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"Para una institución es fundamental saber con cuáles estrategias se proveen espacios de inclusión respetuosa para cada quien, para que la diversidad brille en todo su esplendor creativo e ilumine el camino de la incertidumbre."

Prevenir la exclusión

Brigitte Baptiste*

En el trabajo cotidiano de las instituciones es fácil perder de vista las personas, especialmente si compartimos apenas breves espacios de tiempo con ellas, como sucede en una universidad donde miles de estudiantes se mueven constantemente por el campus (el material y el digital). A menudo, ni con las mejores intenciones y políticas que invitan al respeto y la participación logramos crear las condiciones para motivar la acción colectiva, o al menos, garantizar que las condiciones de vida y trabajo individual se adelanten de manera creativa y satisfactoria para todos: no a todo el mundo le gusta la “inclusión”, especialmente si suena a intrusión o amenaza a la intimidad, algo que atesoramos como la base de nuestra identidad y, a menudo, de la paz interior, la serenidad y la entereza con la que sabemos hay que afrontar las vicisitudes de la vida. De ahí que la inclusión en si misma sea un reto que también exige cuidado, empatía, atención, diligencia, en fin, un gesto amoroso, pero que no sea empalagoso, forzado, mucho menos simulado: el cariño mal expresado puede infantilizar, crear dependencias complejas, procesos psicológicos negativos a los que siempre hay que estar atentos.

La inclusión respetuosa de la diferencia es difícil, porque implica una reflexión sobre la otra persona como alguien que opta por hacer las cosas o manifestarse de manera divergente en comparación con la mía, y eso pareciera poner en entredicho mi verdad, así sea levemente: el ego siempre está atento a recibir señales de aprobación de los demás para afirmarnos, pero también como una trampa terrible, tan adictiva como el azúcar (lo dice la diva que me habita). Por ello la inclusión corre el riesgo de la simulación, un mecanismo que ciertas culturas han entronizado llevándonos a creer que, ignorando al otro, a fondo, se nos permite (con)vivir mejor: allá cada quien con sus cosas, mientras me deje en paz. El individualismo extremo, facilitado por la cultura de la autosatisfacción, nos lleva al pozo de la indiferencia, puede que sea sonriente o complaciente, pero siempre indiferencia, a menudo dolorosa. En contraste, la conciencia de la diferencia nos propone una perspectiva retadora para la existencia, llena de propuestas para ampliar las conversaciones y disfrutar de los otros, crear conexiones, disfrutar la colectividad sin requerir un recreacionista permanente.

El umbral entre la inclusión respetuosa y la exclusión es tenue, sin embargo, porque esa transición está llena de ambigüedades, señales confusas, distancias que pueden significar confianza o abandono al mismo tiempo, algo que continuamente acecha nuestra cotidianidad. Una mirada que parece una invitación a compartir puede interpretarse como una amenaza para quien vive una situación de vulnerabilidad, puede transformar un espacio de inclusión en uno de control. En esta obsesión por los datos personales, por ejemplo, incluir puede significar un abuso, e incluso una lista de Whatsapp más, un conflicto. Si bien sabemos que la exclusión deliberada no explicada duele, también reaccionamos con la inclusión forzada, la obligación a participar, la recriminación ante la aparente falta de solidaridad por decidir “no hacer parte” de ciertas dimensiones de la vida compartida.

Las redes ecológicas nos muestran que las relaciones entre seres vivos están llenas de deliciosa complejidad, aunque parezca que se favorece la opinión del depredador, por poner un ejemplo: nadie quiere “participar” o verse “comprometido solidariamente” con la próxima cena del caimán. Pero lo que ponen presente es la multiplicidad de opciones que existen para crear o deshacer vínculos en medio de comunidades llenas de señales ambiguas, algoritmos que tratamos de desentrañar desde la infancia para saber si proveen confort o identifican un peligro, o las dos cosas, porque tomamos riesgos cuando aceptamos ser incluidas, porque es imposible predecir el futuro y disfrutamos lo inesperado. Al menos, hasta cuando nos enfrentamos a decisiones que implican cierta irreversibilidad, material o emocional.

Para una institución es fundamental saber con cuáles estrategias se proveen espacios de inclusión respetuosa para cada quien, para que la diversidad brille en todo su esplendor creativo e ilumine el camino de la incertidumbre. Pero también es importante hacer conciencia de los eventos o procesos que, deliberada o explícitamente generan exclusión, y hacer de ellos una invitación a la reflexión individual y colectiva, porque no todos, no todas, queremos, podemos o debemos hacer parte de todo: también hay exclusión respetuosa, que debe ser entendida desde la infancia como la expresión de limitaciones pedagógicas. Si no sabemos nadar, no podemos pretender hacer parte del equipo olímpico. Lo peor de las prácticas nepotistas viene de la incapacidad de excluir terceros de un círculo de interés específico, poniendo en riesgo el cumplimiento de una misión colectiva previamente acordada, pero que resulta saboteada por una mala comprensión de la inclusión, el riesgo de la acción afirmativa.

Detectar la exclusión discriminadora o injusta es tan vital para una sociedad como la inclusión forzada e inadecuada, de ahí que estemos obligados a hacer del tema un ejercicio explícito de discusión institucional acerca de las buenas prácticas comunicativas y relacionales, y un espacio de construcción de diversidad que opera conscientemente en otras escalas. Como en los ecosistemas, donde existen las diversidades alfa, beta y gama, que vienen siendo el equivalente biológico de las instituciones humanas, capaces de crear comunidades estructuradas que son vulnerables ante la llegada de invasores, como en el caso de los famosos hipopótamos de Pablo Escobar, que podrán ser buenos animalitos, pero cuya presencia es inaceptable en los espacios silvestres que están deteriorando. Como mujer transgénero, sé que a veces soy percibida como un hipopótamo en el lugar inapropiado, tal vez una amenaza para las condiciones de ciertos colectivos, pero también sé que puedo tejer un conjunto de relaciones significativas y respetuosas con los demás, porque no soy un hipopótamo. Y tuve la fortuna de crecer en la Universidad Javeriana…

 


*Bióloga de la Pontificia Universidad Javeriana
Maestra en Conservación y Desarrollo Tropical de la Universidad de Florida
Rectora de la Universidad EAN