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“Profe, es que lo que quise decir en mi texto era otra cosa” o “es que aquí lo que quiero hacer es que se entienda otra idea”

Leer y escribir para una universidad más incluyente

Andrea Torres Perdigón

“Profe, es que lo que quise decir en mi texto era otra cosa” o “es que aquí lo que quiero hacer es que se entienda otra idea” … Leer y escribir en la universidad no es fácil ni evidente para nadie. No lo fue para generaciones previas y no lo es tampoco para los jóvenes universitarios hoy, independientemente de que hayan cambiado los hábitos de estudio o las tecnologías. Hacerse entender por escrito ante un profesor en clase, un jurado de un trabajo de grado o un público dentro del salón es una tarea ardua y, en ocasiones, fuente de estrés. Es así porque la escritura universitaria, además de plegarse a las normas del español, tiene unos códigos y convenciones específicas que varían de un campo de saber a otro. El mismo texto no se lee igual en una clase de economía, de biología o de antropología, así el español sea la lengua empleada en todas. Asimismo, los profesores no esperamos exactamente lo mismo cuando solicitamos un resumen, un ensayo o un informe sobre otros textos o temas trabajados en clase. ¿Cómo hacer entonces para apoyar la lectura y la escritura sabiendo que existen estas dificultades? Y aparte de la pregunta práctica por “cómo hacer”, hay otra más importante: ¿para qué aprender y enseñar las particularidades de la lectura y la escritura en las universidades? Pues bien: la lectura y la escritura universitarias resultan claves para una universidad más incluyente. Veamos por qué.

La angustia de un universitario al escribir puede ir desde tener el archivo en blanco varias horas –antes de poder efectivamente empezar– hasta intentar múltiples veces, pero con el resultado de textos repetitivos y, a veces, difíciles de entender (incluso para el estudiante mismo). Esta angustia o frustración de los estudiantes frente a la escritura propia puede generar, además del malestar emocional, bajo desempeño académico. Muchos estudiantes no desertan solo por razones económicas o de afinidad con los programas, sino porque entran a la universidad en condiciones desiguales en términos de sus prácticas de lectura y escritura. Minimizar u omitir estas dificultades, sobre todo en los primeros semestres, puede producir que algunos estudiantes vulnerables académica, social y económicamente queden por fuera de la vida universitaria y profesional. Es una ganancia cuando universidades, profesores y estudiantes se hacen conscientes de las dificultades, para luego emplear herramientas de mejora que ayuden a cerrar la brecha social y las desigualdades que marcan el inicio de la vida universitaria en Colombia.

Por el lado de los profesores, la reiteración de las falencias básicas ligadas al español y las notas bajas no son suficientes para ayudar a los estudiantes. De hecho, la evaluación cuantitativa baja –sobre todo la que no está acompañada de comentarios específicos sobre lo que funciona bien en un escrito y lo que no– tiende a reforzar la frustración del estudiante, pero sin señalar la ruta de cómo se puede empezar a mejorar. En este sentido, para que las notas aporten a la inclusión de población que puede necesitar acompañamiento, es preferible que vayan de la mano de rúbricas o comentarios que expliquen dónde se ven los problemas concretos. La entrada a la comunidad académica o profesional de cada disciplina está mediada, en gran parte, por las prácticas de lectura y escritura que todos los profesores y estudiantes realizamos en clases. Como lo menciona David Russell, un estudioso de estas prácticas que hoy llamamos literacidad (o alfabetización académica, para autores como Paula Carlino) uno aprende para escribir, pero también escribe para aprender. Hacer parte o no de la vida universitaria depende en un grado importante de aprender a leer y escribir mejor, y esto implica hacerlo dentro de ciertas convenciones del campo del saber al que cada estudiante está entrando. De ahí que sea fundamental apoyar ese proceso desde el inicio de los programas de pregrado (y de los de posgrado que lo requieran).

