Lo que no se mide no se protege: ¿cómo saber cómo está la salud mental de jóvenes de América Latina?

Los jóvenes de América Latina enfrentan el malestar emocional característico de la juventud en medio de contextos violentos, con profundas desigualdades y una sobreestimulación de las pantallas. Sumado a esto, la evidencia para los tomadores de decisiones es incompleta. Algunas iniciativas desde la academia suman pistas para entender mejor el problema.

La pobreza, la violencia y el uso de redes sociales son algunos de los factores de riesgo que pueden llevar a desarrollar trastornos de salud mental. En las sociedades de América Latina confluyen varios de estos factores: hay una profunda desigualdad y la violencia es la realidad del día a día de muchos. Sin embargo, en la región no contamos con datos robustos, comparables y actualizados que nos permitan dimensionar el panorama de la salud mental. Así, en la mayoría de los países de las Américas tenemos, por un lado, unos riesgos acrecentados de padecer trastornos como ansiedad o depresión, a la par de una ausencia de datos que permitan tomar mejores decisiones para intervenir.

Según UNICEF, se estima que más de 13% de los y las adolescentes de 10 a 19 años viven con algún trastorno de salud mental. En América Latina y el Caribe, la misma fuente sitúa la prevalencia en torno al 15% —unos 16 millones de adolescentes—. Ahora bien, conviene leer estos números con cautela, pues varían según los instrumentos y sistemas de registro de cada país y, en general, los datos de salud mental en población adolescente siguen siendo incompletos y heterogéneos, especialmente en países de ingresos bajos y medios.

Las agendas en salud mental en la región han tenido cambios que reflejan prioridades sociales y políticas. A mediados del siglo pasado, el alcohol ocupó el centro de la escena. El varón alcohólico se convirtió en figura prioritaria, definido ante todo por su ausencia en el trabajo y por el costo que esa falta imponía al orden productivo. Con la apertura democrática de los noventa, marcada por el fin de las dictaduras en varios países, el mapa se reconfiguró y tomó protagonismo la mujer deprimida. Los estudios epidemiológicos documentaron su alta prevalencia y proliferaron programas orientados a mujeres de sectores empobrecidos, donde se subrayaban los impactos de la depresión en el cuidado doméstico y la cohesión familiar.

Hoy emerge como sujeto de intervención la juventud. Se registran aumentos de la ansiedad y la depresión en personas jóvenes, la soledad aparece como un problema de salud pública, se erosionan los vínculos cotidianos y se expanden las autolesiones con intención suicida. Ahora, las juventudes son llamadas a cargar con el porvenir en sociedades que envejecen. El horizonte colectivo se percibe reducido en su potencial y, ante ello, la salud pública reorienta su mirada hacia el joven como problema a gestionar, no solo por su sufrimiento, sino por el papel que ocupa en la reproducción social.

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Gabriel Abarca, investigador en Humanidades Médicas de la Universidad de Copenhague, en diálogo con Pesquisa Javeriana, afirma: “los discursos neurocientíficos que reducen la depresión a un asunto de serotonina terminan psicopatologizando e individualizando problemas con raíces sociales y estructurales”. Desde esta perspectiva, este texto se distancia de esas explicaciones, para indagar en los determinantes sociales del malestar emocional.

¿Por qué tratar a las personas sólo para enviarlas de vuelta a las condiciones que las enfermaron? – OMS, 2008

Adicionalmente en el análisis de América Latina es necesario evitar la idea de un bloque homogéneo, como a menudo ocurre con África y que lleva a simplificaciones problemáticas. Los procesos de modernización en la región han sido desiguales y no es posible equiparar las trayectorias de los países de la región. Aun así, emergen desafíos compartidos que afectan a los jóvenes, entre ellos la fragilidad de los soportes institucionales para afrontar sus experiencias cotidianas y la falta de mecanismos sólidos que les permitan proyectar un futuro común en contextos marcados por la incertidumbre.

