existencia. La imposibilidad de la representación no solo problematiza la existencia de lo observado en cuanto representación, sino, también, la existencia del observador. Es decir que fuera de toda representación de lo observado y del observador, solo queda lugar para que la naturaleza “sea”.

Por su parte, Lovelock opera en el mismo nivel del lenguaje. Y se trata de una operación muy simple, provocadora y efectiva. Esto es, la acuñación de un nombre: Gaia. Este cambio de nombre no es solo la sustitución de un término por otro, sino que implica una discriminación respecto al término “naturaleza” que trastoca completamente las nociones hasta el momento habituales. Gaia sería algo así como un dominio complejo y autorregulado que no incluye a todo el planeta, sino a su superficie y a la vida que lo caracteriza de manera singular.

De esta manera, Latour realiza una suerte de análisis de discurso (por no decir análisis literario) e incluso de historia cultural sobre la escritura de Lovelock. Discute la elección de este nombre (que proviene del escritor de ciencia ficción William Golding, autor de El señor de las moscas, quien fue amigo y vecino de Lovelock) como un error inicial de parte de estos autores, quienes habrían estado buscando el nombre de una diosa para nominar a la teoría. Pero estrictamente, Gaia no es una diosa ni una entidad divina, sino una fuerza, una energía mitológica. En cualquier caso, lo importante es que Gaia, en su participación en los mitos, no se presenta como una figura de armonía, sino que es una potencia de violencia y de génesis que siempre antecede a los acontecimientos dramáticos y que no es piadosa. Para Latour, la Gaia de Lovelock no está compuesta de agentes ni desanimados ni sobreanimados, ni están unificados inicialmente en una totalidad holística o inicialmente benéfica. Para Latour, Gaia está fuera de la ley o es, ante todo, “antisistema”.

Se pueden hacer dos observaciones aquí. En primer lugar, la nueva denominación “Gaia”, que implica comprender un dominio complejo y autorregulado, habilita a una animación de la noción de naturaleza que se veía o bien perdida por el impulso secularizador o anulada por el proyecto moderno, o ya desplazada y reducida a las concepciones cosmogónicas de naturaleza de los pueblos originarios o no occidentales. Sin embargo, explica Latour, la animación de Lovelock no tiene la particularidad de hacer de Gaia una figura sagrada o divina, sino, por el contrario, por su fuerza asistemática y refractaria a todo modelo técnico o religioso, es una figura profana, cuyo enfrentamiento se realiza con la historia misma.

Fuera de todo modelo técnico o religioso —insiste Latour—, Lovelock no es un filósofo ni un letrado, y su mérito es haber construido una versión de la Tierra “de aquí abajo”. Tal como afirma: “para estudiar la Tierra hay que volver a la Tierra”. Esta vuelta a la Tierra luego de un proceso de comprensión de la dimensión cultural y, por lo tanto, de un desarrollo intelectual considerable ya estaba presente en las reflexiones de Barrett. Justamente la eliminación de la dimensión divina o sagrada de la Tierra enfrenta a la humanidad con el planeta que habita y que va modificando en el pasaje de su existencia.

La naturaleza toda, preñada de nuestras ideas, trémula de nuestros esfuerzos, es a la vez más humana y más imponente. Se pierde en la sombra impenetrable, como una inmensa montaña en medio de la noche, pero sentimos que la tierra que pisamos es tierra firme, y que subimos poco a poco.

Por fin tocamos algo que no huye. Nuestra imaginación, tantos siglos creadora de absurdas y queridas quimeras, empieza a nutrirse de la realidad, y nuestra esperanza a servirse de órganos. Soñamos quizá, pero soñamos despiertos. Todo nos es distinto, porque hemos cambiado mucho.

Vemos de otro modo la naturaleza, y recibimos de ella un don nuevo: el de poder amarla. A medida que nuestro pensamiento penetra sus enigmas, ella va penetrando nuestro corazón. Pero amar es todavía comprender; es comprender mejor, y volvemos a ella, a la madre inmortal, siempre más amantes y más fuertes.

Lo que resulta relevante en el análisis de ambos autores es precisamente la capacidad de haber llegado a una noción de naturaleza que implica necesariamente su animación, y que, al mismo tiempo, resulta de la aplicación de una noción de progreso que habitualmente se ha visto como la causante de la disociación entre naturaleza y cultura, y, por lo tanto, del origen del problema ambiental (Worster, 2008). La aventura intelectual de ambos científicos despoja a la naturaleza de todo ropaje sagrado, de forma que se vaya a su encuentro como destino final e inevitable. Esta animación profana (en términos de Latour) que ambos científicos logran por medio de su escritura permite conciliar registros de la experiencia de la naturaleza hasta ahora restringidas a las comunidades originarias y, solo recientemente, a la encíclica papal Laudato si’. En ambos resulta llamativa la posibilidad de establecer conexiones completas con el mundo no humano como resultado de un conocimiento y desarrollo científicos de tal magnitud que nos impulse no solo a conocer formas de comportamiento no humano con las cuales establecer contacto, sino con las que podamos cooperar e intercambiar conocimientos y saberes.

