ISBN : 978-958-781-555-9
ISBN digital: 978-958-781-556-6

Conferencias

Imagen, memoria y narración. Siete razones para estudiar la fotografía en tiempos de barbarie y transición1

Jorge Iván Bonilla Vélez2

Resumen

Este ensayo propone abordar la memoria de la atrocidad y de los tiempos por venir de un país como Colombia a partir de la imagen fotográfica. El texto se inscribe en una perspectiva investigativa que estudia el papel de la imagen en situaciones límite de la humanidad; para esto, plantea siete razones que motivan una aproximación de la imagen fotográfica en sus relaciones con la memoria y la narración. Subyace a estas líneas un ejercicio retroactivo que invita a revisar con otros ojos imágenes de dolor y sufrimiento que en su momento no contaron con la suficiente atención, de manera que estas puedan ingresar de nuevo en la esfera pública y, en consecuencia, concitar un trabajo de la imaginación, el pensamiento y la crítica.

Palabras clave: imagen, fotografía, memoria, narración, barbarie.

En los estudios sobre el conflicto armado y la memoria de este país, el deber de recordar, el compromiso de debatir y la necesidad de otorgarle inteligibilidad a aquello que nos duele, a lo que no supimos ver o no quisimos ver, a lo que hoy intentamos superar —la guerra— implica también hacerlo a través de las imágenes. Como afirma Andreas Huyssen: “El terror, la degradación, la desubjetivación y la destrucción de lo humano pueden y deben ser imaginados, pueden y deben ser dichos, pueden y deben ser representados en imágenes y en palabras” (Huyssen, 2009, p. 20).

A esto alude precisamente Siegfried Kracauer, a propósito del mito de la Medusa, en el que Perseo logra decapitar al monstruo sin mirarlo a los ojos, viéndolo a través de su reflejo en el escudo que portaba. Dice Kracauer: “La moraleja del mito es, claro, que no vemos, ni podemos ver, los horrores reales porque nos paralizan con un terror cegador; y que solo sabremos cómo son mirando imágenes que reproduzcan su verdadera apariencia” (Kracauer, 1989, p. 374). Una moraleja que además nos invita a entender que lo real nunca se presenta totalmente ante nosotros, ya que siempre está mediado por unas prácticas de representación —orales, visuales o escritas, artísticas o documentales—, por las cuales las cosas adquieren sentido y valor (Shapiro, 1988).

No obstante, es preciso reconocer el débil interés que aún muestra la teoría social en Colombia por los dispositivos de la imagen en su rol de contribuir a la construcción de una memoria colectiva acerca de la guerra, sobre todo si estos se encuentran en cabeza del periodismo o los medios de comunicación, ámbitos frente a los cuales sigue existiendo un “mal de ojo” intelectual (Martín-Barbero, 1996); una posición que asume que toda aproximación a la imagen representada y mediatizada del horror consiste en hacer siempre evidente la manipulación, la sospecha y el engaño; señala que cualquier acercamiento a lo visual-masivo como medio para dar testimonio de los eventos terribles de la guerra puede terminar en una fascinación imbécil; o considera que el horror solo puede ser abordado desde el dogma de lo indecible, lo irrepresentable, lo inimaginable.

Plantear, por tanto, si la imagen puede representar la barbarie es inscribirse en una perspectiva investigativa de larga duración que estudia el papel de la imagen en situaciones límite de la humanidad, y que invita a preguntarse: ¿por qué es importante abordar la memoria de la atrocidad y de los tiempos por venir de un país como Colombia a partir de la imagen fotográfica? En los siguientes apartados se ofrecen siete motivos por los cuales vale la pena emprender un estudio de la imagen; en este caso, fotográfica:

