Soy parte del semillero de Derecho Penitenciario de la Pontificia Universidad Javeriana y el pasado 12 de septiembre hicimos, junto con el tutor del semillero, Norberto Hernández, una breve capacitación a las reclusas de la Cárcel de Mujeres El Buen Pastor en Bogotá, sobre el proyecto de ley 093 de 2019 que busca un cambio de cárcel por horas de trabajo comunitario a las madres cabeza de familia que hayan sido condenadas por delitos no violentos con penas privativas de la libertad inferiores a seis años.
Esta iniciativa ha sido duramente criticada, incluso por el expresidente Iván Duque, quien en su momento propuso una objeción presidencial — una facultad que tiene el mandatario para devolver el proyecto de ley con el fin de que tenga un nuevo debate en plenaria en caso de inconstitucionalidad o inconveniencia de la iniciativa.
El expresidente argumentó —en el informe de objeciones presidenciales número 784 de 2021 — que esta ley afectaría la convivencia pacífica, el orden justo y que proporcionaba un trato preferencial a las mujeres sobre los hombres, por lo que era inexequible.
Debido a que esta objeción fue por inconstitucionalidad, la Corte Constitucional — encargada de velar por la armonía entre las leyes y la Carta Política— revisó los reparos del entonces presidente y, el pasado mes de julio, decidió no acogerlos. En su criterio, las mujeres experimentan de forma distinta la privación de la libertad “al tener unas necesidades especiales que suplir y unos problemas concretos que enfrentar”.
Además, esta ley cumpliría con uno de los objetivos medulares del sistema carcelario: la resocialización. Por consiguiente, gracias a la Corte Constitucional, el proyecto de ley 093 de 2019 deberá continuar con su trámite y, posteriormente, el actual presidente de la república —Gustavo Petro— deberá sancionarlo.
Pero, ¿será que en realidad esta iniciativa proporciona un trato preferencial injustificado a las mujeres sobre los hombres?
Justo antes de la capacitación en la Cárcel de Mujeres El Buen Pastor, una reclusa llamada Sandra se acercó a mí y me saludó. Empezamos a charlar —como si fuéramos viejas amigas— y me contó cómo había llegado a la cárcel.
Ella afirma que su infancia había sido muy feliz, llena de amor y juegos; sin embargo, un 24 de diciembre, cuando todos sus familiares se encontraban distraídos con las festividades y la música, un tío abusó sexualmente de ella. Desde ese día no volvió a ser la misma, “eso me corrompió” — me dijo entre lágrimas—.
Sandra me contó que por todo esto se fue de la casa cuando todavía era una niña y terminó rápidamente inmersa en el mundo de las drogas, incluso, unos meses después ya estaba viviendo en la calle del Cartucho —una antigua calle en la localidad de Santa Fe, en Bogotá, que se caracterizaba por tener la mayor cantidad de indigencia, prostitución, microtráfico y criminalidad de la ciudad—. Se enamoró de un hombre que la embarazó y después desapareció. Ella mencionó que, por amor a su hijo, se esforzó en dejar de ser consumidora y lo logró; consiguió trabajo — no me comentó cuál— y la vida empezó a mejorar.
Sin embargo, Sandra afirmó que su hijo se enfermó —no entró en detalles, apenas podía hablar con un nudo en la garganta—. Necesitaba la aplicación semanal de un medicamento que era costoso y que con su pequeño salario no podía costear. Buscó por todos los medios posibles el dinero, pero como no lo encontró, un conocido de su “anterior vida” le propuso realizar un robo. Lo pensó mucho, pero por la salud de su hijo, Sandra dijo que haría cualquier cosa.
Finalmente cometió el hurto, obtuvo el dinero que le prometieron y pudo comprar la dotación del medicamento que necesitaba su hijo. Por mucho tiempo todo parecía estar bien, incluso dio a luz a otro hijo. Sin embargo, le llegó un comunicado de la Fiscalía General de la Nación donde le notificaban que la estaban investigando por hurto, pues su cara se veía reflejada en los videos de una cámara de seguridad del lugar.
Sandra me comentó que fue condenada a seis años de cárcel, de los cuales ya cumplió cinco. No le gusta que sus hijos la visiten porque siempre que se despiden, dice quedar destrozada, deprimida, sin ganas de seguir adelante. Despedirse de sus hijos es, para ella, algo “antinatural”. Durante su primera etapa en la cárcel, sus hijos quedaron a cargo de su mamá, pero hace dos años su madre falleció y ellos han estado deambulando entre tías, hermanas y demás familiares.
