Según el Diccionario de la Real Academia Española, un significado posible de la palabra innovación es éste: “creación o modificación de un producto y su introducción en un mercado”. De esta forma, cuando en una economía de mercado Ud. produce bienes de consumo, y crea un producto nuevo, o modifica uno ya existente, Ud. está innovando y muy probablemente a su empresa le irá mejor. Nos preguntamos, entonces: ¿es ésa la innovación por la que optan las universidades cuando, a propósito de la pertinencia de la educación y la investigación, deciden apostarle a la innovación?
Si así fuera, las universidades podrían estar perdiendo su propia identidad como centros de educación superior. La institución universitaria no se justifica –ni hoy ni nunca– por el servicio que le presta al mercado, tampoco existe para hacer más efectiva la producción, o para hacer más ágiles los mercados. Concebir a las universidades desde una perspectiva meramente funcionalista, en este caso como un motor de la economía de mercado, es algo así como entender el deporte o el arte como meros negocios y nada más; son también un negocio, pero son mucho más que eso.
La verdad es, sin embargo, que el asunto no es sencillo. En la llamada sociedad del conocimiento innovar no es tan fácil como algunos creen, y tampoco depende de la buena o mala voluntad, como otros suponen. Innovar requiere tecnología y desarrollo tecnológico, y éstos, por su parte, sin ciencia y sin desarrollo científico, resultan imposibles.
Nadie niega la necesidad de fomentar un conocimiento pertinente, pero ¿pertinente para qué? Una alternativa excluyente, por tanto, que se mueve entre dejarse someter a la lógica de los mercados y negarse a considerar la pertinencia como un elemento imprescindible a la hora de pensar la investigación no parece ser lo más razonable, tampoco lo más conveniente. Una interpretación funcionalista de la pertinencia tiende a eliminar la dimensión crítica de la educación, pero a su vez, una desarticulación entre ciencia, sociedad y desarrollo no sería socialmente responsable.
Por eso, como diría Aristóteles, el equilibro del justo medio entre dos extremos viciosos parece ser lo más razonable para encontrar lo que más conviene. La innovación no debe mirar únicamente al mercado, tiene que implicar las dinámicas complejas del desarrollo de las ciencias, sus entrecruces, traslapos y requerimientos, así como las necesidades sociales y los desarrollos tecnológicos que se precisan para caminar en una dirección consensuada en la política.
Para no caer en las sutiles trampas que el mercado le coloca a la apuesta por la innovación, las universidades no deben fomentar sólo la investigación tecnocientífica. Ellas también requieren de esa investigación –aparentemente impertinente– que se concentra en los límites éticos y epistemológicos de todo proceso cognitivo, y en los aspectos políticos implicados en todas las decisiones públicas.