  1. Porque con las imágenes ocurre algo similar que con las palabras. Ambas tienen una relación fragmentaria e incompleta con la verdad de la que dan testimonio. A esto se refiere Jacques Rancière cuando afirma: “aquel que testimonia a través de un relato lo que ha visto”, por ejemplo, “en un campo de muerte hace acto de representación, al igual que aquel que ha elegido registrar una huella visible de aquello” (Rancière, 2010, p. 91). De ahí que la falsa radicalidad de oponer la palabra a la imagen pase por alto que “la representación no es el acto de producir una forma visible”, sino el de “dar un equivalente, cosa que la palabra hace tanto como la fotografía”, pues ni la imagen es el doble de la realidad, sino un juego complejo de relaciones entre lo visible y lo invisible, lo visible y la palabra, lo dicho y lo no dicho; ni la palabra “es la manifestación de lo invisible, opuesto a la forma visible de la imagen”, ya que “ella misma está atrapada en el proceso de creación de la imagen” (Rancière, 2010, p. 94). De ahí que, como sostiene W. J. Thomas Mitchell, la interacción entre imágenes y textos sea un asunto constitutivo de la representación en sí: “todos los medios son medios mixtos y todas las representaciones son heterogéneas; no existen las artes “puramente” visuales o verbales, aunque el impulso de purificar los medios [alrededor de un solo órgano —la vista, el oído, el tacto—] sea uno de los gestos más importantes del modernismo” (Mitchell, 2009, p. 12). Lo cual “no quiere decir que no haya diferencias entre los medios, o entre las palabras y las imágenes”, sino que esas distinciones son mucho más complejas, porque son objeto de cruces: estas aparecen tanto dentro de los medios como entre ellos, “no pueden desligarse de las luchas que tienen lugar en la política cultural y la cultura política”, y se transforman “a lo largo del tiempo, a medida que cambian los modos de representación y las culturas” (Mitchell, 2009, p. 11).
  2. Porque a la imagen se le juzga tanto por lo que no hace su carácter antiexplicativo como por lo que hace con éxito: conectarnos con el mundo por medio de la emoción. Hay algo que la imagen fotográfica comparte con la narración en su tarea de aprehender la realidad: ambas ofrecen una conexión emotiva, afectiva, repersonalizada del mundo, en un proceso de aprehensión en el que se ponen en juego las imágenes, las palabras, los sonidos, los recuerdos y los productos de nuestra imaginación. Narramos historias, miramos imágenes, no solo para alentar una comprensión racionalista del mundo que permita entender, al decir de Susie Linfield, las contracciones internas del capitalismo global, las razones del genocidio en Ruanda o el porqué de la guerra fratricida en Colombia, sino para otra cosa: “para tener una idea de a qué puede parecerse la crueldad, la extrañeza, la belleza, la agonía, el amor, la enfermedad, las maravillas naturales, la creación artística o la violencia depravada” (Linfield, 2010, p. 22). Si, como escribía Bertold Brecht en 1931, “una fotografía de las fábricas de Krupp o de las AEG” —los armamentos masivos alemanes y las compañías eléctricas, respectivamente— “no nos dice nada sobre estas instituciones” (Brecht, citado en Linfield, 2010, p. 21), entonces hay que reconocer que “las fotografías no explican la forma en que el mundo trabaja”; ellas no ofrecen razones o causas; “no cuentan historias con un coherente, o al menos discernible, inicio, nudo y desenlace”, como tampoco “logran revelar la dinámica interna de los acontecimientos históricos” (Linfield, 2010, p. 21). Pero la condición antinarrativa de la fotografía no evita su poder emotivo ni su fuerza performativa en cuanto “acto” con capacidad de producir sentido.
  3. Porque las fotografías no son “ni la ilusión pura ni toda la verdad”. Afirma Georges Didi-Huberman que saber mirar una imagen no es algo dado. Una manera —un método, quizá— para hacerlo conlleva reconocer el doble régimen del que están hechas las imágenes, pues estas no son ni ilusión pura, ni toda la verdad, sino espacios de cruce, zonas de litigio, lugares de intermitencias, territorios inestables (Didi-Huberman, 2004, pp. 83-135). Intersticios que invitan a trasladarse hacia la superficie de su “marco”, con el fin de identificar los objetos, las situaciones, los temas, las personas que comparecen en el episodio de una foto, de prestar atención a los pequeños detalles que aparecen en su cuadro o que se excluyen de este —esos puntos ciegos que develan sus silencios o sus significados ocultos—, para luego desplazarse en otras direcciones. ¿En cuáles? Por ejemplo, en la ruta de sus convenciones narrativas, de sus gestos, planos, encuadres, movimientos, fórmulas dramáticas y prácticas de composición; en los trayectos que nos llevan ya sea hacia su vecindad con otras imágenes con las cuales estas dialogan, se superponen o discuten, o hacia su cercanía con las palabras (títulos, subtítulos, pies de foto); o en la dirección de sus contextos. Esto es, de las circunstancias bajo las cuales ellas se producen, el ambiente social y cultural que las pone en juego, las políticas de la mirada que las inserta en una época, una sociedad, una cultura, una forma de ver.
  4. Porque existe la creencia de que las fotografías son seres pasivos en espera de interpretación. Esto es, la idea de que no se les puede dejar solas, por lo que sería preciso apoyarse en los pies de foto que suplan lo visual en las narraciones que suministran los contextos y en los análisis que complementan las imágenes obsesivas y puntuales de la fotografía, como si estas fueran apenas un vehículo de transmisión de respuestas primarias que se instalan en un estadio anterior a la interpretación e inferior a la comprensión: son preinterpretativas e infracomprensivas. Enfrentar tal reduccionismo convida al investigador a tener en cuenta varias dimensiones. Por una parte, lo invita a reconocer, como diría W. J. Thomas Mitchell, que la acción de mirar es un acto profundamente impuro, y que las imágenes, como otros vehículos de comunicación, son medios mixtos que, por lo general, van acompañados de palabras, pero también de sentimientos, pensamientos, emociones y escuchas (Mitchell, 2009, pp. 11-13), cuyas interacciones desbordan las barricadas conceptuales que reducen las imágenes al prefijo de lo infra. Por otra parte, lo exhorta a considerar que las imágenes son especies vivas, dotadas de vida propia; valga decir, no son entes pasivos aguardando nuestra interpretación, esperando que las descifremos, puesto que les hacemos algo a ellas, tanto como ellas nos hacen algo a nosotros (Bal, 2009; Mitchell, 2014). Como dice Judith Butler (2010), las imágenes no son objetos inertes, necesitadas de un sujeto políticamente activo que las pueda interpretar. Ellas son estructuradas por la interpretación, pero también estructuran la interpretación, en la medida en que son objetos vivos que actúan sobre el espectador.