Al abordar el malestar emocional de los jóvenes, por ejemplo, podría comenzarse por entender las raíces estructurales que los ocasionan. Los jóvenes más expuestos a entornos adversos enfrentan una vulnerabilidad creciente que, al acumularse en el tiempo, incrementa su riesgo de padecer trastornos de salud mental. Abarca asegura: “la responsabilidad recae en el Estado, los gobiernos y las instituciones intermedias como la familia o la comunidad, pues la evidencia demuestra que mayor desigualdad se traduce en más violencia y problemas de salud mental”.

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Abarca añade que, para muchos jóvenes, la manera de sentirse parte de algo pasa por el consumo. Asistir a determinado concierto o tener ropa de cierta marca otorga un reconocimiento entre sus pares, pero crea problemas para quienes no pueden pagar esos bienes y experiencias. “El consumo se convierte en un camino para la integración social. Entonces, si tú te integras a través del consumo, pero no puedes consumir, te ves obligado a deprimirte o a transgredir la ley”, explica Abarca.

Entonces, llegamos a la desigualdad económica como determinante del malestar emocional. Las trayectorias de vida de los jóvenes están marcadas por ingresos inestables, vivienda cara, mercados laborales que castigan a los mayores y sistemas de protección que no cubren del todo los baches. La Organización Internacional del Trabajo advierte que uno de cada cinco jóvenes en el mundo no estudia ni trabaja, fenómeno que tiende a concentrarse en mujeres y en contextos de menor ingreso, con implicaciones claras para su salud y bienestar. En América Latina esa vulnerabilidad se cruza con trayectorias educativas interrumpidas por la pandemia y con retornos laborales desiguales. La CEPAL reporta que la pobreza en la región alcanzó 27,3 por ciento en 2023.

La desigualdad social es directamente proporcional a la violencia. “La exposición o el testimonio constante de violencias se ha naturalizado y esto diferencia a la región de otros contextos donde la violencia se asocia a conflictos armados abiertos”, explica Abarca, haciendo referencia a que en América Latina la violencia no solo expresa en las guerras, sino en la casa, en el barrio, en la escuela, en las interacciones con el Estado. Según datos del Banco Mundial, el número de homicidios por persona en América Latina y el Caribe, es cinco veces mayor que en América del Norte y diez veces más alto que en Asia. La región alberga el 9% de la población y aquí tienen lugar un tercio de los homicidios del mundo.

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En economías de mercado desreguladas, la lógica de competencia y productividad traslada riesgos al hogar. Jornadas extensas, empleo precario, migraciones por trabajo y cuidados externalizados. Esto fragmenta familias, genera separación geográfica, rotación de cuidadores, vínculos intermitentes y debilita redes de apoyo. La inestabilidad material y afectiva, entonces, incrementa el estrés crónico, ansiedad y depresión, especialmente en jóvenes y mujeres que sostienen cuidados sin respaldo. Esta soledad ha crecido también con la exposición constante a pantallas y tecnologías digitales cuando sustituyen los vínculos significativos. La evidencia ha señalado riesgos específicos para niñas, niños y adolescentes, como: alteraciones del sueño por uso nocturno, mayor probabilidad de ciberacoso y exposición a contenido dañino, comparación social intensa, refuerzo algorítmico de conductas problemáticas y desplazamiento de tiempo para juego, estudio y ejercicio. A todo esto, se suma la pandemia, que interrumpió la convivencia cotidiana en etapas clave del desarrollo socioemocional. El cierre prolongado de escuelas y la incertidumbre en los hogares afectaron la motivación, aumentaron los niveles de ansiedad y redujeron las expectativas de futuro entre adolescentes y jóvenes de la región. En América Latina y el Caribe, la UNESCO y UNICEF reportaron algunos de los cierres escolares más extensos del mundo, con un promedio de 158 días de interrupción total entre marzo de 2020 y febrero de 2021.
De acuerdo con la OMS, estos y otros factores asociados a la pandemia incrementaron entre un 25% y un 27% la prevalencia global de depresión y ansiedad.