¿Qué pueden hacer entonces las universidades, los profesores y los estudiantes para que la universidad sea un espacio más incluyente en sus prácticas de literacidad? Hay varias, pero quizá dos vías de trabajo urgentes: la primera es acompañar el camino para que los estudiantes reconozcan tanto aspectos básicos del español como esas convenciones particulares de sus áreas de estudio; la segunda es abrir poco a poco un debate en el que las universidades empiecen a reconocer que hay múltiples lecturas y escrituras académicas –y no solo las que tradicionalmente se han instalado en sus áreas del saber–.

En la primera vía, es capital que se tomen asignaturas en las que se expliquen, aclaren y afiancen aspectos formales del español como la puntuación, la sintaxis y la articulación de los párrafos y los textos. Asimismo, cursos que permitan diversas formas de lecturas en la universidad en las que no prime solo un énfasis literal, sino que también se exploren inferencias y distancia crítica del carácter ideológico de los textos, de los lugares de enunciación y de los debates disciplinares. No se puede pretender que un estudiante de primeros semestres sepa usar bien la coma y el punto, si nunca nadie se lo ha enseñado. Tampoco que analice textos complejos sin orientaciones de lectura para las clases. Por supuesto, las necesidades varían mucho, de manera que la opción de niveles de profundidad en los cursos sería lo ideal, así como un énfasis de escritura en las materias avanzadas ligadas a la investigación, en las que afloran varias convenciones de escritura en las disciplinas. De ahí que no haya un único estándar para los trabajos de grado. Otro punto relevante es que se escriba en las clases y se retroalimente esa escritura. Por ejemplo, es significativo el uso constante (y casi exclusivo) de formatos no escritos como las presentaciones y exposiciones orales o en video; es muy útil emplear formatos variados y lenguajes no escritos para la enseñanza, pero esto no debería implicar un abandono de lo escrito. Es difícil pensar que un estudiante va a mejorar su escritura cuando en su carrera solo ha hecho presentaciones orales con Canva o Power Point, que no exigen el mismo nivel de articulación que un texto escrito. La lectura y la escritura son prácticas y, en esa medida, es importante que las universidades cuenten con espacios para llevarlas a cabo de manera constante y retroalimentada.

También existen los centros de escritura, como el de la Pontifica Universidad Javeriana en Bogotá y Cali, en los que usualmente se ofrecen tutorías y talleres para trabajar aspectos concretos. Estos centros acompañan y permiten que los estudiantes se acostumbren a compartir sus textos con lectores de muchas áreas. Este tipo de apoyo personalizado es importante para quienes necesitan reforzar bases y para quienes tienen un buen desempeño. No se trata de espacios remediales, sino de tener un lector previo que dé un acompañamiento puntual.

En la segunda vía, es fundamental que tanto profesores como estudiantes empecemos a integrar la discusión sobre otros géneros posibles y sobre el papel que le atribuimos a la escritura académica. Se trata de reconocer que no hay una sola escritura para todas las áreas y que, además, lo que se ha considerado académico puede ensancharse y enriquecerse con otras formas de escritura dentro de las disciplinas, las ciencias y las profesiones. Esto implica cuestionar mitos sobre la escritura científica y académica en muchas escalas y formas: la impersonalidad de la enunciación, la prohibición de las marcas de estilo, el lugar de la opinión y la argumentación en la academia, etc. Se podría, por ejemplo, debatir sobre el espacio para la escritura creativa en varias áreas con el uso de guiones para video o podcast, de relatos factuales o etnográficos. Asimismo, se podría hablar sobre la apertura a géneros argumentativos que no estén inspirados en un único formato de artículo científico –cuyo uso, por otra parte, es también bastante cuestionado cuando funciona como plantilla de escritura de investigación, al menos en ciertas disciplinas–. Los ensayos o proyectos, las disertaciones o columnas, por ejemplo, pueden darle cabida a formas argumentativas que provienen de ámbitos menos académicos, pero más cercanos a la cotidianidad de los estudiantes. Combinar estas dos vías quizá permita una universidad más incluyente que explicite las convenciones de la escritura en las clases –para quienes no están familiarizados con ellas–, y que acoja la discusión sobre otras formas de escritura que nutren la vida académica e investigativa, así hayan tenido otro estatus hasta el momento.