  5. Porque hay que ir más allá de la querella en contra de la imagen. En otras palabras, problematizar aquella idea de no pocos intelectuales de la palabra escrita, para quienes las imágenes están ahí para “absorbernos”, “hipnotizarnos”, y evitarnos “la pena de tener que pensar” (Martín-Barbero, 1996, p. 37), pues su régimen lleva implícito las problemáticas de la repetición y saturación de eventos de barbarie y atrocidad de este país. Pensemos, por ejemplo, en la exposición El testigo, del fotorreportero Jesús Abad Colorado, exhibida en el claustro de San Agustín, Bogotá, entre octubre de 2018 y abril de 2019. No son pocas las fotografías de Colorado a las que se les puede rastrear una vida más larga —incluso una vida de reiteraciones—, en la que la crítica, sobre todo del arte, no suele reparar. Muchas de sus imágenes ya han pasado por el circuito de la prensa diaria, cuando Colorado era reportero gráfico de El Colombiano o colaborador ocasional de otros medios nacionales e internacionales, en una época en que esas fotografías eran decididamente reportajes gráficos, destinadas a “ilustrar” noticias, reportajes o informes especiales, más que fotos singulares impresas en libros o expuestas en museos y galerías. ¿Y cuál ha sido la reacción frente a esto? Aquí la crítica del arte y la cultura no se ha tomado la molestia de denunciar la repetición adormecedora de esas imágenes, ni de asociarlas con la amnesia, sino que se ha dirigido a aclimatar la idea de que las estamos viendo por primera vez, como auténticos archivos documentales de nuestra memoria colectiva. Este retorno —volver a ver las fotografías de Colorado— puede leerse, entonces, como el reverso de la tesis sobre el efecto analgésico de las imágenes, ya que esta vez la repetición de esas fotografías de infamia y de dolor muestra aquello que los colombianos no fuimos capaces de mirar con atención, o ante lo que no supimos reaccionar con determinación; pero, al desplazarlas y recontextualizarlas en otros espacios, momentos y soportes, estas imágenes se han constituido en algo más que instrumentos de saturación o parálisis. Reconocemos esas fotos porque las hemos visto antes, pero ellas están revestidas de un nuevo marco, han reingresado a la esfera pública, por lo cual les podemos formular viejas inquietudes o nuevos interrogantes que habiliten nuestro diálogo con ellas y con el momento histórico del que estas hicieron parte.
  6. Porque no existen imágenes totales ni de la barbarie ni de la paz en Colombia. Dice Peter Burke, a propósito de los historiadores del arte, que estos suelen caer en la tentación de sintetizar una época por medio de una imagen “representativa”, lo cual tiene “la desventaja de dar por supuesto que las épocas históricas son bastante homogéneas como para poder ser representadas por una sola imagen” (Burke, 2001, p. 39). Guardadas las proporciones, hay una dificultad para aproximarnos al rol de la imagen acerca de eventos terribles en nuestro país, que pasa por una idea esencialista de querer ver en ellas la fotografía mejor lograda, la que mejor sintetice la guerra en Colombia, o la más correcta e impoluta sobre asuntos de dolor, muerte y esperanza. No existe una imagen plena de la atrocidad; no hay una fotografía única que resuma las desgracias de la guerra en Colombia, ya que esto sería suponer que se trata de un conflicto homogéneo, igualmente vivido por todos sus habitantes en todas las situaciones y en todos los momentos. Pretender encontrar la imagen total lleva implícita la remisión a un régimen esencialista de la representación visual, según el cual bastaría una imagen rebosante para reponer cabalmente lo sucedido, como si la guerra hubiese sido una sola, como si hubiera una sola forma de mirar el horror (Didi-Huberman, 2004; García y Longoni, 2013). Incluso, en la mayoría de los casos nos encontramos con fotografías a las que Roland Barthes les tendría un nombre: son “fotos unarias”, puesto que revelan poco y movilizan un interés vago, ningún pinchazo, nada de sorpresa, o, en palabras de este autor, “nada de punctum en esas imágenes” (Barthes, 2009, p. 59), pero cuyo valor reside en que hacen parte de acontecimientos que requieren ser mirados por segunda vez, porque en la primera ocasión quizá no les prestamos la suficiente atención.
  7. Porque aprender de las catástrofes conlleva la necesidad de reelaborar lo terrible. En asuntos de memoria y reparación, las imágenes pueden ayudar a retornar sobre aquellos acontecimientos a los que no les prestamos la suficiente atención cuando los vimos por primera vez. Hablamos de una condición retroactiva que implica volver sobre imágenes de atrocidad, con el fin de preguntarles por un significado diferente al que alguna vez tuvieron, en un ejercicio en que el pasado reciente y el presente se conjugan para brindar una aproximación, ojalá crítica y renovada, a los desastres humanos que en su momento no supimos, no quisimos o no pudimos enfrentar (Lara, 2009). Un ejercicio al que Hannah Arendt llama “dominar el pasado”, y que se refiere no al hecho de que el pasado no se repita en el presente, sino a la posibilidad de interrogar cómo fue posible que cosas como estas —los horrores de la guerra— sucedieran y de retornar a la memoria de lo que allí ocurrió mediante historias bien narradas (Arendt, 1990, p. 31); solo que aquí no se trata de regresar a lo sucedido por medio de las narrativas propiciadas por la literatura, el arte, la poesía o el testimonio verbal a las que aludía Arendt, sino mediante fotografías periodísticas, imágenes documentales que, como los relatos, también pueden producir sentido, revelar asuntos importantes de la vida moral de una sociedad y ayudar a construir una mirada crítica respecto a lo que nos ha ocurrido como sociedad.