La ausencia de datos de salud mental

De hecho, la pandemia puso de presente otro desafío: las deficiencias en la recopilación y presentación de datos sobre salud mental en la región. No es un problema sencillo, pues de por medio hay una brecha entre la información recabada en países de mayores ingresos y los más pobres, sumada a una debilidad estructural de los sistemas de salud. Pero también hay investigadores que han puesto el ojo en este problema y han volcado sus proyectos hacia llenar estos vacíos.

Los datos permiten tener políticas públicas más efectivas y direccionadas. De hecho, la evidencia cuantitativa es frecuentemente utilizada como argumento para tomar un enfoque u otro en una intervención en salud. “Tomar decisiones con poca información o datos antiguos es una muy mala idea”, señala en entrevista Antonia Errazuriz, profesora asociada de psiquiatría en la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Desde hace unos años, ella y un grupo de colegas se pusieron a la tarea de mapear la situación de depresión y ansiedad en América Latina, buscando producir un dato agregado para la región, a través de una revisión sistemática de los estudios disponibles en cada país. En el camino se encontraron con que, en muchos casos, la información disponible es antigua —algunos países toman decisiones con datos de hace más de una década—, o no permite ser desagregada por edad. Una de las consecuencias de esta situación es que se están planeando acciones en salud a ciegas porque, como dice Errazuriz, “lo que no se mide no se mejora”.

Precisamente con el objetivo de producir datos sobre la salud mental de jóvenes de entornos económicamente vulnerables de América Latina nació hace cinco años el consorcio de investigación OLA. Bajo la coordinación de la universidad Queen Mary de Reino Unido y con la participación de las universidades de Buenos Aires (Argentina), Cayetano Heredia en Lima (Perú) y la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá), los investigadores se volcaron a entender cómo están los jóvenes de estas tres ciudades latinoamericanas, donde los factores de riesgo mencionados anteriormente son parte de la vida cotidiana.

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Los investigadores iniciaron haciendo un estudio transversal en las tres ciudades y luego les hicieron seguimiento a los participantes que mostraron síntomas de ansiedad y depresión a los seis, 12 y 24 meses. Nelcy Rodríguez, estadística y epidemióloga de la Universidad Javeriana, que hizo parte del estudio, explica: “hicimos seguimiento con un corte para análisis longitudinales, que es básicamente ver cómo distintos factores asociados hacían que se presentaran mejorías o no de los síntomas”. En más de 40 publicaciones académicas, los investigadores plasmaron sus resultados, que mostraban, por ejemplo, que el 40% de los jóvenes que hicieron parte del estudio se recuperaban de los síntomas de ansiedad y depresión luego de dos años. Eso quiere decir que para un 60% los síntomas persistieron luego de ese tiempo. Ahora bien, la investigación es muy clara en que su muestra no era estadísticamente representativa, por lo cual estos datos no son extrapolables a la población general. Sin embargo, siempre procuraron la mayor rigurosidad metodológica posible. Utilizaron cuestionarios estandarizados, Rodríguez y su equipo realizaron toda la limpieza de los datos en Bogotá para garantizar la consistencia en la información; estratificaron el análisis para ver si había diferencias entre los jóvenes y los adolescentes encuestados y eligieron evaluar avances en los periodos mencionados anteriormente porque es el estándar clínico. Aun así, son claros en que sus hallazgos son meramente descriptivos, es decir, más bien plantean interrogantes para futuros estudios, como los mecanismos de resiliencia que utilizan los jóvenes para superar la ansiedad y la depresión cuando pagar una terapia no es una opción. Que hay un problema de datos sobre salud mental en la región es un hecho, reconocido incluso por la Organización Panamericana de Salud. Tras dar cuenta de cómo la pandemia exacerbó las necesidades en este tipo de atención en las Américas, esta organización multilateral nombró una Comisión de Alto Nivel sobre Salud Mental y COVID-19. Los expertos de este grupo publicaron en 2023 Una nueva agenda para la salud mental en las Américas, que más que una evaluación de la situación propone un cambio de rumbo para las políticas de salud. La décima recomendación de este documento es, precisamente, mejorar los datos y las investigaciones sobre salud mental. En concreto, el informe recomienda: (i) integrar la salud mental en otras iniciativas de recopilación de datos, como en ejercicios de vigilancia de salud pública o en encuestas demográficas que ya realizan los Estados, (ii) mejorar el desglose de los datos, para que incluyan variables como género, sexo, edad, educación, situación económica, etc.; (iii) incluir un componente de seguimiento, evaluación y aprendizaje en todos los programas de salud mental; y, (iv) promover la investigación sobre la salud mental. El único colombiano que participó1 del proceso de elaboración de este informe es Juan Pablo Uribe, médico javeriano, exministro de Salud y director de la División Centroamérica del Banco Mundial. En entrevista con Pesquisa, Uribe explica que, en buena medida, esta ausencia de datos en la región tiene que ver con que la mayoría de los países de Latinoamérica son de ingresos bajos y medios y tienen sistemas de salud muy frágiles.
“Una de esas marcadas debilidades es su poca capacidad de tomar determinaciones basadas en evidencia. No solo para salud mental, para todo. Muchas veces hay dificultades marcadas para entender cuáles son los factores de riesgo de la población o quiénes se enferman, de qué y dónde”, señala.

