Cuando una sociedad transita de la guerra a la paz o atraviesa una apertura democrática, una de las maneras en las que se enfrenta a las atrocidades del pasado es a través de la justicia transicional. Generalmente esta toma la forma de una comisión de la verdad o un tribunal penal especial, que se han vuelto populares alrededor del mundo en las últimas décadas. Sin embargo, les han criticado a estos mecanismos que solo se concentran en crímenes y son miopes para lidiar con las inequidades que llevaron al conflicto que pretenden cerrar o que persisten cuando se silencian los fusiles.
La profesora Bárbara Pincowsca Cardoso Campos cree que esos dos campos, el de la justicia transicional y el de los derechos socioeconómicos, no son irreconciliables. La investigación que realizó para obtener el Doctorado en Ciencias Jurídicas en la Pontificia Universidad Javeriana estudia, precisamente, la intersección que comenzó a gestarse en las primeras décadas de este siglo entre los mecanismos judiciales transicionales y los Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (DESCA).
La abogada brasileña y profesora de la Universidad Católica de Pereira, basada en su experiencia previa, se interesó en la tensión de estos dos campos, relación poco explorada en la academia. En Brasil trabajó varios años en el gobierno federal diseñando políticas sociales que, en esencia, buscaban traducir los DESCA —el derecho al trabajo, a la educación, a la salud, a un medio ambiente sano— en medidas que los materializaran. Cuando llegó a Colombia, en 2017, el país atravesaba un momento transicional sin precedentes con la firma del Acuerdo de Paz con la antigua guerrilla de las Farc-EP, y las discusiones sobre justicia transicional dominaban los círculos especializados.
“Como yo venía con las gafas DESCA por mi trabajo en un escenario no transicional, esa agenda estaba llamándome, invitándome a pensar”, dice Cardoso. Su curiosidad la llevó a darse cuenta de que había una larga tradición académica que criticaba cómo estos derechos que tienen que ver con la vida diaria de las personas —sus trabajos, sus escuelas, la posibilidad de tener un nivel de vida adecuado— eran relegados a un segundo plano en la mayoría de las experiencias internacionales de justicia transicional.
A costa de las víctimas, eso sí, pues varias de estas investigaciones han mostrado que, después de los conflictos, los sobrevivientes a las atrocidades demandan mejores condiciones de vida. En algunos casos, incluso, las añoran más que conocer la verdad o el enjuiciamiento de los responsables. Por ejemplo, un artículo publicado en Journal of Human Rights que describe la vida de jóvenes víctimas de la epidemia del VIH y que sobrevivieron al genocidio en Ruanda, cita a uno de ellos diciendo: “Nos acostumbramos al genocidio, el problema es el día a día”.
Para Cardoso esto se refleja claramente en los diálogos globales cuando rastreó esa discusión en distintos espacios académicos, institucionales, de Naciones Unidas: “Allí me doy cuenta de que estas voces que reclaman visibilizar esta agenda (de DESCA) en el diseño de mecanismos transicionales vienen precisamente del lado crítico de esta forma de justicia. Por ejemplo, de los movimientos feministas o decoloniales que ven la justicia transicional como un proyecto de élite, construido desde arriba”.
El cruce entre justicia transicional y DESCA
Parte de su tesis doctoral, ya publicada, fue hacer una cronología de esta discusión. Decidió situar su análisis en el periodo entre 2006 y 2017, por varias razones. Comienza en ese año porque la entonces alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la canadiense Louise Arbour, dio un histórico discurso ante académicos y profesionales de la justicia transicional invitándolos a que amplíen su marco de análisis para investigar, también, las violaciones a derechos económicos, sociales y culturales, que pueden dejar secuelas profundas en los afectados.
Y termina en 2017 porque fue ese el año en el que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) emitió por primera vez una sentencia declarando la violación autónoma de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. Además, ese periodo, entre 2006 y 2017, coincide con otro hito: Colombia atravesó un experimento de justicia transicional propio, la Ley de Justicia y Paz (Ley 975), aún vigente, creada para investigar y sancionar a los exmiembros de grupos paramilitares que se habían desmovilizado en el gobierno de Álvaro Uribe.
Decidió entonces escalonar su análisis: se enfocó en la discusión global, con la tradición crítica que llegó hasta Naciones Unidas; en la regional, estudiando la jurisprudencia de la Corte IDH; en la nacional, con la experiencia de Justicia y Paz, y en lo local, deteniéndose a analizar cómo esta intersección se hacía evidente en un emblemático caso de restitución de tierras en el Urabá antioqueño, el de la vereda Guacamayas. En cada fase tuvo hallazgos destacables.