Las imágenes son herramientas que invitan a acercarnos a nuestras tragedias, no solo como un hecho histórico, sino como una experiencia humana que quizá no conocemos, no quisiéramos conocer, pero deberíamos hacerlo. Revisar imágenes —fotográficas o en movimiento— de nuestros dolores y esperanzas, volverlas a mirar, implica asumir la figura del testigo que propone John Durham Peters (2001) cuando plantea que la noción de testificar contiene una estructura de cuidado retroactivo que se caracteriza por retomar aquello que alguna vez asumimos con poca responsabilidad. Y lo es, porque al construir juicios morales sobre eventos anteriores de atrocidad, al propiciar la deliberación pública sobre el daño moral que estos produjeron y al revisar con otros ojos lo que antes no contó con la atención suficiente, las sociedades pueden aprender de sus catástrofes; esto es, imaginar que el presente puede ser de otra manera.

Como señala Didi-Huberman, existen dos formas de volver invisibles las imágenes, de no prestarles atención: mediante la demasía o la minucia. La primera consiste en hipertrofiarlas; esto es, en querer verlo todo en ellas, y convertirlas en no más que clichés, mientras que la segunda radica en vaciarlas, en “ahogarlas” hasta no ver nada en absoluto de lo que estas muestran (Didi-Huberman, 2012, pp. 31-32). Por tanto, la pregunta no es cuántas imágenes soportamos como sociedad, sino de qué manera las imágenes pueden ayudar a entender el presente y el pasado; pero, ante todo, qué espacios de interpelación y debate son posibles para abordarlas, descifrarlas, criticarlas, relacionarlas e interpretarlas.