A su vez, asegura que estamos en un momento donde los esfuerzos por mejorar la incorporación de evidencia en este tipo de decisiones corren un alto riesgo. En concreto, se refiere a la ruptura del sistema de cooperación desencadenada por la decisión del gobierno de Estados Unidos de cerrar su agencia de desarrollo internacional, USAID. Esta agencia apoyaba los esfuerzos de muchos países de ingresos bajos y medios para que desarrollaran encuestas demográficas o de salud que se convertían en las únicas mediciones y ahora podrían dejar de existir.

Entretanto, Estados Unidos es el país del mundo con más fuentes de datos sobre trastornos de salud mental, de todo tipo, según un análisis sistemático publicado en The Lancet en 2025. En este artículo, los investigadores reiteraban que existen brechas considerables en los datos disponibles de salud mental entre países ricos y pobres, lo que es preocupante ya que el 84% de la población mundial vive en estados de ingresos medios y bajos.

La investigación liderada por Errazuriz, también publicada en The Lancet, encontró que esta situación se replica a nivel regional. Hay países que no tienen el capital humano o la capacidad de financiamiento para hacer evaluaciones de salud mental nacionales, mientras otros de mayores ingresos tienen una tradición robusta en el tema. Por ejemplo, señala la profesora chilena que los datos que evaluaron de Brasil y Colombia, países que cuentan con una cultura de investigación, eran de buena calidad, mientras que Bolivia, Paraguay o Venezuela simplemente “no tienen mediciones”.

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Ahora, en los datos que sí pudieron evaluar no dejaron de existir desafíos para su objetivo de establecer un dato consolidado sobre la región. A pesar de que aplicaron una metodología rigurosa para decidir qué estudios incluían en su análisis, al final se encontraron con que las mediciones que pasaban todos los filtros también tenían lunares. Por ejemplo, que habían excluido algunas zonas geográficas o que no se estandarizaban los rangos de edad de las personas. Rodríguez y Errazuriz coinciden en que es necesario ahondar en la investigación sobre la situación de salud mental de los jóvenes, para tener mejores datos. Ahora bien, la investigadora chilena considera que deberíamos “capitalizar” todo lo que tenemos en común como región en América Latina, para hacer esfuerzos conjuntos en este sentido. “Nosotros tenemos problemáticas muy específicas de seguridad, de ruralidad, de violencia y sería valioso poder analizarlas colaborando”, añade. Sin mediciones en salud, no hay mejoría. Y sin el cambio de las condiciones estructurales que produjeron los síntomas, los pacientes volverán a experimentarlos en el futuro próximo. Estas dos afirmaciones, en las que coinciden muchas de las fuentes consultadas, llevan a pensar que este problema es cíclico. Pero quizás tejiendo colaboraciones como la que se plantearon los investigadores de OLA, se pueda capitalizar sobre esos contextos comunes y encontrar soluciones.

1 Uribe participó de algunas mesas de discusión a nombre del Banco Mundial, aunque el informe fue elaborado por otros investigadores de la OPS.