Sobre el final de su texto, Lovelock propone, o más bien afirma, que la especie humana puede constituirse justamente en el sistema nervioso de Gaia desde el momento en que somos parte de ella, por lo cual Gaia puede anticipar (debido al conocimiento científico de la humanidad) los propios cambios ambientales. De otra forma, el desarrollo tecnológico y el crecimiento de las redes de comunicación han ampliado el rango de percepción de Gaia.

Ella está ahora despierta gracias a nosotros y consciente de sí misma. Ella ha visto el reflejo de su justo rostro a través de los ojos de astronautas y de las cámaras de televisión de las naves que la orbitan. Nuestras sensaciones de maravilla y placer, nuestra capacidad de pensamiento consciente y especulación, nuestra curiosidad incansable y empuje son suyas para compartir (Lovelock, 1985, p. 140) [traducción del autor de este artículo].

A principios del siglo XX, Rafael Barrett pensaba en el desarrollo intelectual como un paso hacia el encuentro con una conciencia de orden mayor compuesta de la conciencia colectiva, que bien puede compararse con la Gaia de Lovelock.

Somos más nerviosos, más vibrantes. Nuestros sentidos se afinan y se perfeccionan. Maravilla la sensibilidad de un Shelley, de una condesa Noailles. ¿Qué diremos de la retina de un Whistler o de un Sorolla, del oído de un Chopin o de un Debussy? Jamás estuvo el hombre tan apto para ver todos los matices, para oír todos los suspiros, para estremecerse y meditar. Pero no es la variedad, sino la significación de nuestras nuevas impresiones lo que debe exaltarnos.

Todo significa que lazos estrechos, entre las tinieblas, nos atan a las cosas. Melancólicos, tiernos o excitantes, los sentimientos que en nosotros despierta el paisaje son la expresión de una verdad. La verdad es que somos hermanos de la tierra, de los árboles, de las aguas y de las estrellas, y que cada día somos y nos sentimos más hermanos. Las metáforas que nos identifican con la naturaleza nos deslumbran. “El alma, dice Turguéniev, es una selva obscura”. “Un paisaje, dice Amiel, es un estado del alma”.

No, no son metáforas. Si la sustancia de nuestro cuerpo es la misma que sube por el tallo de las plantas, se desliza con la corriente de los ríos y luce en el parpadeo de los astros, ¿por qué los astros, el mar y los bosques no han de desear, esperar, soñar? Nuestro más noble ideal es que el sueño del mundo sea nuestro propio sueño (Barrett, 2012, p. 63).

Sobre el final, se pueden presentar algunas preguntas que surgen de la constatación de esta animación como culminación o ideal del proyecto moderno. Habitualmente, se considera a la modernidad de fines del siglo XIX como el momento de la afirmación individual y a la modernidad de finales del siglo XX como la culminación de la alienación del hombre respecto a la naturaleza en su afán por dominarla (Adorno y Horkheimer, 2002). Cabe preguntarse qué otros ejemplos dentro de este proyecto pudieron llevar a esta misma reflexión: el encuentro con la naturaleza como el dilema por resolver.

En este sentido, también se puede detectar qué otras lecturas existen en el ambientalismo que vean en la modernidad y su culminación una posibilidad de integrar y hacer dialogar conocimientos y saberes entre grupos humanos o no humanos, de manera que nos permitan establecer una conciencia o percepción más comprometida con el ambiente que habitamos, que creamos, que destruimos y que modificamos. También, se puede plantear la pregunta sobre si la modernidad, tal como se vio en ambos autores, tuvo un proyecto ambiental, y en este caso, cuáles fueron las razones para desestimarlo.

Referencias

Adorno, T., y Horkheimer, M. (2002). Dialectic of enlightenment. philosophical fragments. Stanford: Stanford UP.

Barrett, R. (2012). Crónicas de la naturaleza. Montevideo: Biblioteca Artigas.

Berman, M. (1988). Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. Madrid: Siglo XXI.

Delgado, L. (2012). Prólogo. En Barrett, R., Crónicas de la naturaleza. Montevideo: Biblioteca Artigas.

Harvey, D. (1998). La condición de la posmodernidad: investigación sobre los orígenes del cambio cultural. Buenos Aires: Amorrortu.

Latour, B. (2017). Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas. Buenos Aires: Siglo XXI.

Lovelock, J. (1985). Gaia, una nueva visión de la vida sobre la Tierra. Barcelona: Orbis. Recuperado de https://mateandoconlaciencia.zonalibre.org/gaia.pdf

Worster, D. (2008). Transformaciones de la Tierra. Montevideo: Claes.