La historia de Sandra se reproduce —con variaciones— a lo largo y ancho de las cárceles del país. La privación de la libertad de mujeres cabeza de familia no solo es traumática para ellas, sino que afecta gravemente la vida de sus hijos y de la sociedad en general, pues son las madres quienes usualmente suplen las necesidades económicas y afectivas de sus hijos; sin embargo, después de la condena, ese cuidado y provisión de los hijos queda a la deriva — como en el caso de Sandra—. De acuerdo con DeJusticia, organización jurídica sin ánimo de lucro creada en el 2005 que promueve los derechos humanos y el Estado Social de Derecho en Colombia, la sanción penal se convierte “en un castigo no contra los individuos, sino contra las familias”.
Para responder si efectivamente el proyecto de ley 093 de 2019 proporciona un trato preferencial injustificado a las mujeres sobre los hombres, resulta pertinente preguntarse si es lo mismo ser cabeza de familia mujer, que cabeza de familia hombre.
De acuerdo con el libro Nosotras, las mujeres de Florence Thomas, escritora y profesora de la Universidad Nacional de Colombia, “las condiciones no son las mismas en uno u otro caso, y nunca lo fueron, porque la mayoría de jefes de hogar hombres tienen cónyuge o compañera, mientras que pocas mujeres cabeza de familia tienen cónyuge o compañero”.
En ese mismo texto, Thomas explica que, en el caso de un jefe de hogar, casi siempre es la pareja — una mujer — quien se encarga de que “sus camisas estén planchadas, su comida esté lista y sus hijos e hijas estén cuidados”, mientras el hombre salía a trabajar.
En cambio, cuando una mujer es cabeza de familia, en la mayoría de los casos será ella quien se encargue de hacer todas estas actividades y, al mismo tiempo, salir a trabajar.
En nosotras, las mujeres, Thomas añade que estas labores que típica e históricamente realiza la mujer están representadas en la denominada “economía del cuidado” y representan un “trabajo no remunerado necesario para garantizar la supervivencia y la reproducción cotidiana de las personas” que aportan entre “entre un diecisiete y veinte por ciento al PIB, más que cualquier otro sector de actividad económica en Colombia”.
Adicional a lo anterior, de acuerdo con el informe “Mujeres y prisión en Colombia: desafíos para la política criminal desde un enfoque de género”, escrito por la actual vicerrectora de Investigación de la Javeriana, Astrid Liliana Sánchez, es altamente probable que los efectos adversos en los hijos que provoca el encarcelamiento de la madre sean más intensos que los que provoca el encarcelamiento del padre, aún cuando este cumpla el rol de cuidador principal de sus hijos.
Lo anterior se explica debido a que los hijos de madres encarceladas quedan generalmente bajo el cuidado de su familia extensa, mientras que, los hijos de la mayoría de los hombres que deben ir a prisión permanecen bajo el cuidado de su madre.
Esta situación se agrava cuando la sanción penal ni siquiera cumple su fin esencial: resocializar. De acuerdo con Michael Foucault —filósofo y autor de Vigilar y Castigar — dada la alta reincidencia, es evidente el fracaso resocializador de las prisiones y su efecto termina siendo el contrario, por lo que “la prisión no puede dejar de fabricar delincuentes”, como lo señala en el libro.
En la misma exposición de motivos, el proyecto de ley 093 de 2019 argumenta que la prisión fabrica delincuentes de forma indirecta también, al someter a los hijos de las madres cabeza de familia privadas de la libertad a la miseria y al abandono.
Las mujeres cabeza de familia, solo por serlo, viven circunstancias especiales que permiten que el Estado les ofrezca razonablemente esta posibilidad de cambiar la cárcel por el trabajo comunitario, toda vez que, de acuerdo con Norberto Hernández y Astrid Sánchez, en su artículo Mujeres, delitos de drogas y trabajo comunitario como alternativa a la prisión Colombia, suele ser su primera vez en prisión, un muy bajo porcentaje de ellas portaba armas al momento de cometer el delito y la mayoría reportaron haber incurrido en la conducta delictiva por razones relacionadas con su vulnerabilidad económica.
Todas estas razones justifican el trato preferencial que se le proporcionará a las mujeres sobre los hombres al permitirles acceder a este beneficio solo a mujeres cabeza de familia y no a hombres jefes de hogar. La sanción penal dejará de ser un castigo contra las familias y se les dará la oportunidad a las mujeres para que efectivamente se resocialicen, aspecto que no se cumple efectivamente en la cárcel.
Luego de brindarles la capacitación sobre esta iniciativa a las internas del Buen Pastor —entre ellas, a Sandra—, varias se nos acercaron y nos abrazaron, pues, de sancionarse la ley, podrían volver a ver a sus hijos, cuidarlos, trabajar y estudiar. Se encontraban, de frente, ante su segunda oportunidad.