Por ejemplo, identificó toda una línea jurisprudencial de la Corte IDH y mostró cómo se desarrollaba la intersección entre justicia transicional y derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. La tarea no es tan sencilla como una mera lectura de los casos. Para el teórico Paul Kahn, las sentencias son herramientas de persuasión retóricas y asegura que, si se sitúa una doctrina jurisprudencial en un plano cartesiano se puede observar que, desde la primera vez que se sienta una posición sobre un tema en particular, los siguientes pronunciamientos de un tribunal siguen un comportamiento incremental sobre el mismo plano cartesiano formando una curva ascendente. La curva luego se puede aplanar en algún punto cuando la doctrina muere.
Pues bien, la profesora Campos se puso a la tarea de hacer esa gráfica. Encontró cuál es la primera sentencia que muestra esta intersección en la Corte IDH —el caso masacre Plan de Sánchez contra Guatemala, fallado en 2004, que ella analiza a fondo en un artículo publicado recientemente—. “Entonces muestro que, en los casos siguientes, esa jurisprudencia fue incremental”, explica la abogada, pero ya en los casos más recientes que analizó, fallados en 2017, “la Corte da algunas señales de que se adentraba en terreno gris otra vez”, pues tuvo que pronunciarse sobre programas masivos de reparación a víctimas y allí la doctrina pasó a ser poco clara.
Asimismo, entrevistó a magistrados de salas de Justicia y Paz y encontró que ellos también fueron interpelados con demandas de las víctimas para reconocer y garantizar ese conjunto de derechos. En los fallos que analizó, aproximadamente el 19 % de las órdenes emitidas por los jueces estaban vinculadas con estos derechos, especialmente educación, salud y trabajo. Al hacer llamados a diversas entidades públicas, los magistrados buscaron —aunque con limitaciones y tensiones institucionales— dar respuesta frente a estas demandas y abrir espacio para que las víctimas pudieran ver reconocidos sus derechos y reclamos.

Finalmente, su trabajo de campo en el Urabá antioqueño-chocoano le permitió dar cuenta de cómo las propias víctimas son conscientes y críticas de los procesos transicionales que no transforman su realidad. Cardoso entrevistó a líderes y víctimas de la vereda Guacamayas, en Urabá, un emblemático caso en el que, a través del sistema de Justicia y Paz, se ordenó restituir la tierra de varias familias que habían sido desplazadas o despojadas luego de la incursión del grupo paramilitar comandado por Raúl Emilio Hasbún entre 1996 y 1997.
Esto ocurrió antes de la entrada en vigor de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (2010) y, si bien podría decirse que el caso tuvo un “final judicial feliz”, como explica Cardoso, pues las víctimas fueron reconocidas como tales y se ordenó la restitución de sus tierras, aún no se sienten satisfechas. “Uno puede pensar que sí tuvieron las posibilidades de regresar a esos territorios, pero ¿en qué condiciones?”, dice la abogada, que siempre tiene las gafas puestas en los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.
Cardoso recuerda que le decían: “Es que nunca tuvimos medidas complementarias”. Sus entrevistados se refieren a las otras garantías que introdujo la Ley de Víctimas, además de las reparaciones económicas, como asistencia psicosocial, capacitaciones o apoyo a proyectos productivos.
“Es muy simbólico ir allá y encontrar que mantienen expectativas respecto a la garantía de ese conjunto de derechos”, asegura la abogada. Es decir, si bien las víctimas conocen del proceso y saben que la ley por la que fueron cobijados no incluye ese tipo de medidas, continúan exigiéndolas, porque buscan que sus derechos se materialicen y participan de nuevos escenarios de justicia transicional con esa misma esperanza. Por ejemplo, estos hechos hacen parte del Macrocaso 04 de la Jurisdicción Especial para la Paz, en el que se investigan crímenes cometidos en Urabá.
Esta institución de justicia transicional creada con el Acuerdo de Paz de 2016 ha avanzado en debates como los que documentaba Cardoso y parte de su mandato incluye sancionar a los responsables con medidas que restauren a las víctimas. Si bien en el Caso 04 aún no hay sentencias en firme, estas sanciones propias pueden contener trabajos y obras que deben ser consultadas con las víctimas y deben satisfacer sus expectativas e impactar positivamente sus proyectos de vida.
Cardoso sabe que el debate sigue abierto. Hay posturas académicas que aseguran que la justicia transicional no puede ocuparse de todo. Otras voces consideran que es incompatible al tratar los crímenes del pasado pensar también en los DESCA, que tienen una vocación más prospectiva, de hacia dónde debería apuntar una sociedad.
Ella, por su parte, sigue estudiando de qué manera esa intersección se manifiesta y ya con los avances de su tesis ha hecho publicaciones en revistas como Ius et Praxis., en 2022, donde invitaba a pensar “cómo contemplar los DESCA en el diseño y aplicación de los mecanismos transicionales para contribuir hacia objetivos más amplios de construcción de escenarios duraderos de paz y disfrute de derechos”. Hacia allí apuntan los siguientes pasos de su investigación.



