En el campo 22 hombres corren y sudan sin derecho a equivocarse; los compran, los venden, los prestan a cambio de dinero, y cuando son mayores se retiran. En el campo verde está el ídolo que, con sus gambetas, pies prodigiosos, rapidez inalcanzable y goles eternamente memorables deleita a los hinchas, técnicos, compañeros y rivales. Los seguidores en las gradas, sin ellos el juego no sería el mismo: se casan con un equipo y lo alientan con fervor, saltan, gritan, se agitan, se comen las uñas y esperan el milagro. El director técnico, “el profe”, da instrucciones, advierte de desajustes, grita, trata de tranquilizarse y recompone el orden.
Y luego, en medio de todos, está al que le dicen chulo, tirano, dictador, verdugo y vendido; el amado, odiado y siempre respetado en el campo, el árbitro.
Antes identificados por su unánime vestimenta negra, el árbitro central, con silbato en boca, cronómetro en mano y acompañado por todo un equipo de jueces que custodian las bandas; el arbitraje hoy representa una verdadera profesión con la responsabilidad de tomar decisiones que definen el rumbo de los equipos en cuestión de segundos. No hay tiempo de dudar del silbido que anula el gol de la salvación, tampoco hay derecho a cuestionar la amarilla o la roja que sale del bolsillo, pues sin temblor en la mano y con ímpetu debe ser capaz de imponerla.
En consecuencia, todo esto puede implicar altos niveles de presión para los jueces y tensiones emocionales por la coerción social o motivos psicológicos que pueden influir significativamente en sus decisiones. Así lo demuestra la investigación Referee bias in profesional soccer: Evidence from Colombia (Árbitro parcializado en el fútbol profesional: Evidencia de Colombia), liderada por los profesores Juan Mendoza, de la peruana Universidad del Pacífico, y Andrés Rosas, decano del Departamento de Economía de la Pontificia Universidad Javeriana, quienes, tras referenciar trabajos académicos de Europa que pretendían estudiar el sesgo arbitral en las grandes ligas profesionales a partir de la medición del tiempo de descuento, identificaron, de la misma manera, el sesgo en la liga profesional de fútbol colombiano, una de las más importantes de Suramérica.
Para lo anterior, hicieron más de 1.600 observaciones que abarcaron todos los juegos de primera división entre 2005 y 2010. “Tomamos únicamente los partidos en los que el equipo local iba ganando por un gol y los comparamos con el tiempo de descuento, controlando así las variables de tiempo agregado tanto al final de la primera mitad como de la segunda, al igual que el número de sustituciones, tarjetas amarillas y rojas, las penalizaciones y los goles anotados. También tratamos de identificar los posibles factores que podían influir en el sesgo, como la importancia del partido, la etapa del campeonato y la violencia de la ciudad local”, explica Rosas.
Sin duda, el árbitro debe tomar decisiones veloces a lo largo del juego que recaen en la subjetividad. “Encontramos que, si el local va perdiendo por un gol, entonces el tiempo de descuento es más largo, mientras que si está ganando por el mismo resultado, tiende a terminar más pronto”, afirma Rosas, quien con su coinvestigador concluyó que la duración del tiempo adicional es de hasta 12 segundos más cuando el equipo de casa va perdiendo.
Sin embargo, la existencia de un sesgo arbitral al extender o acortar el tiempo de descuento no implica, necesariamente, corrupción en el fútbol. Tal sesgo sería una consecuencia de la presión social ejercida por la multitud que, consciente o inconscientemente, afecta las decisiones del árbitro.
“Gratamente encontramos que el sesgo en Colombia es menor. Aquí sí dan más tiempo al local para cuando está perdiendo, entre uno y dos minutos, pero en España estamos hablando de dos o tres minutos más” dice Andrés Rosas.
El árbitro no es más que el cuidador del reglamento con un poder absoluto sobre el juego. Imaginar una disputa en el césped sin jueces de por medio, para nuestros días, resulta imposible, pues manifestaciones tan democráticas solo se ven en los ‘picaditos’ de barrio; allí todos se destacan por su nivel de acuerdo, son los jugadores quienes cobran las faltas y penaltis, lo único que está por perderse es la gaseosa y, al que se muestre en desacuerdo, no le queda otra que retirarse. Entre tanto, los intereses que pugnan en el fútbol profesional son muchos: las altas cantidades de dinero de los patrocinios, el deseo de derrotar al rival, el lugar del equipo en la tabla de posiciones, su reconocimiento en el campeonato, el nivel de los jugadores y demás, han hecho que los árbitros sean indispensables en este engranaje.
Los árbitros no son una máquina como lo mencionan los investigadores Rosas y Mendoza: “No utilizan ayudas tecnológicas de manera sistemática, deben tomar decisiones subjetivas”. Pocas veces se evalúan sus decisiones desde lo humano, el arbitraje es una labor incomprendida. Pero qué sería del fútbol sin los árbitros, gran parte de la emoción y el suspenso del deporte está en no poderse anticipar a los resultados, a los imprevistos que puedan presentarse en el campo, los penales dudosos, los polémicos fuera del lugar, la imposición de tarjetas cuestionables. Es la magia y fascinación del juego y el árbitro es una pieza clave para hacer del encantamiento futbolero todo un espectáculo.
Una de las virtudes que requieren los árbitros de fútbol es la ‘personalidad’, defender sus decisiones, interiorizar cada una de las normas que en el reglamento se presentan, administrar la autoridad, no amilanarse ante la presión que el público o el ambiente pueda ejercer y comprender que, si bien como seres humanos pueden equivocarse, tienen que tratar de ser lo más objetivos posible. Sin embargo, “entre las diversas decisiones tomadas por el árbitro, la duración del tiempo de adición debe ser la menos subjetiva”, mencionan Rosas y Mendoza, pues el juego tiene dos mitades de cuarenta y cinco minutos, tiempo suficiente para tener en cuenta las actuaciones en el césped y dictar uno de los últimos fallos en el campo. Los minutos de adición terminan por ser los más intensos, es jugarse el todo por el todo en busca de definir la victoria o la derrota.