“Fui prematura. Nací de seis meses. Sobreviví en contra de todo pronóstico médico. Esa fue mi primera prueba de fuerza y perseverancia. La lucha continuó durante la infancia cuando descubrí que las demás personas crecían, menos yo. Me fui acostumbrando a mirar para arriba a los demás”. Son palabras de Martalucía Tamayo, médica genetista, periodista-comunicadora social y persona en condición de discapacidad, los tres títulos que siempre acompañan sus palabras de presentación. A mucho honor, porque a sus 62 años, se ha convencido de que quienes como ella viven con una enfermedad huérfana o rara son personas que desarrollan capacidades y posibilidades únicas, que afloran cuando la sociedad logra considerarlas “personas comunes y corrientes y aprenden a manejar su enfermedad como una compañera a la que hay que dominar y superar”.
Esta médica con maestría en genética, de 1,20 metros de estatura, que debía buscar un butaco para alcanzar los tubos de ensayo y realizar sus pruebas en el laboratorio, decidió que no habría obstáculos que le impidieran volar: “soñé que podía soñar y que el mundo me quedaba chiquito”. Hoy, entre los numerosos logros que ha alcanzado, entre la infinidad de viajes que la han llevado a preciosos paisajes de los cinco continentes, entre cursos y conferencias dictadas, entre los innumerables pacientes que ha atendido, entre premios y reconocimientos, acaba de editar un nuevo libro, Vidas diversas, mundos iguales, 13 historias huérfanas, porque el reto que se impuso fue lograr una “verdadera equidad” para quienes sufren ciertas condiciones olvidadas que son enfermedades huérfanas o casi-huérfanas sordoceguera, síndrome de Guillan Barré, Refsum infantil, trauma raquimedular, esclerodermia sistémica, Párkinson, sordera profunda, síndrome de Down, esclerosis múltiple, gastroparesis, autismo… o como ella, displasia espóndilo-epifisaria.
Son más de 6.000 enfermedades huérfanas identificadas, la mayoría de tipo genético, pero para diagnosticarlas se requiere mucha investigación y seguimiento. “¡La genética antes era adivinando!”, exclama. Hoy en día, gracias a la genética molecular, es más viable entregar información al paciente y a su familia de las características de la enfermedad que presenta, pero aún la ciencia tiene mucho trabajo por hacer en este campo.
Martalucía se dedicó a estudiar aquellas que afectan ojos y oídos y trabaja con personas sordas, ciegas y sordociegas y lo hace no solamente desde la genética, sino también desde un enfoque social. Así, conoce a cientos de personas que si bien han sido diagnosticadas con una enfermedad rara, han dejado atrás las desventajas, desarrollando habilidades de superación para ingresar a la sociedad y al mercado laboral sin mayores problemas.
Resolvió entonces proponerles escribir sus testimonios, lo que para muchos fue doloroso; muchos lloraron en el proceso y les “revolcó la vida”, escribe en la presentación del libro. “Por eso estos relatos son tan valiosos”, concluye. Y por eso considera importante que todos leamos estas historias.
Martalucía ha aprendido a tomar analgésicos porque los huesos le duelen ‘hasta la médula’ y tiene mucha limitación de movilidad. Antonio quedó paralizado de un momento a otro y tuvo que aprender a respirar luego de muchos meses hospitalizado: hoy es un neurólogo que, aunque con ciertas secuelas de su enfermedad, lleva una vida profesional exitosa. El cuerpo de Daniela no reconoce ciertos ácidos grasos, lo que le genera problemas en su sistema nervioso, pero es joven, estudia sociología y se adapta a la vida universitaria con templanza. Tina presenta una sordera profunda, lo que no le ha impedido cumplir sus sueños, tener dos hijos y ser una artista muy original; es la creadora de la portada del libro. “Gracias a Dios tengo Parkinson”, dice Diego, diagnosticado a los 32 años de edad, a quien su familia se le ha dedicado con el mayor cariño y entrega: “un 30% de la mejor forma de manejar la enfermedad está en manos de los médicos, pero el otro 70% está en nuestra mente”.
Lala es médica y presenta una enfermedad autoinmune. Carolina es una excelente creativa que maneja su hijo y su hogar desde una silla de ruedas. Juliana presenta una parálisis del estómago y requiere alimentarse por una sonda conectada al intestino, pero a pesar de todo estudió periodismo y ahora estudia nutrición. Laura tiene 24 años, nació con síndrome de Down y sus padres dicen con orgullo “que ha logrado alcanzar unas metas inimaginables para nosotros hace 20 años”. Los relatos de vida de Adriana Sor, quien es sordociega, y de Yecenia, que quedó ciega como consecuencia de una enfermedad llamada retinitis pigmentosa, son asombrosos. Calos Mario cambió la silla de capitán de avión por una silla de ruedas. Una mamá, desde el anonimato, relata la vida de su hijo con espectro autista.
Todos ellos se han cruzado en el camino de Martalucía y comparten ciertas características.
Fundalde, la Fundación Derecho a la Desventaja, editó el libro. Esta organización se dedica a apoyar, asesorar y propender por un trato digno y adecuado a la población con discapacidad. Ofrece talleres, cursos y asesoría para capacitar a estas personas de tal manera que puedan ser líderes y autosuficientes. El problema, dice la doctora Tamayo, es la barrera que impone la sociedad, una “barrera actitudinal”. Por eso insiste en demostrar que la discapacidad no es incapacidad. “Con frecuencia es la persona que se esfuerza más que los demás y muchas veces da resultados muy superiores a los que dan quienes no tienen esta condición; aprenden a ser felices con lo que la vida les da y eso los hace querer superarse a sí mismos cada día. ¿Acaso ésta sea la ventaja de vivir en desventaja?”.
En estas 13 historias, remata, “hemos dejado nuestra desventura y nuestra alegría, nuestra fe y nuestra esperanza. Hemos plasmado nuestra infinita resiliencia, porque nos queda claro que, por algo y para algo, nos tocó vivir esta vida que nos tocó. Eso es parte de nuestra tarea”.