Referencias

Arendt, H. (1990). Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa.

Bal, M. (2009). Conceptos viajeros en las humanidades. Murcia: Ad Littera, Cendac.

Barthes, R. (2009). La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía. Barcelona: Paidós.

Burke, P. (2001). Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico. Madrid: Biblioteca de Bolsillo.

Butler, J. (2010). Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Buenos Aires: Paidós.

Didi-Huberman, G. (2004). Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto. Buenos Aires: Paidós.

Didi-Huberman, G. (2012). Supervivencia de las luciérnagas. Madrid: Abada Editores.

García, L. I., y Longoni, A. (2013). Imágenes invisibles. Acerca de las fotos de los desaparecidos. En J. Blejmar, N. Fortuny, L. I. García (Eds.), Instantáneas de la memoria (pp. 19-35). Buenos Aires: Librería Ediciones.

Huyssen, A. (2009). Medios y memoria. En C. Feld, J. Stites (Eds.), El pasado que miramos (pp. 15-24). Buenos Aires: Paidós.

Kracauer, S. (1989). Teoría del cine. La redención de la realidad física. Barcelona: Paidós.

Lara, M. P. (2009). Narrar el mal. Una teoría posmetafísica del juicio reflexionante. Barcelona: Gedisa.

Linfield, S. (2010). The cruel radiance. Photography and political violence. Chicago: The University of Chicago Press.

Martín-Barbero, J. (1996). Televisión o el mal de ojo de los intelectuales. Revista Número, (10), 37-42.

Mitchell, W. J. T. (2009). Teoría de la imagen. Ensayos sobre representación verbal y visual. Madrid: Akal.

Mitchell, W. J. T. (2014). La plusvalía de las imágenes. Revista Estudios de la Imagen, (3), 82-118.

Peters, J. D. (2001). Witnessing. Media, Culture & Society, 23(6), 707-723.

Rancière, J. (2010). El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial.

Shapiro, M. (1988). The politics of representation. Writing practices in biography, photography and political analysis. Madison: University of Wisconsin Press.


1 Este texto se inspira en mi tesis de doctorado y retoma algunas ideas desarrolladas en mi libro Bonilla, J. (2019). La barbarie que no vimos. Fotografía y memoria en Colombia. Medellín: Fondo Editorial EAFIT.

2 Doctor en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, magíster en Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana, comunicador social-periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Profesor del Departamento de Comunicación, Escuela de Humanidades, Universidad EAFIT. Correo electrónico: jbonilla@eafit.edu.co